Una excursión: Capítulo 63


A orillas de un monte. Un barómetro humano. En marcha con antorchas. Ecos extraños. Conjeturas. Un chañar convertido en lámpara. Aparición de Macías. Inspiración del gaucho. Alrededores del toldo de Villarreal. Una cena. Cumplo mi palabra.


Al llegar a la orilla del monte, la oscuridad de la noche era completa.

No nos veíamos a corta distancia.

Seguíamos un camino enmarañado, cuyos surcos profundos y tortuosos comenzaban a abrirse como un gran abanico desplegado.

Hicimos alto; reconocimos la senda que debíamos tomar y combinamos un plan de señales para el caso de que alguien se extraviara en la espesura.

Era lo más factible.

Soplaba un viento fresco de abajo, grupos inmensos de pardas nubes recorrían rápidamente el espacio, flotando como fantasmas informes por el piélago incoloro del vacío; los relámpagos brillaban como saetas de fuego, lanzadas del cielo a la tierra; el trueno rugía imponente y sus sordas detonaciones, haciendo temblar el suelo, llegaron hasta nosotros como el estampido de lejanas descargas de cañón.

La tempestad era inminente.

Ya caían algunas gotas de agua; el viento silbaba, giraba, calmaba, volvía a soplar y remolineaba, azotando con ímpetu fragoroso el bosque umbrío.

Las tropillas se movían circularmente, de un lado a otro, y el metálico cencerro mezclaba sus vibraciones con las armonías del viento.

Yo vacilaba entre seguir la marcha y campar.

Llamé a Camilo Arias y le pregunté:

-¿Qué te parece, lloverá?

Miró el cielo, siguió el curso de las nubes, le tomó el olor al viento, y me contestó:

-Si calma el viento, lloverá; si no, no.

-¿Entonces, seguiremos?

-Me parece mejor; en el monte sufrirán menos los animales, porque si llueve caerá piedra.

-¿Y no se perderán algunos caballos?

-No se han de mover, los tendremos a ronda cerrada en alguna abra.

-¿Y has tomado la senda?

-Sí, señor.

-¿Estás cierto?

-¡Cómo no!

-¿No te parece prudente que llevemos luces de señal?

-Sería bueno, señor.

-Bien, pues; que hagan pronto unos manojos de paja y sebo.

Se retiró, volvió un momento después y me avisó que todo estaba pronto.

Nuestros paisanos hacen ciertas cosas con una rapidez admirable. Las señales consistían en antorchas de pasto seco, atadas en la punta de unos palos largos.

-¡En marcha! -grité-, y cuidado con apartarse de la senda; marchen en hilera; si alguno se separa y se extravía, dé dos silbidos; se le contestará con palmadas; ¡sigan la luz!

Y esto diciendo me puse detrás de Camilo, que hacía de faro ambulante.

Desfilábamos; el huracán bramaba, tronchando los árboles; las baterías eléctricas fulminaban la negra esfera, con rápidas intermitencias, el rayo serpenteaba horizontalmente, de arriba abajo, en líneas rectas y oblicuas, descubriendo entre sombras y luz algunas remotas estrellas; el bronco trueno, en incesante repercusión, conmovía la masa aérea impalpable y el alma de los nocturnos caminantes se replegaba sobrecogida sobre sí misma, como cuando signos materiales visibles le auguran un peligro cercano. Oyóse un eco semejante al que saldría de las entrañas de la tierra si los que descansan en eternal reposo exhalaran gemidos desgarradores de profunda desesperación.

Se repitió varias veces.

Unas veces parecía venir de atrás, otras de delante, ya de la izquierda, ya de la derecha.

El camino daba interminables vueltas, buscando el terreno menos guadaloso y evitando los lugares más tupidos.

-Es una voz de hombre -me dijo Camilo.

-¿Se habrá perdido alguien?

-Silbaría, señor.

-¿Y entonces? ¿Será algún indio?

-Puede ser que se haya encontrado con algún tigre. ¡Les tienen tanto miedo!

El viento iba amainando; gruesas gotas de agua caían ya.

-Va a llover, señor -me dijo Camilo.

-Hagamos alto aquí.

Estábamos en un pequeño descampado.

Cesó el viento del todo, chocáronse dos nubes que seguían opuestas direcciones y simultáneamente se desplomó la lluvia, apagando las antorchas.

-¡Pronto! ¡Pronto!, que maneen las madrinas; todo el mundo de ronda -grité.

El agua caía a torrentes, nos veíamos unos a otros al fulgor de los relámpagos, las tropillas estaban quietas, no faltaba nadie.

El eco misterioso se oía de vez en cuando, ora se acercaba, ora se alejaba.

Al fin pudieron percibirlo todos.

-No es voz de indio -dijo Camilo.

-¿Y qué es? -le pregunté.

Su oído era como su vista, jamás le engañaba. No me contestó, permaneció atento. Resonó el eco, ahogándolo un trueno.

-¿Qué es? -le pregunté.

-Déjeme, señor un poco -me dijo.

No se oía nada.

En medio de la luz del rayo, del trueno bramador y del ruido monótono del agua, estábamos envueltos en un profundo silencio.

Volvióse a oír el eco.

-Gritan -dijo Camilo.

-¿Qué cosa?

-Gritan no más, señor.

-¿Pero que gritan?

-Gritan ¡eeeeeh!

-¿Será alguno que va arriando animales?

-No me parece, señor.

-¡Escucha! ¡Escucha!

El agua disminuía y el viento soplaba con fuerza de nuevo. El cielo se despejaba, las nubes se rarificaban, el rayo y el trueno se alejaban, refrescaba, y un aire más puro y balsámico, dilatando los pulmones, anunciaba la bonanza.

Cesó la lluvia, se serenó el cielo, brillaron las estrellas, la luna asomó su rostro bello y el eco del que gritaba se oyó perceptiblemente.

-Es un cristiano -dijo Camilo.

-Contéstenle.

-¡Aaaaah! -hicieron varios a un tiempo.

-Yo... -pareció oírse otra vez.

No había duda, era un cristiano extraviado en el bosque, quién sabe desde cuándo, que oía el cencerro de las madrinas y desesperado pedía ayuda.

-¿Quién es? -gritaron unos.

-Por acá -otros.

Y en eso estábamos, sin poder percibir más que el eco de las últimas sílabas de lo que nos contestaban.

-Ha de ser algún cautivo que se ha escapado y como oye cencerro, calcula que somos nosotros -dijo el capitán Rivadavia.

-Es verdad que ellos no usan cencerro -le contesté, pareciéndome justísima su conjetura.

Los gritos misteriosos no resonaban ya.

Mandé silbar; lo hicieron varios a una.

No contestaron.

Estábamos con el oído atento, cuando los resplandores de una llamarada brillaron de improviso, iluminando el cuadro que formábamos alrededor de un espinillo formidable y coposo.

El ingenioso Camilo, a fuerza de sebo y paja, de soplar y soplar, había conseguido hacer fuego en la horquilla que formaba la extremidad del tronco de un carcomido chañar, medio carbonizado. La luz debía verse de bastante lejos a pesar de los árboles. Varios a un tiempo gritaron:

-¡Aaaaah!

Una voz contestó algo que no se pudo comprender bien. Continuamos telegrafiando de esa manera; el improvisado fanal ardía y los ecos de mi gente se perdían por la selva.

De repente se oyó una voz que a varios nos pareció conocida.

-Es el doctor Macías -dijo Camilo.

Efectivamente era su voz, u otra tan parecida a la suya, que se confundían.

-¡Pronto! ¡Pronto! Salgan unos cuantos y hagan señas -ordené, previniendo no perdieran de vista el fuego.

La voz seguía oyéndose.

-Es el doctor, señor -volvió a afirmar Camilo, añadiendo-: y viene con el caballo muy pesado.

-¿Y en qué conoces, hombre?

-Si se oyen ya hasta los rebencazos que le da; oiga, señor, oiga.

Mi oído no era de tísico como el suyo.

-¡Macías! ¡Macías! -grité.

-¡Lucio! ¡Lucio! -me contestaron.

Era él.

-¡Por acá! ¡Por acá! -gritaban los hombres que acababa de destacar. Macías se presentó, como nosotros, hecho una sopa.

-¿Y qué es esto? -le pregunté.

-Me quedé atrás por despedirme de algunos conocidos; cuando salí de Leubucó, ustedes iban como a una legua, se divisaba muy bien el polvo, y no quise apurar mi caballo; subía yo al último médano, y ustedes llegaban a la orilla del monte; calculé mal el tiempo, oscureció y me perdí.

-¿Y de qué conocidos tenías que despedirte?

-De algunos indios que más de una vez me dieron de comer.

-¿Y de Mariano Rosas también te despediste?

-Por supuesto, no me ha tratado tan mal.

El esclavo no conoce su condición sino cuando respira la atmósfera de la libertad, pensé y me dispuse a seguir la marcha.

En Carrilobo me esperaban con una cena en el toldo de Villarreal.

-Señor -me dijo Camilo- el caballo del doctor está pesadón.

-Que lo muden.

Un instante después caminábamos.

Salimos del bosque y entramos en un campo quebrado y pastoso. Las martinetas se alzaban a cada paso espantando los caballos con el zumbido de su vuelo inopinado y rápido.

El cielo estaba limpio y sereno, la luna y las estrellas brillaban como luces de diamantes; de la borrasca no quedaban más indicios que unos nubarrones lejanos.

Lo mismo que luciérnagas en negra noche se divisaron unos fuegos.

A esa hora y en el desierto, era sumamente extraño.

El gaucho argentino tiene la inspiración de todos los fenómenos del campo.

De noche y de día es un elemento.

-Esos fuegos han de ser en un toldo; los vemos por la puerta o por alguna rotura de las paredes -dijo Camilo.

-¿Y en qué conoces? -le pregunté.

-En que la llama no se mueve porque no tiene viento.

Así conversábamos cuando nuestros caballos se detuvieron de improviso.

Habíamos llegado al borde de una zanja. Observamos atentamente el terreno; teníamos al frente un gran sembrado de maíz.

-Aquí es el toldo de Villarreal -dijo el capitán Rivadavia.

-Se oyen ladridos de perros -dijeron otros.

Costeamos la zanja, en la dirección que indicó el capitán Rivadavia y dimos con otro sembrado de zapallos y sandías; nos costó hallar la rastrillada que conducía al toldo; pero guiados por los ladridos de los perros y por los fuegos, saliendo de un sembrado y entrando en otro, la hallamos al fin.

Llegamos al toldo.

Villarreal, su mujer y su hermana nos esperaban.

Eran las diez y media.

Nos recibieron con el mayor cariño.

Yo no quería detenerme por lo avanzado de la hora.

Me instaron mucho y tuve que ceder.

Entramos en el toldo, que era grande y cómodo, de techo y paredes pintarrajeadas.

Ardían en él tres grandes fogones.

-Señor -me dijo la mujer de Villarreal-, lo hemos esperado hasta hace un momento con unos corderos asados, pero viendo que era tan tarde y que no llegaba, creímos que ya no sería hasta mañana y acaban de comérselos los muchachos, que ahora se están divirtiendo; no han quedado más que los fiambres y la mazamorra; ¡siéntense! ¡siéntense! Estén ustedes como en su casa.

Nos sentamos alrededor de uno de los fogones, y mientras nos secábamos y comíamos, mandé mudar caballos.

Yo no tenía hambre, en cambio, Lemlenyi, Rodríguez, Rivadavia, Ozaroski y los franciscanos parecían animados de un entusiasmo gastronómico.

Trajeron unas cuantas gallinas cocidas y una hermosa olla de mazamorra muy bien preparada, tortas hechas al rescoldo y zapallo asado.

En un extremo del toldo se oía el ruido de la chusma ebria; casi todos los nichos estaban vacíos; en el que estaba detrás de mí dormía una vieja.

Tenía la cabeza apoyada en un brazo arrugado y flaco como el de un esqueleto y descubría un seno cartilaginoso que daba asco.

La cena empezó.

La mujer de Villarreal, viendo que yo no comía, me hizo una seña, se levantó y salió.

Salí tras de ella, y una vez afuera me dijo, con aire confidencial y brillándole los ojos como sólo le brillan a las mujeres cuando un pensamiento picaresco cruza por su imaginación:

-Carmen lo espera.

-¿Y dónde está mi comadre?

Allí.

Me indicaba un toldo vecino.

Llamé a un soldado para que me acompañara; lo confieso, tenía miedo de los perros y mientras mis compañeros llenaban el precioso hueco del estómago fui a hacer la visita prometida.

El hombre debe tener palabra con las mujeres, aunque ellas suelen ser tan pérfidas y tan malas; las cosas han de tener algún fin.