Una cristiana
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XI

Capítulo XI

Aquel día, cuando subimos a tomar café al «cenador», donde ya a prevención había sillas, bancos y veladores rústicos en cantidad suficiente, el Tejo estaba más atractivo que nunca. Una brisa fresca, procedente de la Ría, hacía ondular ligeramente las ramas; el sol, hiriendo de lleno su copa, la doraba y arrancaba del árbol ese perfume penetrante y algo resinoso que aumenta en nuestro corazón la embriaguez de la vida. La altura a que nos hallábamos suspendidos podía persuadirnos de que éramos aves; a mí se me ocurrió que los pájaros tenían bien grata morada en el seno del coloso; y de repente, como si la naturaleza se complaciese en infundirme uno de esos deseos imposibles de satisfacer con que ilude a los mortales, me entraron ganas, mejor diré ansias y soledades de volar, de perderme en aquellos espacios azules, puros e inmensos que veíamos al través de las aberturas que siempre ofrece el ramaje. Cuando noté que estaba envidiando a las gaviotas que allá a lo lejos descendían sobre los peñascos de San Andrés, me acusé de insensato y haciendo un esfuerzo atendí a la conversación.

Llevaba la voz cantante, como no podía menos de suceder, el Padre Moreno, afirmando una vez más a su auditorio que él se había encontrado siempre mejor en Marruecos que en España; mejor entre moros que entre cristianos «de estos de por acá».

-No crean ustedes -apresurose a añadir- que en África hacemos vida regalada los frailes. Si allí me hallo más a gusto, es porque aquella pobre gente se desvive por uno y le manifiesta gran respeto. Yo aprendí el árabe, aunque no como mi hermano en religión el Padre Lerchundi, lo bastante para entenderme. ¡Pues si viesen ustedes qué útil me fue! Para aquellos infelices es una recomendación el habito. Nos llaman, en su idioma, santos y sabios... ¡Lo mismito que por aquí!

-Más claro no puede decir el padre que le agradaría pasarse al moro -advirtió don Román.

-Moro, ya lo fui -respondió con viveza el fraile-. Es decir -rectificó enseguida-, ya supondrán ustedes que no me hice mahometano, ni yo digo mahometano, esto es, sectario de Mahoma, sino moro, que significa hijo del África; mauritano.

-Ya entendemos, ya entendemos que usted no renegó -exclamó mi futura tía con el acento de apacible y tierna broma que adoptaba siempre al dirigirse al Padre.

-No, hija, renegar no: por la misericordia divina no llegué a eso.

-Pues cuéntenos cómo fue moro.

-¡Anda! ¡Caramelo! ¡Pues apenas tiene que contar! Es una historia muy larga... Si hasta anduvo en periódicos: la Revista Popular Barcelona insertó sobre eso un artículo.

-¡Ay, cuente, cuente por Dios!

No deseaba otra cosa el fraile, a juzgar por la complacencia con que se avino a narrar su historia. Echó mano al pañuelo que llevaba en la manga, y se limpió los labios del anisado que acababa de beber.

-Pues verán ustedes... Era poco antes de la Restauración, cuando andaban aquí más desatadas las cosas políticas y la república traía revuelta a toda España. Yo estaba en Tánger, bien contento, porque como les he dicho a ustedes África me gusta muchísimo. Pero somos hijos de la obediencia, y cátate que me encuentro con la orden de tocar tabletas para España... nada menos que a Madrid. Y el caso es que no se podía venir con el hábito: bonitos estaban los tiempos para hábitos, señores. Ea, Moreno -dije yo para mí-, ahora tocan a desenfrailar (por fuera) y convertirse en un caballerete... Ya saben ustedes que allí nos dejamos siempre la barba, lo cual ayuda mucho para la esencia del disfraz, porque una de las cosas en que más se conoce al eclesiástico vestido de seglar es en la rasuración. La corona la teníamos bastante descuidadilla: de modo que con abandonarla enteramente los días que precedieron al viaje e igualarla después con el resto del pelo, estábamos corrientes. La vestimenta se encargó al mejor sastre. Y los accesorios... porque el traje de caballero tiene mil accesorios... de esos se encargaron las señoras que yo trataba, y en especial las del Cónsul inglés. Estas damas me querían muchísimo, y eran personas que entendían los perfiles de la elegancia, y cómo se emperejila un señor. Ellas me prepararon calcetines, ¡de seda, bordados y todo!, corbatas, camisolas, y hasta pañuelos marcados con mi cifra. Pero todo el pío era verme puestas las galas. «Padre Moreno, después de vestido vendrá usted a enseñarme... Padre Moreno, es preciso que nosotras le demos la última mano, si no irá hecho una visión... No nos quite usted ese gusto, Padre Moreno». Yo me cuadré. «¿Soy algún mico, para andar haciendo las habilidades? A otra puerta. Lo que es del fraile no se han de reír. No me verán vestido. Si lo quieren así, bueno, y si no perdemos las amistades». Llega el día y yo me emperifollo de pies a cabeza; no me faltaba ni el más pequeño detalle, incluso gemelos en los puños, que hasta eso me habían regalado. Me visto en el convento, y por calles excusadas salgo a tomar un barquichuelo que me lleva a bordo. ¿Pues creerán ustedes que así y todo aquellas buenas señoras se las arreglaron para verme? Al saber que iba a zarpar el vapor, se plantaron en los balcones muy armadas de gemelos marinos, y como yo estaba tan descuidado, sobre el puente, ellas me contemplaron muy a su sabor. Dicen que les parecía yo una persona diferentísima... ¡Claro! ¡pues si llevaba mi americana o cazadora, y mi cartera de viaje, y sombrero ladeado, y guantes de dos botones!

Hubo una explosión de risa en el auditorio, al figurarse al Padre Moreno en tan gentil atavío.

-¿Y después, y después? -preguntó la novia interesadísima.

-Desembarqué en Gibraltar... ¡menuda rabia que me dio ver flotando allí el banderín inglés! Desde allí volví a embarcarme con dirección a Málaga. No me ocurrió cosa de mayor importancia, sino encontrarme a dos sacerdotes ingleses, católicos, y conversar con ellos en latín (porque inglés no lo diquelo) sobre los grandes adelantos del catolicismo en Inglaterra. De Málaga me fui a Granada. Francamente, rabiaba por ver esa ciudad tan hermosa, tan celebrada en todo el mundo, y por visitar la Alhambra y el Generalife. A los primeros pasos que doy, por las calles de Granada, ¡zas! me encuentro un conocido, un juez a quien trataba yo allá en Canarias, y que se me queda mirando atónito; ¡claro está! sin resolverse a dar crédito a sus ojos. Yo me fui hacia él, y no tuvo más remedio que convencerse. Nos explicamos, me convidó al café, y quedamos citados para ver al otro día juntos la Alhambra, en unión de algunos compañeros suyos de fonda. Le supliqué no les dijese que yo era fraile. Me lo prometió, y verán ustedes que aún hizo más de lo prometido. En efecto, cuando nos reunimos a la mañana siguiente, venía él acompañado de tres militares, dos médicos in fieri y un sacerdote; y al divisarme desde lejos, pónese a gritar fingiendo sorpresa: «¡Hola, Aben Jusuf. ¿Usted por aquí?». «¡Cáspita! ¡Quién contaba con usted en tal sitio y a tal hora!» respondí yo comprendiendo el objeto de mi amigo. «Por Alá, que al salir de Marruecos no esperaba tan buen encuentro». Los compañeros ya alborotados le preguntaban al oído a mi amigo: «Pero qué, ¿este caballero es moro?». Y mi amigo, por no mentir descaradamente, contestó: «Bien lo conocerán en el nombre: Aben Jusuf le he llamado». «¿Y es amigo de usted?». «Sí, le conocí en Canarias, donde fue a tomar unos baños». «¡Hombre! convidarle a ver la Alhambra, por ver qué dice». «Corriente». Acepté el convite, por supuesto: como que lo tenía aceptado desde la víspera. Mi amigo, acercandose a mí, me tendió la mano y me dijo: «Aben Jusuf, yo le convidaría a venir con nosotros a la Alhambra; pero temo causarle impresiones tristes». Repuse, que, en efecto, había de ser triste para un hijo del desierto la vista de monumentos erigidos por sus antepasados y que ya no pueden habitar; pero que por no desairar su compañía y la de aquellos señores, iría de buena gana...

-¿Y seguían teniéndole a usted por moro? -preguntó el señor de Aldao.

-¡Vaya! Y por tan moro: por morísimo. Yo representaba mi papel con toda seriedad. A uno de los acompañantes le oí que decía a los demás: «Buen tipo de raza tiene este moro». En cada puerta, en cada ajimez, en cada patio, yo me detenía como entristecido y caviloso, pronunciando frases entrecortadas, así como una especie de gruñidos de pena: en fin, lo que imaginaba que un moro debía expresar allí. Una vez me eché mano a la barba...

-¡Ay Padre Moreno! -exclamó mi futura tía-. ¡Quién me diera verle con la barba!

-¡Naranjas! ¡Verdad que no me has visto! -exclamó el fraile moro soltando el hilo de la narración-. Aguárdate, mujer, que aquí debo de tener yo... Espera... -Y rebuscando en la joroba de su manga, sacó una cartera desflorada y pobre, y de ella una tarjeta fotográfica que en un momento recorrió toda la sociedad apiñada en el segundo piso del árbol. Las mujeres lanzaban chillidos de admiración y Candidiña exclamó con maliciosa bobería: «¡Qué buen mozo era, Padre Moreno!». Cuando me llegó mi turno, no pude menos de convenir para mi sayo en que efectivamente resultaba buen mozo. La longitud del cabello y lo poblado de la barba acentuaban el carácter siempre franco y varonil de la figura del fraile: el cual, terminado el incidente del retrato, prosiguió:

-Pues yo me eché mano a esas barbazas que ven ustedes ahí, y con gran formalidad exclamé: «Si España continúa por el camino que ha emprendido desde hace algunos años, Alá volverá a conducir los caballos africanos a estas llanuras, que aún recuerdan en medio del desierto». Y luego me volví hacia los presentes, sin mirar a mi amigo que se volvía loco para reprimir la risa, y les dije: «Perdonen, señores, a un hijo del África; estos conceptos se me han escapado sin yo poderlo remediar...». ¡Allí vería usted a aquellos hombres entusiasmados con mi salida! «No, no, que nos parece muy bien; ole los moros simpáticos...» y otros dichos del mismo género. Pero el apuro fue citando empezaron a hacerme preguntas sobre la que ellos creían mi religión y las costumbres de mi supuesto país. A uno se le ocurrió interrogarme «si era cierto que la ley de Mahoma autoriza para casarse con muchas mujeres» y, entonces otro, oficial de caballería por más señas, saltó diciendo...: «¡Ajo! eso es lo mejor que tiene la ley de Mahoma...».

Algazara general provocó esta parte del relato. Mi tío se apretaba la frente; el señor de Aldao la cintura; Serafín hipaba; Carmiña reía de muy buen corazón y yo le hacía el dúo.

-¿Y cómo salió usted del paso, Padre Moreno? Vamos a ver... que eso será curiosísimo.

-Oigan ustedes -dijo el fraile errando se hubo aquietado un poco la greguería-. Yo me puse serio, sin amoscarme, y les dije en un tono así... muy natural: «Señores, aunque nos llaman bárbaros y fanáticos, sabemos reconocer los defectos de nuestra legislación. He viajado mucho, he estudiado la constitución íntima de muchas sociedades, y pueden asegurar que nada mu encanta tanto como una familia de un solo varón y una sola mujer, consagrados a amarse mutuamente y a proteger al fruto de sus amores. Ni el corazón del hombre, ni el reposo y tranquilidad de la familia, ni la dignidad de la mujer se realzan y consolidan con la poligamia. Hasta ni la sensualidad se satisface, porque... como ustedes saben... la sensualidad es una hidropesía nogal, que siempre acaba por engendrar el aburrimiento... el fastidio».

-¡Bravo, Padre!

-¡De primera! ¿Y qué respondieron ellos?

-No crean ustedes que lo digo por alabarme... Se quedaron de una pieza. El oír que me expresaba así les dejó estupefactos. El oficial me miraba, y abría una boca de a palmo. ¿Y por dónde dirán ustedes que salió el bribón así que pudo recobrar su aplomo? Pues se encaró conmigo y me preguntó muy formal: «Y usted, Aben Jusuf, ¿cuántas mujeres tiene?». El auditorio soltó nuevamente la rienda a la hilaridad.

-¡Ay, qué lance!

-¡Arre, ese se iba al bulto!

-¿Y usted que contestó?

-Yo... A la verdad, así de pronto me quedé un poquito parado. Pero se me ocurrió una idea, vi como un rayito de luz... y verán ustedes como le paré los pies: «El señor (y señalaba a mi amigo) conoce mis gustos. Soy hombre que no quiere sacrificar su afición a los viajes y su independencia a la obligación de sostener una esposa y una familia. Quiero ser libre como el ave y por eso he formado, desde muy antiguo, la resolución de no casarme nunca».

-¿Y se dieron por satisfechos con esa razón? ¿No preguntaron algo más?

-Sobre eso nada -respondió el fraile-. La conversación cesó de girar sobre mujeres. Se habló de política, y ahí tenía yo el camino más expedito aún. Los mediquillos y dos de los militares, que eran más liberales que Riego, empezaron a ponderar los beneficios de la revolución. Entonces les dije que ese concepto de libertad acaso lo entendía yo, moro, de distinta manera que ellos. «Dispénsenme, que al fin soy extranjero aquí, y explíquenme cómo es que habiendo tanta libertad para todo el mundo, me han asegurado que no consienten ustedes unos hombres a quienes respetamos mucho por allá; una especie de santones cristianos que llevan túnica parduzca, los pies casi descalzos... y, se llaman... se llaman...». Chilló el oficialito: «¡Frailes!... Buenos peines están... Entre moros, que los dejen entre moros...». Yo, sin hacerle caso, proseguí: «Allá en Marruecos se les respeta mucho, y ellos contribuyen a infundirnos cariño a esta tierra española que consideramos nuestra segunda patria... Yo me admiro de que aquí (según refiere la historia de ustedes que he leído, porque soy amigo de leer) les hayan degollado bárbaramente el año 34 en Madrid y el 35 en Vich, Zaragoza, Barcelona y Valencia, quemándoles las casas... ¿Estoy, equivocado o fue así? Esto no lo ejecutamos en Marruecos con gente inofensiva dedicada a rezar y a hacer penitencia...». Ellos, callados como difuntos. Uno dio al otro un codazo y le oí que decía: «¡ves qué ilustrado es el morito!». «Nos ha jeringado», replicó el otro. Así dijo: jeringado.

-Y al fin, ¿en qué paró todo eso de la morería?

-¡Bah! Pueden ustedes suponer en lo que paró. Al regresar a Granada y meternos por las callejuelas tortuosas, cerca ya de mi posada, me volví hacia aquella gente, y dije con mucha seriedad: «Señores, lo de moro ha sido una broma. Yo no soy sino un pobre fraile franciscano, que gracias a la libertad reinante ha tenido que disfrazarse de moro para venir a su país natal. En mi verdadero ser saludo a ustedes». Di media vuelta y me largué, dejándolos más pasmados que nunca.

La aventura del fraile, referida con puntualidad y gracia, nos infundió deseos de conocer el final del viaje. El Padre Moreno contó su estancia en los baños de Lanjarón, sus polémicas con un caballerete desvergonzado y boquirroto, a quien hizo callar en la mesa redonda dejándole más comedido que un anacoreta; su viaje a Madrid en un tren de segunda, siempre oficiando de moro y siempre valiéndose de su disfraz mauritano para censurar los abusos de la España contemporánea. «Como lo decía un moro», advirtió el Padre, «no sólo no lo llevaban a mal, sino que hacían efecto mis predicaciones. Si averiguan que era fraile, hubiera bastado para que me enviasen a paseo. Y en verdad me causaba disgusto grandísimo no poder gritar: fraile soy, fraile seré y fraile he de morir si Dios lo permite. Sólo que como no iba uno a Madrid para divertirse sino para lo que le mandaban, era preciso tascar el freno y echarla de moro. Tan bien me penetré de mi papel, que ni una sola vez me deslicé a hacer un movimiento propio de fraile; jamás busqué el pañuelo en la manga, sino en el bolsillo izquierdo de mi cazadora. Hasta me parece que la morería de las barbas causaban su poquillo de aprensión a aquellos señores y que no les gustaba armar quimera con Aben Jusuf».

Salimos del cenador cuando ya casi anochecía. Iba la novia tan radiante de animación, comentando tan alegremente el relato del Padre, que cruzó por mi mente una sospecha respecto al Abencerraje con sayal. Procuré desecharla, pero formulando las ideas que me bullían en la mente, decidí:

-Del Padre no será, pero lo que es de mi tío... tampoco, tampoco.