II
Una noche de vela (1837)
de Ramón de Mesonero Romanos
III
IV

EL TESTAMENTO


Aquella noche, como la más decisiva e importante, se brindaron a quedarse a velar al enfermo casi todos los interlocutores de que queda hecha mención al principio de este artículo; y convenidos de consuno en reconocer por jefe de la vela al severo anónimo, pudo éste dar sus disposiciones para que cada uno ocupase su lugar en aquella terrible escena. Hízose, pues, cargo del improvisado botiquín, que en multitud de frascos, tazas y papeletas se ostentaba armónicamente sobre mesas y veladores; clasificó con sendos rótulos la oportunidad de cada uno; dio cuerda al reloj para consultarle a cada momento, y escribió un programa formal de operaciones, desde la hora presente hasta la salida del sol.

La vieja tía, por su parte, envió a su lacayo por la escofieta y el mantón, y sacó de su bolsa un rosario de plata cargado de medallas, y un elegante libro de meditación, encuadernado por Alegría. La juventud de ambos sexos, dirigida por el amable militar, se encargó de distraer a la condesita y su hermana, llevándoselas al efecto a un apartado gabinete, donde para enredar las largas horas de la noche y conjurar el sueño, improvisaron en su presencia una modesta partida de ecarté. El mayordomo, el ayuda de cámara, acompañados de la turba de familiares, quedaron en la alcoba a las órdenes del jefe de noche, para alternar armónicamente en la vela.

Todo estaba previsto con un orden verdaderamente admirable; cada cual sabía por minutos la serie de sus obligaciones, y durante la primera hora todo marchó con aquella armonía y compás con que suelen las diversas ruedas y cilindros de una máquina al impulso del agente que los mueve. La vieja rezaba sus letanías, y aplicaba reliquias y escapularios a la boca del enfermo; el mayordomo recibía de manos de los criados las medicinas, y las pasaba al ayuda de cámara, el cual las hacía tomar al paciente; uno revolvía a éste en su lecho, otro ahuecaba las almohadas y extendía los sinapismos; el incógnito, en fin, velaba sobre todos, y corría de aquí para allí para que nada faltase a punto.

Entre tanto en el gabinete del jardín el alumno de Marte redoblaba sus agudezas para distraer a las señoras; aplicaba bálsamos confortantes a las sienes de la condesita, sostenía los almohadones, y de paso, la cabeza que en ellos se apoyaba, y con el noble pretexto de evitar un acceso nervioso, tenía entrambas manos fuertemente estrechadas en las suyas.

De pronto un fuerte desmayo acomete al enfermo; suenan voces y campanillas; y los que jugaban en el gabinete, y los que charlaban en la sala, y los mozos que dormían en los colchones improvisados, todos se mueven apresurados, y corren a la alcoba. El enfermo, sostenido por su buen amigo, yace desfallecido e inerte; los circunstantes prorrumpen en diversas exclamaciones. -«¡El médico, llamar al médico!» -«¡El confesor!» -«¡El escribano!»

Cuál saca un pomo de álcali y casi se lo introduce por la nariz; cuál acude diligente con una estopa encendida para aplicársela a las sienes; éste le frota los pulsos con agua balsámica de la Meca y espuma de Venus que encuentra en el tocador de la señora; aquél va a la cocina por vinagre, y viene diligente a rociarle la cara con el aderezo completo de la ensalada. Entre tanto las mujeres chillan. -«¡Pobrecito!» -«¡Se ha muerto!» -Los hombres imponen silencio a voces. -La vieja reza en alto un latín que no entendiera el mismo San Gerónimo. -La señora se desmaya y cae redonda... en un mullido sofá.

El peligro y atención se dividen entonces; los unos abandonan al conde; los otros corren a la condesa; los agudos chillidos de ésta despiertan, en fin, a aquél de su letargo; abre los desencajados ojos; mira en derredor de sí, y se ve rodeado de figuras angustiosas, que le miran ya como cosa del otro mundo, y empiezan a contemplarle con aquel silencioso respeto con que se contempla a un cadáver.

Allá en el fondo, y detrás de aquellos grupos misteriosos, se deja ver un hombre melancólico y de mirar sombrío, que aparece allí como el precursor de la muerte, como el avanzado portero de las puertas de la eternidad. Aquel hombre siniestro había sido introducido con precaución en la alcoba por el viejo mayordomo, que hablaba con él en voz baja, después de haber dicho dos palabras al oído de la señora, y hecho tres profundas cortesías a la hermana del conde.

Algún tanto despejado ya éste, no sé bien si por prudencia o por precepto, fueron desapareciendo de la alcoba todos los circunstantes, a excepción del jefe de la vela, el mayordomo y su misterioso compañero.

-Aquí tiene usía, señor conde, a nuestro honrado secretario el señor don Gestas de Uñate, que viene a informarse de la salud de usía, y de paso a saber si a usía se le ofrece alguna cosa en que pueda complacerle.

-¡Ay Dios! (exclamó el conde). ¡El escribano! me muero sin remedio.

-¿Quién dice tal cosa, señor conde? (interrumpió el escribano) yo sólo vengo a ley de buen servidor de usía a ponerme a sus órdenes y ofrecerle mi inutilidad. No es esto decir que usía hiciera mal en haber pensado en mi ministerio antes de ahora, porque al fin, todos somos mortales, y cuando el hombre tiene arreglados sus negocios...

El severo velador del conde había guardado silencio durante esta corta escena, como sorprendido de la audacia del mayordomo, y penetrado de la misma idea terrible que había asaltado al conde; sin embargo, no dejó de reconocer que en el estado en que éste se hallaba, acaso aquel paso tenía más de prudente que de audaz, por lo cual trató de poner en la balanza todo su influjo para inclinar al conde a someterse a aquel terrible deber.

No tardó éste en ceder a los consejos de la amistad y a lo crítico de los momentos, y significando por señas su resignación, dio orden al mayordomo de que abriese cierto bufete, donde hallaría un pliego cerrado que contenía su última voluntad, el cual formalizase con todas las cláusulas necesarias, y él lo firmaría después. -«Pero por Dios (añadió), que nadie se entere de mis secretos hasta después de mi muerte; este amigo (dirigiéndose al incógnito), el mayordomo y el ayuda de cámara, pueden ser los únicos testigos, y les reclamo la observancia de mi encargo.»