Una excursión: Capítulo 34


Efectos del aguardiente. Una mano femenil. Mi comadre Carmen me cuenta lo sucedido. Unas coplas. La vida de un artista en acordeón, en dos palabras. Preguntas y respuestas. Las obras públicas de Leubucó. Insistencia del organista. Un baño. Mariano Rosas en el corral. Cómo matan los indios la res.


El candil ardía y se apagaba como un fuego fatuo.

Buscando mi cama donde no estaba, porque los últimos humos del mareo me hacían ver todos los objetos trastornados, al revés, tropecé con la luz y la extinguí. Con los ojos de la imaginación veía el caos. Trataba de buscar un punto de apoyo para no caerme. Mis brazos funcionaban como las aspas de un molino. Me caí. Me levanté. Volví a caerme encima de los compañeros de rancho.

Ni los frailes, ni los oficiales sintieron la mole que repetidas veces se desplomó sobre ellos.

Mi ronca voz, ahogándose en la garganta, llamaba a un asistente. Nadie me oía.

Tanteando como un ciego perlático, cogí una cosa blanda, sedosa, suave, y, al mismo tiempo, percibí como en sueños un ruido de gallinas. Mi mano había asido de la rabadilla un gallo o pollo, despertando todo el gallinero de Mariano Rosas, que huyendo de la helada, sin duda, se había guarecido en nuestra morada, tomando posesión de mi lecho.

La sorpresa me hizo soltar mi presa, abandonar el punto de apoyo y caer de boca, posándola sobre algo blando, hediondo y frío.

Creí asfixiarme, porque no podía cambiar de posición.

Mis piernas parecían dislocadas, como las de un muñeco. Haciendo un esfuerzo supremo, me enderecé. Describí dos semicírculos con los brazos. Hallé una mano pequeña, pulida, caliente, que me sostuvo, arrastrándome poco a poco. Un brazo rodeó mi cuerpo. Recliné mi cabeza desvanecida sobre un seno palpitante y di unos cuantos pasos, lo mismo que un herido; alzóse el cuero de la puerta del rancho y penetró en él, hiriendo mis ojos medio abiertos, la luz crepuscular.

Confusamente percibí varias voces que decían:

-¿Dónde está ese coronel Mansilla?

-Dando más aguardiente.

Una voz contestó:

-No está aquí.

Y al mismo tiempo, cayendo el cuero de improviso, volvió a quedar el rancho envuelto en una completa obscuridad.

Oí como el murmullo de gente que refunfuña y ruido como el de pisadas que se alejan.

Sentí que una cosa áspera, como una tela de lana, repasaba mi rostro y que me empujaban hacia adelante.

Yo no era dueño de mí mismo. Obedecía, abría y cerraba los ojos. Vi entrar de nuevo la luz del alba en el rancho. Después sentí frío. Caminaba a la par de otra persona que con cariño me sustentaba.

Me quedé dormido.

Al rato me desperté al lado de un gran fogón.

En torno de él estaban tres mujeres y tres hombres, cristianos todos. Me habían hecho una cama con jergas y cueros. A mi lado estaba una china.

-¿Qué quiere tomar -me dijo-, mate o café? Fijé con agradecimiento los ojos en ella y reconocí a mi comadre Carmen.

-Café, comadre -le contesté.

Y mientras lo preparaba, contóme que cuando me separé de Mariano Rosas, ella estaba en la enramada, despierta por si algo necesitaba; que se deslizó entre las sombras de la noche, ayudándole a Miguelito a llevarme a mi rancho; que al salir, varios indios habían acudido a preguntar por mí; que fingiendo la voz de cristiano les había contestado que no estaba; y que para que no me incomodaran y me dejaran descansar, me había llevado a un toldo vecino en el que habitaban puros cristianos.

Me puse a tomar café. Gradualmente fueron desapareciendo los efectos narcóticos del aguardiente. La aurora, color de rosa, entraba con sus rayos de fuego por entre las rendijas del toldo. Cantaban los gallos, cacareaban las gallinas, relinchaban los caballos, bramaban los toros, oíase el balido de las ovejas, agitábase todo al despertar de la naturaleza.

Vibraron las notas de un mal tocado acordeón, y una voz que me hizo crispar los nervios, entonó unas coplas.

Señor coronel Mansilla

permítame que le cante.

Iba a tronar contra el negro, porque era él en cuerpo y alma el de la música, cuando entró en el toldo, y plegando su instrumento y sellando sus labios, interrumpió las coplas para decirme:

-Buenos días, mi amo, ¿su mercé ha pasado bien la noche?

Me pareció mejor írmele a las buenas, y así le contesté.

-Muy bien, hombre, gracias, siéntate. Pero con la condición que no has de tocar tu maldito acordeón, ni has de cantar. Ya estoy harto. Sentóse.

Le pasaron un mate, y entre chupada y chupada, me refirió su vida en cuatro palabras.

-Mi amo -me dijo-, yo soy federal. Cuando cayó nuestro padre Rosas, que nos dio la libertad a los negros, estaba de baja. Me hicieron veterano otra vez. Estuve en el Azul con el general Rivas. De allí me deserté y me vine para acá. Y no he de salir de aquí hasta que no venga el Restaurador, que ha de ser pronto, porque don Juan Saa nos ha escrito que él lo va a mandar buscar. Yo he sido de los negros de Ravelo.

Y aquí interrumpió la historia de su vida, entonando, o mejor dicho, desentonando, esta canción:

Que viva la patria
libre de cadenas
y viva el gran Rosas
para defenderla.

Le atajé el resuello, diciéndole:

-Hombre, ya te he dicho que no quiero oírte cantar.

Callóse, y mirándome con cierta desconfianza me preguntó:

-¿Usted es sobrino de Rosas?

-Sí.

-¿Federal?

-No.

-¿Salvaje?

-No.

-¿Y entonces, qué es?

-¡Qué te importa!

El negro frunció la frente, y con voz y aire irrespetuoso:

-No me trate mal porque soy negro y pobre -me dijo.

-No seas insolente -le contesté.

-Aquí todos somos iguales - repuso, agregando algo indecente.

Agarré una astilla de leña enorme, levanté el brazo, y diciéndole: ahora verás, iba a darle un garrotazo, cuando mi comadre Carmen me contuvo, diciéndome:

-No le haga caso, compadre, a ese negro borracho.

Dirigióse a él hablándole en araucano, y el negro, que se había puesto de pie, volvió a sentarse, diciéndome:

-Dispense, su mercé.

-¡Estás dispensado -le contesté-, pero cuidado con volver a tratarme como me has tratado!

Intentó desplegar su acordeón. Era en vano. Me hacía el efecto de una lima de acero que raspa los dientes.

Tuvo que renunciar a su pasión filarmónica. Tomó la palabra, y siguió hablando de sus opiniones políticas, y de las delicias de aquella tierra.

-Aquí hay de todo, mi Coronel -me decía. Al que es hombre de bien, lo tratan bien, y al que es pícaro, el general Mariano lo castiga, haciéndole trabajar en obras públicas.

Solté una carcajada amplia e ingenua.

-¿Las obras públicas?

-Sí, mi amo.

-¿Y qué obras públicas son esas?

-¡Ahhhhh!, los corrales del General.

En este momento entró, refregándose los ojos, el padre Marcos, atraído por la lumbre de nuestro hermoso fogón, buscando agua caliente para tomar un jarro de té.

Sentóse en la rueda el buen franciscano y siguió la charla, sazonándola el negro con algunas agudezas, y rogándome de vez en cuando que lo dejara tocar su acordeón.

-No, no -le decía yo-, prefiero oír un cuerno a tu acordeón.

Su aire favorito era el muy popular de arrincónemela [ 3 ] y esta tocata, recordándome a Buenos Aires, me entristecía.

Suplicaba.

Decididamente, el acordeón era para él una necesidad, como el violín para Paganini, el piano para Gottschalk.

Yo me negaba inflexiblemente.

No sólo me negaba a que luciera su habilidad, sino que le amenazaba con hacerle perder la gracia de Mariano Rosas, si no tenía juicio, mandándole a éste a mi regreso al Río Cuarto un organito de resorte.

-Entonces -le decía-, ya no serás un hombre necesario aquí.

Salió el sol; tenía necesidad de refrescar mi cuerpo. Recuerda, Santiago amigo, que no he dormido ni me he lavado, desde que estábamos en Calcumuleu.

Pregunté si no había por allí cerca dónde bañarse.

Me dijeron que sí, que a veinte cuadras de distancia había un gran jagüel, con piso de tosca, donde se bañaban de madrugada las chinas de Mariano y él mismo.

Le pedí a un cristiano que me lo enseñara.

Llamé a un asistente, hice traer un caballo, abandoné el fogón, salté en pelo y de una sentada estuve en el baño.

Hacía un frío glacial. Manuel Gazcón, que es un pato, un hidrópata por estudio, y por convicción, se habría deleitado allí.

Las abluciones despejaron mis sentidos y retemplaron mi cuerpo, borrando hasta los rastros de la mala noche. Me sentí otro hombre. Hice que mi asistente se bañara, y mientras él tiritaba de frío, dando diente con diente, por la falta de costumbre de zambullirse en el agua con el alba, yo me paseaba a largos trancos por la blanda arena, provocando la reacción. Se produjo, monté a caballo y tomé el camino de los toldos.

De regreso vi mucha gente, y una gran polvareda cerca de la orilla del monte. Corrían dentro de un corral. Cambié de dirección y fui a ver qué hacían.

Habían enlazado una vaca gorda y se disponían a carnearla. Mariano Rosas estaba allí, fresco como una lechuga. Se había bañado primero que yo. Nadie que no estuviera en el secreto habría sospechado la noche que había pasado. Los estragos hechos en su cuerpo por el aguardiente se descubrían, sin embargo, en la depresión de los párpados inferiores, cuyo tinte era violáceo.

En el instante de acercarme al corral, revoleaba el lazo para echar un piale. Lo recogió, y viniendo a mí con el mayor cariño y cortesía, me estiró la mano y me dio los buenos días, preguntándome cómo había pasado la noche, que si no me había incomodado. Estuve tan galante y afectuoso como él.

-Esa vaca gorda es para usted, hermano -me dijo.

Y súbito, revoleó el lazo y echó un piale maestro, y volviéndose a mí, haciendo pie con una destreza admirable, me dijo:

-Esto se lo debo a su tío, hermano.

Enlazada y pialada la res, cayó en tierra.

Creí que iban a matarla como lo hacemos los cristianos, clavándole primero el cuchillo repetidas veces en el pecho, y degollándola en medio de bramidos desgarradores, que hacen estremecer la tierra.

Hicieron otra cosa.

Un indio le dio un bolazo en la frente dejándola sin sentido.

En seguida la degollaron.

-¿Para qué es ese bolazo, hermano? -le pregunté a Mariano.

-Para que no brame, hermano -me contestó-. ¿No ve que da lástima matarla así?

Que la civilización haga sus comentarios y se conteste a sí misma, si bárbaros que tienen el sentimiento de la bondad para con los animales son susceptibles o no de una generosa redención.

Degollada la res, la abandonaron a las chinas. Ellas la desollaron, la descuartizaron y la despostaron, recogiendo hasta la sangre. Mariano Rosas y yo nos volvimos juntos a su toldo, conversando por el camino como dos viejos camaradas. Ni él ni yo hicimos mención para nada, de las escenas de la noche anterior.

Mariano montaba un caballo obscuro de su predilección, aperado con sencillez.

Era un animal vigoroso. Tenía la marca del general don Angel Pacheco.

Llegamos a su toldo. Nos apeamos, nos sentamos, y poco a poco comenzaron a llegar visitas, entrando y saliendo las gentes de la casa. Yo era objeto de todo género de atenciones. Me cebaron mate, me sirvieron un churrasco gordo, suculento, chorreando sangre, a la inglesa.

Me lo comí todo entero, quemándome los dedos y chupándomelos después, como se estila en esta tierra. Donde no hay manteles ni servilletas, ¿qué otra cosa se ha de hacer?

Mariano me pidió permiso para dejarme solo un momento. Salió, desensilló el obscuro, lo soltó, ensilló un moro, y lo ató de la rienda en el palenque. Dio algunas órdenes y volvió a la enramada sobando una manea.

-Hermano -me dijo-, a mí me gusta hacer yo mismo mis cosas. Así salen mejor. Mi apero no lo maneja nadie, ni mis caballos tampoco.

Mi padrino era lo mismo cuando yo lo conocí. A Dios gracias soy hombre sano.

Después de esto cambiamos algunas palabras sin interés. Por último me ofreció presentarme su familia.

Mañana estaremos de recepción.