Una excursión: Capítulo 20
- El camino de Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando un monte. Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.
El camino de Calcumuleu a Leubucó corría en línea paralela con el bosque que teníamos hacia el naciente, buscando una abra, que formaba una gran ensenada. De trecho en trecho se bifurcaba, saliendo ramales de rastrilladas para las diversas tolderías. Reinaba mucho movimiento en el desierto.
De todos lados asomaban indios, al gran galope siempre, sin curarse de los obstáculos naturales del terreno, donde caballos educados como los nuestros o los ingleses habrían caído postrados de fatiga a los diez minutos por vigorosos que hubieran sido. Subían rápidos a la cumbre de los médanos de movediza arena y bajaban con la celeridad del rayo; se perdían entre los montecillos de chañar, apareciendo al punto; se hundían en las blandas sinuosidades y se alzaban luego; se tendían a la derecha, evitando un precipicio, después a la izquierda rehuyendo otro, y así ora en el horizonte, ora fuera de la vista del plano accidentado, cuando menos pensábamos brotaban a nuestro lado, por decirlo así, incorporándose a mi comitiva.
Ibamos formados a ratos, yendo yo con Caniupán adelante, sus indios atrás y después de éstos mi gente; otras veces en dispersión.
Andando con indios no es posible marchar unidos.
Ellos le aflojan la rienda al caballo para que dé todo lo que puede, sin apurarlo nunca; de modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto se quedan atrás y los otros se van adelante.
Toda marcha de indios se inicia en orden; al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En ésta, pelean unidos o en dispersión, a pie unos, a caballo otros, interpolados todos según las circunstancias.
En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados, pelearon interpolados. Mi gente, siendo inferior en número, había echado pie a tierra. Le llevaron tres cargas, que fueron rechazadas a balazos, y al dar vuelta caras, los pedestres se agarraban de las colas de los caballos, y ayudados por el impulso de éstos, se ponían en un verbo fuera del alcance de las balas.
En marcha que no es militar, los indios no reconocen jerarquías.
Lo mismo es para ellos la derecha que la izquierda, ir adelante que atrás: -el capitanejo, el cacique menor o mayor, todo es igual al último indio. El terreno, el aire de la marcha y el caballo deciden del puesto que lleva cada uno. ¿Va bien montado el cacique? Se le verá adelante, muy adelante. ¿Va mal montado? Se quedará rezagado. Y el lujo consiste en tener el caballo de galope más largo, de más bríos y de mayor resistencia.
Ya veremos cómo los mismos caballos que nos roban a nosotros, pues ellos no tienen crías ni razas especiales, sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación.
Al llegar a la entrada del bosque, viendo que mi gente marchaba formando una chorrera y que mis caballos no podían resistir a un galope largo sostenido por la arena, que se enterraban hasta las rodillas no obstante que seguíamos las sendas de la rastrillada, le dije a Caniupán:
-Hagamos alto un rato, los padrecitos vienen muy cansados.
Era un pretexto como cualquier otro.
Caniupán sujetó de golpe su caballo, yo el mío, los que nos seguían unos después de otros; lo mismo hicieron los indios que nos precedían, cuando se apercibieron de que estábamos parados, y poco después formábamos dos grupos, envueltos en una nube de arena.
Para ganar tiempo y dar más alivio a mis cabalgaduras, mandé mudarlas. Los indios no echaron pie a tierra. Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera del pescuezo del animal, y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen largo rato, horas enteras a veces. Ni para dar de beber se apean; sin desmontarse sacan el freno y lo ponen. El caballo del indio, además de ser fortísimo, es mansísimo. ¿Duerme el indio?, no se mueve. ¿Está ebrio?, le acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y le baja la rienda?, allí se queda. ¿Cuánto tiempo?, todo el día. Si no lo hace es castigado de modo que entienda por qué. Es raro hallar un indio que use manea, traba, bozal y cabestro. Si alguno de estos útiles lleva de seguro que anda redomoneando un potro, o en un caballo arisco, o enseñando uno que ha robado en el último malón.
El indio vive sobre el caballo, como el pescador en su barca: su elemento es la Pampa, como el elemento de aquél es el mar.
¿Adónde va un indio que no ensille, que no salte en pelo? ¿Al toldo vecino que dista cuadras? Irá a caballo. ¿Al arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca a su misma morada? Irá a caballo. Todo puede faltar en el toldo de un indio. Será pobre como Adán. Hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros, en el palenque hay siempre enfrenado y atado de la rienda un caballo.
A horse ¡A horse! ¡My kingdom for a horse!
Todo, todo cuanto tiene dará el indio en un momento crítico, por un caballo.
Mudábamos, tomando a mano.
Es una operación campestre entretenida, no haciéndola torpemente, es decir, enlazando.
Cada grupo de mi gente rodeaba su tropilla. La madrina estaba maneada. Los animales remolineaban a su alrededor. Entre varios tenían dos o más lazos formando un círculo a manera de corral. Entraban en él, uno después de otro, por turno de numeración, los que iban a mudar. El encargado de la tropilla elegía un caballo de los menos sobados, lo designaba diciendo verbigracia: el oscuro overo, para el número 4; y el individuo determinado así, con el freno y el bozal en la siniestra, se acercaba a aquél con maña, con cuidado de no asustarlo, buscándole la vuelta, echándole de lejos sobre el lomo, si no era manso, la punta de la rienda o del cabestro, a cuyo contacto se queda casi siempre quieto el manso y dócil corcel.
La operación de mudar tomando a lazo en el medio del campo, a más del riesgo de que los caballos menos asustadizos se espanten, disparen y se alcen, es sumamente morosa, requiere gran destreza y ofrece peligros; de todos los ejercicios del gaucho, del paisano, el más fuerte, el más difícil y el más expuesto de todos es el del lazo. Cualquiera maneja en poco tiempo regularmente las boleadoras. Ni ser muy de a caballo se requiere: siquiera mucha fuerza. El manejo del lazo al contrario, demanda completa posesión del caballo, vigor varonil y agilidad.
Mientras mudábamos, llegaron varios indios del norte, de afuera, como dicen ellos. Nosotros le llamamos así al sur.
Viendo sus caballos tan trasijados, le pregunté a Caniupán:
-¿De dónde vienen éstos?
-Esos viniendo de afuera, boleando -me contestó.
Eran las últimas descubiertas que regresaban, pero Caniupán no quería confesarlo.
-¿Qué habiendo por los campos, hermano? -le agregué.
-Muy silencio estando Cuero, Bagual y Tres Lagunas.
-¿Entonces, indios no desconfiando ya de mí? -proseguí.
Camilo Arias interrumpía el diálogo, avisándome que estábamos prontos.
-¡A caballo! -grité, montamos, nos pusimos en marcha, y pocos minutos después entrábamos en el monte de Leubucó.
Sendas y rastrilladas grandes y pequeñas, lo cruzaban como una red, en todas direcciones. Galopábamos a la desbandada. Los corpulentos algarrobos, chañares y caldenes, de fecha inmemorial; los mil arbustos nacientes desviaban la línea recta del camino, obligándonos a llevar el caballo sobre la rienda para no tropezar con ellos, o enredarnos en sus vástagos espinosos y traicioneros,
Nuestros caballos no estaban acostumbrados a correr por entre bosques. Teníamos que detenernos constantemente por ellos, expuestos a rodar, y por nosotros mismos, expuestos a quedarnos colgados de un gajo como arrebatados por un garfio.
La torpeza nuestra era sólo comparable a la habilidad de los indios; mientras nosotros, a cada paso, hallábamos una barrera que nos obligaba a abreviar el aire de la marcha, a ir al trote y al tranco, hacer alto y proseguir, ellos seguían imperturbables su camino, veloces como el viento. Pronto, pues, salieron ellos del bosque, quedándonos nosotros atrás. Yo no podía perder de vista que conmigo iban los franciscanos, y no era cosa de dejarlos en el camino, ni de exponerlos a columpiarse contra su gusto en un algarrobo. Demasiada paciencia habíamos tenido ya, para perderla cuando llegábamos, Dios mediante, al término de la jornada.
Los indios me esperaban en una aguadita al salir del bosque; en un gran descampado, sucesión de médanos pelados, tristes, solitarios.
A lo lejos, como una faja negra, se divisaba en el horizonte la ceja de un monte.
-Allí es Leubucó -me dijeron, señalándome la faja negra.
Fijé la vista, y, lo confieso, la fijé como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡allí es la gran muralla!
Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado.
Los ecos de la civilización van a resonar pacíficamente por primera vez, donde jamás asentara su planta un hombre del coturno mío.
Grandes y generosos pensamientos me traen; nobles y elevadas ideas me dominan; mi misión es digna de un soldado, de un hombre, de un cristiano -me decía; y veía ya la hora en que reducidos y cristianizados aquellos bárbaros, utilizados sus brazos para el trabajo, rendían pleito homenaje a la civilización por el esfuerzo del más humilde de sus servidores.
Aspiraciones del espíritu despierto, que se realizan con más dificultad que las mismas visiones del sueño, ¡apartaos!
El hombre no es razonable cuando discurre, sino cuando acierta.
Vivimos en los tiempos del éxito.
Nadie lucha contra los que tienen treinta legiones aunque la conciencia pueda más que todas las legiones del mundo.
Alguien habrá que lo intente algún día. Y no con el desaliento del gladiador, que anticipándose a su destino y mirando al César encumbrado sobre las más altas gradas del circo, exclamaba: «Los que van a morir os saludan», sino como el fuerte y viril republicano:
«Primero muerto que deshonrado»
Donde los indios me esperaban, hicimos alto: mandé aflojar las cinchas, dar un descanso a los caballos y de beber después.
Hecho esto, en dos grupos unidos que no tardaron en deshacerse, nos pusimos en marcha al galope, con la mirada fija en la faja negra.
Galopábamos en alas de la impaciencia y de la curiosidad.
No había sido fácil empresa llegar hasta la morada de Mariano Rosas. ¡Hasta los bárbaros saben rodearse de aparato teatral para deslumbrar o embaucar a la multitud!
De repente hizo alto un grupo de indios que nos precedía.
-Hay alguna novedad -me dijo Mora-, porque si no aquéllos no se habrían parado.
-¿Y qué será?
-Cuando menos han avistado algún parlamento.
-¿De quién?
-Del General Mariano.
-¿Y cuántos tendremos que encontrar antes de llegar a Leubucó?
-Quién sabe, señor; eso depende de los honores que el General le quiera hacer.
Un indio venía a media rienda hacia nosotros, destacado del grupo que acababa de hacer alto, en busca de Caniupán.
Sujetamos.
Habló con él en su lengua y luego, partió a escape, contramarchando. Caniupán me dijo:
-Viniendo parlamento.
-Me alegro mucho.
-Topando con él, galope.
-Bueno, topando al galope.
Y esto diciendo, nos pusimos al gran galope sin reparar en nada.
Yo echaba de cuando en cuando la vista atrás, y veía a mis franciscanos, expuestos sin remisión a dar una furiosa rodada, y contenía un tanto la carrera de mi caballo para, que aquéllos se me incorporan, pues Caniupán me decía a cada momento: Poniendo padre a tu lado.
Así íbamos ganando terreno, levantando torbellinos de arena, rodando más de cuatro en pocos instantes y viendo una nube que transparentaba diversos colores, avanzar sobre nosotros.
Coronamos el dorso de un médano y distinguimos claramente un grupo como de cincuenta jinetes.
-Ese son, poquito galope -dijo Caniupán recogiendo su caballo.
-Bueno, amigo -le contesté, igualando mi caballo con el suyo.
Así seguimos un momento, hasta que hallándonos como a seiscientos metros:
-¡Ese son hermano, topando! -dijo Caniupán y se lanzó violento. Le seguí y mi gente me imitó.
Los franciscanos no se quedaron atrás.
Yo no sé cómo hicieron; pero el hecho es que llegaron junto conmigo hasta el punto en que diciendo y haciendo, Caniupán gritó:
-¡Parando, hermano!
Los dos grupos, el que iba y el que venía, sujetamos al mismo tiempo, quedando como a veinte pasos uno de otro.
Del que venía salió un indio.
Del nuestro salió otro.
Se colocaron equidistantes de sus respectivos grupos y mirando el uno para el norte y el otro para el sur, tomó la palabra el que venía de Leubucó.
¿Cuánto tiempo habló?
Hablaría seguido, sin interrupción alguna, sin tragar la saliva, como cinco minutos.
¿Qué dijo?
Lo sabremos después.
Le contestó el otro en la misma forma y modo.
¿Qué dijo?
Lo sabremos también después.
Tres preguntas y respuestas se hicieron.
Le pregunté a Mora qué habían conversado.
Me contestó que el uno me había saludado, y el otro había contestado por mí; que el uno representaba a Mariano Rosas y el otro me representaba a mí, según orden de Caniupán que acababa de recibir.
-Pero, hombre -le observé-, ¿tanto ha hablado sólo para saludarme?
-Sí, mi Coronel, es que los dos son buenos lenguaraces -oradores quería decir.
-Pero, hombre -insistí-, si han hablado un cuarto de hora, ¿cómo no han de haber hecho más que saludarme?
-Mi Coronel, es que las razones que traía el parlamento de Mariano las ha hecho muchas más, y el de Ud. ha hecho lo mismo para no quedar mal.
-Y ¿cuántas razones traía el de Mariano?
-¡Tres razones no más!
-¿Y qué decían?
-Que cómo está usía, que cómo le ha ido de viaje, que si no ha perdido caballos, porque en los campos solos siempre suceden desgracias.
-¿Y para decir eso ha charlado tanto, hombre?
-Sí, mi Coronel; no ve que cada razón la han hecho diez razones.
¿Y qué es eso, hombre?
Es, mi Coronel...
Decía esto Mora, cuando Caniupán nos interrumpió, proponiéndome que saludara a la comisión que acababa de llegar.
Deferí a su indicación y comenzó el saludo.
Tendrás paciencia, hasta mañana, Santiago amigo, y el paciente lector contigo.
La paciencia es una virtud que conviene ejercitar en las cosas pequeñas, que en las grandes yo opino como Romeo, por boca de Shakespeare.