Una historia de locos:3

II
Una historia de locos
de José Zorrilla
IV


Era un mancebo pálido que apenas
en los seis lustros de su edad rayaba,
y en cuyos ojos negros chispeaba
el fuego de la fiebre en que su mente
ardía y su existencia devoraba
con sus vigilias de delirios llenas.
Ya una arruga precoz se señalaba,
sombría dividiéndola, en su frente:
y a través de la mate y trasparente
piel de sus sienes, de sus amplias venas
el enramado azul se dibujaba.
La vaguedad de su mirada errante,
por la enérgica fuerza contenida
de su empeñada voluntad constante,
la árida sequedad, la contraída
sonrisa de sus labios, a su boca
y a su expresión prestaban cadavérica
y extraña rigidez, falta de vida,
que vendía traidora a cada instante,
con repentina contracción o amago
de involuntaria carcajada histérica,
la violenta y aparente calma
con que ansiaba en su lúcido intervalo
encubrir el desorden de su alma.

Tendióme el infeliz su ardiente mano:
me contempló un momento con ternura
murmurando: «Sí, él es; bien le recuerdo»,
y me cedió su asiento cortesano,
diciéndome con íntima dulzura:
«Ya le habrán dicho a usted que yo estoy loco:
es la verdad; mas lo que usted ignora
es que es usted la causa
del mal horrible que mi ser devora.»
Yo callé, y él siguió tras breve pausa.
«Yo, como usted, aunque con otra suerte,
nací en Valladolid; somos paisanos:
tal vez, ¡sábelo Dios!, somos hermanos;
tal vez más…, porque el mundo es un abismo
de misterios, que el hombre no penetra
y cuya realidad jamás advierte.
Tal vez somos los dos un hombre mismo:
mas cuya esencia entre ambos dividida,
de ella le han dado a usted la parte buena,
la más noble y brillante, la más fuerte,
la de deleites y venturas llena;
es decir, la salud, la inteligencia,
la fe, la acción, el canto,
la fortuna, la gloria, en fin, la vida;
y a mí sólo me dieron entretanto
la duda ruin, la ceguedad inerte,
la enfermedad, la inercia, la impotencia,
las tinieblas, el mal, en fin, la muerte.
Yo moriré por ambos enjaulado;
usted por ambos vivirá colmado
de libertad, de gloria y de alegría,
uno siendo los dos, y de este modo
cuando a su seno Dios nos llame un día
será común entre nosotros todo;
partiremos entrambos como buenos,
de usted la suerte, y la desgracia mía.»

Yo, al comprender tan loca teoría,
de sonreír al fin no pude menos.
—«Veo que duda usted de lo que digo,
continuó; pero dígnese escucharme
unos breves instantes, y a que vea
clara, palpable mi razón me obligo.
—Hable usted, repliqué; no dudo nada
de lo que afirma usted: por el contrario,
en esa vida doble con que atada
nuestra esencia tenemos, hasta ahora
llevo lo bueno, lo feliz, lo bello,
y en el placer inmenso que atesora
bendice a Dios mi corazón por ello.
Prosiga usted; porque en verdad le digo
que le oigo con placer.
                       —Pues bien, prosigo,
No sé por qué fatal coincidencia
por el mismo camino, paso a paso,
ha corrido a la par nuestra existencia;
un punto no hay del universo acaso
que haya usted visitado
adonde yo después no haya llegado.
Su familia de usted tuvo en Castilla
casa: también la mía; magistrado
fué su padre de usted: también el mío;
habitó usted en Burgos y en Sevilla
cuando pequeño: yo también. Del río
Guadalquivir, del Arlanzón, del Duero,
del Pisuerga y Genil la varia orilla
que vió usted, hombre o niño, con sus ledas
odoríferas áureas, sus olmedas
añosas, sus espesos enebrales,
ruinas, castillos, puentes, catedrales,
en mí después, como en usted primero,
inspiró a par iguales
instintos y aficiones, sentimientos
dulces y melancólicos, el mismo
sombrío y vagaroso idealismo;
y las mismas costumbres y lugares
que en nuestra infancia vimos,
las mismas tradiciones populares
y las mismas canciones y los cuentos
mismos con que en la cuna nos dormimos,
engendraron en ambos con los años
la misma gradación de pensamientos,
aunque distintos en edad y extraños
el uno para el otro siempre fuimos.
Estudios a ambos en Madrid nos dieron
los Padres Jesuítas:
a usted en su extinguido seminario
y en San Isidro a mí: y he aquí que empieza
la larga serie de mis negras cuitas:
he aquí do nace el mal que involuntario
me ha originado usted, el fatalismo
que al fin me ha trastornado la cabeza.

Enviáronme mis padres a Toledo
a la Universidad; dos años antes
había estado usted: de usted me hablaron
por la primera vez los estudiantes.
Yo, como usted, vagué por las alturas
de las peñas del Tajo;
como usted admiré las esculturas
y el difuso trabajo
de nichos, agallones, sepulturas,
grecas, orlas, molduras y calados;
las techumbres de cedro, los canceles
de plata, las custodias de mil piezas,
los inmortales lienzos y tallados
bustos e inapreciables joyerías
de los altares santos; los pintados
rosetones, las moras celosías
entoldadas de ricas sederías,
las graves e imponentes procesiones
que ve Zocodover por sus balcones
colgados de sin par tapicerías.
Visité los palacios de Galiana,
el baño de la Caba, los rajados
restos del artificio de Juanelo,
de la puerta del Sol la obra africana,
las ruinas, las ermitas, las murallas,
todas las venerables antiguallas
que la imperial ciudad guarda en su seno;
cuanto puede ser hoy raro y curioso
en restos, monumentos,
cantares, tradición, historia y cuentos
vi, estudié, recogí y adoré ansioso,
con la intención de procurarme un día,
con ello y con la noble poesía
un lugar en el templo de la gloria,
y universal y larga nombradía
de este mundo mortal en la memoria.
Trabajé con ardor; de claro en claro
los días y las noches me pasaba,
de los minutos en mi afán avaro.
Ya una canción mediana corregía,
ya la mitad de un cuento cercenaba,
ya cuatro versos duros suprimía,
ya entre dos o tres mil, ciento elegía,
con los cuales un tomo completaba;
y ya a darle a imprimir me disponía
cuando, ¡ay de mí!, cayéronme a las manos
los tres primeros tomos que acababa
usted de publicar, y al hojearles,
todos mis argumentos toledanos,
toda mi idolatrada poesía
en ellos encontré, y al contemplarles
calculé que los míos, mis amores,
fruto de mis vigilias y sudores,
no iba a parecer de todos modos
más que plagio, a los suyos posteriores.
Despechado lloré: quemélos todos,
y dejando las odas y canciones
pensé en mayores obras, y en tres años
tres tomos escribí de tradiciones;
mas, ¿quién previene lances tan extraños?
Ya en la corte me hallaba
y con un impresor acorde estaba
para darles a luz, cuando las tiendas
de la calle Mayor mirando un día,
ocupado en la compra de unas prendas,
vi poner el cartel en que anunciaba
usted otros tres tomos de leyendas.
Busco del editor la librería,
adquiero al punto un ejemplar, le hojeo,
y en la obra de usted absorto veo
los argumentos mismos de la mía.

Un mes estuve en cama
enfermo de pesar, llorando muerta
mi por usted asesinada fama;
empero no cedí. Busqué otra puerta
de su templo inmortal, y en meses cuatro
de trabajo febril, concluí un drama
y conmigo y con él di en el teatro.
—«¿El señor director?, dije al portero.
—Allí le tiene usted en el ensayo.
—¿Puedo entrar? —Sí por cierto, caballero.
Y en mitad de la escena, como un rayo
ciego de gozo me planté de un brinco.
Abordé al director, le di mi obra,
la tomó, la hojeó como hombre ducho,
sus páginas saltando a tres y a cinco,
y me la devolvió sin miramiento
diciéndome después:«Lo siento mucho:
pero ésta es ya una obra inadmisible.
—¿Por qué?, exclamé asombrado.
—Porque con el mismísimo argumento
de vuestro rey don Pedro de Castilla,
en la Cruz anteanoche se ha estrenado
un drama nuevo del señor Zorrilla.»
Y la espalda volviéndome en el acto,
me dejó el director estupefacto.

Otro mes me costó de calentura
semejante aventura;
mas yo ciego, tenaz, firme en mi tema,
determiné luchar con toda el alma,
y con la fe de un mártir me propuse
el argumento inmenso de un poema.
Tenía yo esta idea desde niño
y esperaba a crecer en fuerza y nombre
para emprender cuando me viera hombre
esta obra, cuyo plan desde mi infancia
idolatré con infantil cariño.
Era mi idea capital, nacida
de una superstición y en la que puse
todo mi porvenir, toda mi vida.
Velé, reflexioné, leí con calma
estudiando mi asunto:
coordiné su acción, su plan dispuse,
escudriñé de su época la historia,
y para dar verdad a su relato
los sitios de su acción decidí al punto
partir a visitar. ¡Pobre insensato!
Llego a Granada: veo, estudio, apunto,
dibujo, limo el plan, escribo un canto:
me parece la octava maravilla:
se le leo a un amigo, y con espanto
le oigo decir: «Pero, hombre, eso es lo mismo
que lo que empieza a publicar Zorrilla.»
Congelóme la sangre un parasismo
al escucharle, y con terror profundo
comprendí que un siniestro fatalismo
me encadenaba a usted en este mundo.

Empezó a darme vueltas esta idea
en el cerebro sin cesar: el sueño
me empezó a abandonar, y los antojos
del delirio, en periódica marea,
en círculo ya grande, ya pequeño,
a girar empezaron,
a crecer y a menguar ante mis ojos
hasta que mi razón debilitaron.

Cuando en mi alcoba por la noche a oscuras
al reposo invocaba, que me huía,
de vagas y fantásticas figuras
se poblaba su atmósfera vacía.
Ya a lo lejos, disperso en las alturas,
ya junto encima de mi pecho, hervía
todo un mundo de sombras y visiones.
¡Ay!, ¡el de mis poéticas ficciones!

Del vacío en los pliegues incoloros
veía de mis cuentos de Granada
los héroes en acción, Cristianos, moros,
y la ciudad en fiestas, ya incendiada;
ya corridas magníficas de toros:
allí el auto de fe, la cabalgada
allá: la procesión, la boda, el duelo,
las mezquitas, la Alhambra, el mar, el cielo.

El monje grave, la modesta dama,
la desnuda odalisca, el niño tierno:
bien, mal, vicio, virtud, en amalgama
torpe, en bullente movimiento eterno,
veía en gigantesco panorama;
y a través del tumulto de este infierno,
fijos en mí como carbones rojos
brillar de usted los pertinaces ojos.

De usted que, dél en el confín sombrío,
mi creador cerebro escudriñando,
las creaciones y el trabajo mío
iba a sus propias obras aplicando;
y este continuo vértigo, este impío
maleficio mi seso trastornando,
fué mi razón matando poco a poco;
y al fin, ya lo ve usted, me he vuelto loco.»

Calló aquel infeliz; y entre sus manos
escondiendo su rostro, la cabeza
sobre el pecho inclinó, con sus insanos
pensamientos luchando una gran pieza.
Yo, ante el extraordinario fatalismo
a que él atribuía su locura,
airado me sentí contra mí mismo;
presa mi corazón de honda tristeza,
en dos espesas lágrimas de fuego
la esencia derramó de su amargura:
dos gotas que en vapor tornadas luego,
por aquella demente criatura
a Dios llevaron mi ferviente ruego.
Alzó por fin la frente, y más sereno
el desdichado mozo, de hito en hito
me miró y exclamó: «Pues está escrito
que de usted sea de los dos lo bueno,
voy a entregar a usted un manuscrito
con mis sucesos y mis obras lleno.
Yo le autorizo a usted a que le imprima,
le publique y le venda,
si de salir a luz digno le estima:
es de mi vida la fatal leyenda.
Y pues yo para usted pienso y escribo
y nada puedo producir que suyo
no sea, tome usted: yo restituyo
mis obras a su dueño positivo.
Vaya usted hilvanando esos retazos,
y cuando haga con ellos una historia,
piense en el infeliz que sus pedazos
arrancó para usted de su memoria.»
Dijo, y al cuello echándome los brazos
se despidió con gravedad notoria,
dándome de papeles un legajo,
producto de tres años de trabajo.