Una cristiana de Emilia Pardo Bazán
Capítulo X

Capítulo X

A la mañana siguiente nos bañamos en la preciosa playa; nos paseamos por San Andrés, dándonos tono, pues nuestra presencia era acontecimiento en el pueblecito, visitamos la iglesia parroquial, cogimos lapas, nácaras y bocinas, y a las nueve estábamos en el Tejo, dispuestos a despachar el chocolate. El Padre Moreno no nos acompañara: prefería el baño por la tarde, pues no le gustaba prescindir de su misa. Mi tío no se había presentado aún, ni vendría hasta la una, hora de comer; y Carmiña, libre de la obligación de charlar con su novio, me prestó atención, y hasta me dio indicios de confianza y afecto.

-Anoche se retiró usted temprano porque se aburría. No sabemos realmente con qué divertirle, y si usted no procura buscarse entretenimiento... En el campo...

-No se apure por eso, Carmiña. El campo me gusta muchísimo. Nunca me aburro en la aldea. Este sitio es precioso. Hoy, tomé un baño más rico...

-¿Y esa ingrata de Benigna? ¡Cuánto siento que no venga! Es muy simpática su mamá de usted, y yo siempre la quise. Ahora... con más razón.

-Ya ve usted... A mamá no le es fácil moverse. Nunca falta que hacer por allá...

Después de estos lugares comunes, mi futura tiíta y yo nos quedamos hechos unos páparos, sin saber qué decirnos. Ella, al fin, discurrió un acto de cortesía y amabilidad.

-Como me trajo usted una fineza tan mona... ¿quiere ver las demás que he recibido? Las tenemos en una habitación aparte, porque si no, las chiquillas son tan curiosas y tan amigas de revolver, que... Por aquí.

Echó a andar y yo tras ella: en el bolsillo de su traje, al compás de sus pasos, sonaban varias llaves, haciendo una musiquilla graciosa, familiar. Sacó el manojo, y abierta la puerta misteriosa, descorridas las cortinas, brotaron en todo su esplendor las magnificencias del equipo.

Cuando digo magnificencias, no hay que entenderlo en sentido absolutamente literal, porque bastantes objetos olían a provincia, y otros, aunque de origen madrileño, no eran de exquisito gusto, al menos según puedo yo juzgar de estas materias. La novia iba explicándome todo. Aquel vestido de raso negro, con bordados de azabache, era regalo del novio, como también los pendientes de la perla rodeada de brillantes. Papá se había despilfarrado con un traje azul marino, seda rica, muy buena combinación de brochado; y por allí andaban los sombrerillos correspondientes. Otro traje pareció muy lindo a mis ojos profanos: de seda blanco hueso, lucía delante una sutil red que imitaba perlas, una preciosa cola, y dos grupos de hojas y flores colocados con exquisita gracia. Este -declaró Carmiña- era una inutilidad, un capricho de la señora de Sotopeña, encargada en Madrid de la elección de las galas, y que se había empeñado en que la novia no podía estar sin un traje de sociedad. Las joyas ofrecidas por el papá eran arreglo de un aderezo antiguo: había un hermoso broche y no sé qué otras menudencias. La familia Sotopeña había contribuido con un abanico riquísimo, la Vicaría de Fortuny, varillaje de concha. El hermano de la novia, un brazalete bastante cursi... Después, una serie de joyeros, álbumes, cacharros, los mil cachivaches tan vulgares como inútiles, que sólo se compran y venden a pretexto de santos y bodas... Detrás de ellos, en un rincón, como avergonzado, descubrí un objeto rarísimo: una ratonera enorme...

-¿Pero quién le ha regalado a usted esto? -pregunté sin contener la risa.

-¿Quién había de ser sino Serafín? -respondió acompañándome en mi hilaridad.

-¿Pero es posible?

-Y venía tan ufano. Quisiera que usted le viese, con su ratonera enarbolada, diciendo: «Esto al menos sirve de algo».

-¿Pero ese Serafín es tonto, o loco, o qué es?

-En mi opinión, no ha pasado de chiquillo. Su corazón no es malo, y a veces tiene dichos de persona lista. Pero a los dos minutos se le va el santo al cielo, y habla mil simplezas. Acertará por ejemplo en un punto de teología o de moral -esto lo sé porque lo dice el Padre Moreno- y en cambio es tan romo para las cosas más sencillas, que una vez que le pusimos delante unas despabiladeras encargándole que despabilase una vela, las cogió, las estuvo mirando, mojó los dedos con saliva, despabiló con ellos, y abriendo las despabiladeras metió dentro el pábilo, diciendo muy ufano: «¡Bien te entiendo, cajetilla!».

Nos duraba la risa de esta anécdota cuando salimos al jardín. La futura tití me enseñó las dependencias, el gallinero, los establos y la huerta, convidándome a probar la fruta del cerezo dulce, a coger flores y a ensayar los trapecios y el columpio. Por allí se apareció el Padre Moreno, reposado, comunicativo, y aun bromista. Me interpeló acerca de ciertas personas que habían preferido remojarse a oír misa frailuna; de Serafín, que no había sido para hacer de acólito; de nuestro paseo triunfal por San Andrés. A su vez, no tardó en presentarse el señor de Aldao. Venía atusado, engomado, con los bigotes teñidos, el cráneo luciente como una bola de billar; pero se me figuró una ruina, bajo la sombra verdosa del quitasol abierto. Preguntome si «lo había visto todo» con el tono de un Médicis que se informa de si un extranjero ha visitado detenidamente sus palacios y galerías. Y enseguida añadió:

-¿Qué me dice usted del Tejo? ¿El Tejo famoso?

-¡Ah! cosa magnífica, sorprendente.

-¡Oh! el año pasado estuvo aquí un marino de la escuadra inglesa... Entusiasmado: empeñado en fotografiarlo. Se llevó más de diez fotografías, tomadas de distintos puntos. Don Vicente Sompeña me ha asegurado que Castelar, en el discurso de los Juegos florales, al hablar de las bellezas y maravillas de Galicia, también sacó a relucir el Tejo... Gran orador es Castelar ¿eh? Florido, sobre todo: florido.

El señor de Aldao me pareció una de esas personas que llevan la vanidad (algo escondida en los demás hombres) por fuera y completamente a la vista. Supe después que en efecto, siempre había pecado de vanidoso, y puesto la vanidad en las cosas más realmente vanas, más huecas y exteriores. Cuando joven presumía de buen mozo, del género empalagoso, con bigotes retorcidos y cejas tiradas a cordel. Luego le picara la tarántula de la nobleza, y durante una larga temporada le diera por usar a cada triqui traque el uniforme de maestrante de Ronda y soñar con el marquesado del Tejo. Al tal marquesado le hizo una corte platónica, arrimándose mucho a los gobernadores civiles cuando lo deseaba de Castilla, y a los obispos cuando lo quería palatino. Este conato de haitianismo se frustró enteramente. Ya llegado a la vejez, el poderío extraordinario, el dominio absoluto que ejercía sobre la provincia y sobre mucha parte de la región gallega don Vicente Sotopeña, habían hecho comprender al señor de Aldao que en nuestra época la importancia social no se funda en pergaminos más o menos rancios. «En el día la política -solía decir él- lo absorbe todo. El que puede repartir con la derecha confites, latigazos con la izquierda, es el verdadero personaje». Esta apreciación había influido bastante en la buena acogida que mereció al papá de Carmiña Aldao la candidatura matrimonial de mi tío. Vio en ella el asidero por donde agarrarse a una puntita del faldón del gran Santo galaico, y satisfacer multitud de míseras ambiciones que guardaba en conserva años hacía y que ya iban avinagrándose; lo de la gran cruz, la despertadora del expediente de una carretera que dormía el sueño de los justos, y no sé qué otras menudencias relacionadas con la Diputación Provincial y la contrata.

Por mucho que descendamos a bucear en ese abismo laberíntico llamado el corazón del hombre, jamás lograremos desentrañar la razón de ciertos sentimientos inconfesables. La envidia, la competencia y la emulación, exigen, al parecer, alguna analogía, y no se comprende que estas malas pasiones se desarrollen cuando no existe la menor paridad entre el envidioso y el envidiado. ¿Ha de envidiar a la Patti una tiple de zarzuela, a la reina una modesta señora de la burguesía? Pues las envidian, no cabe duda; y desde la penumbra en que viven tratan de echar un rayito de luz que compita con el del astro. Así don Román Aldao, caballerete de provincia, poseedor de una renta mediana, se permitía a veces sus pujos de competencia... ¿con quién? con don Vicente Sotopeña, el renombrado político, la lumbrera del aula de Derecho, el famoso Santo, el gran cacique de Galicia, el jurista abrumado de negocios suculentos, el poderoso, el millonario, la influencia universal. ¿Y en qué terreno quería don Román eclipsar a Sotopeña? Pues en el de sus respectivas quintas. Don Vicente poseía en las inmediaciones de Pontevedra una especie de sitio real, descanso de sus fatigas y solaz en sus contados ocios: y cada vez que el señor de Aldao oía hablar de la soberbia villa, de su vega de naranjos, de su bosque de eucaliptos, de sus estatuas de mármol, de su capilla de estalactitas, de su magnífica verja, y de otras mil preciosidades que el Naranjal luce, torcía el gesto, se contraían sus labios con el mohín de la vanidad mortificada, y preguntaba a sus interlocutores: «¿Qué le parece a usted del Tejos? ¿De mi Tejo? Un marino de la escuadra inglesa, entusiasmado, empeñado en fotografiarlo...» etc., etc.

Embellecer su finca, a imitación del Naranjal, era pues la ilusión irrealizable de don Román Aldao. La naturaleza era cómplice de este ensueño, porque además de haber criado aquel Tejo gigante y único, desplegaba en torno de él cuantos hechizos suele desplegar en el rincón de paraíso que se llama las Rías Bajas. El sol, el mar, el cielo, el clima, las playas, la vegetación de comarca tan espléndida, hacían que el Tejo, sin poder compararse al Naranjal en lo que depende de la mano del hombre, fuese un oasis. Puede el arte ostentarse en el campo, pero el mayor atractivo de una quinta pende siempre de la naturaleza. Don Román no lo entendía así. Del campo, no sentía la inefable dulzura y reposo que infunde olvido de la vida social, sino al contrario, la apariencia y el bullicio, las glorias de propietario y anfitrión y sobre todo, el pugilato de vanidad, tan ridícula por su impotencia. Claro está que Aldao no intentaba copiar esplendores como la famosa capilla de estalactitas, tan ensalzada por cronistas y viajeros; pero si en el Naranjal se estrenaba un amplio merendero emparrado de jazmín, pongo por caso, ya estaba don Román ideando un chocolatorio raquítico todo cubierto de madreselva. ¿Que en el Naranjal colocaban estatuas preciosas? Pues el señor de Aldao salía con sus bustos de yeso, sus «cuatro Estaciones» o su grupo de «amorcillos» y me los plantificaba en mitad de un prado o de un espaller. ¿Que en el Naranjal instalaron una estufa caliente, con sus encefalartus, sus gomeros, sus helechos, sus orquídeas? Cátate al señor de Aldao adquiriendo de lance en Pontevedra la mayor cantidad posible de vidrieras de desecho, para armar un invernáculo barato, atestado de las ya insufribles y acartonadas begonias. ¿Que en el Naranjal había mesas y bancos rústicos traídos de Suiza? Pues el señor de Aldao enseñaba al carpintero de su aldea a aserrar por la mitad las piñas y a armar con troncos de pino cada asiento y cada mueble. ¡Y por último... el Tejo!

El primer día de mi estancia en el Tejo vino a comer gente de Pontevedra: Luciano, hijo mayor del señor de Aldao, con su niño, que podría tener entonces cosa de cuatro años de edad, y un diputado provincial llamado Castro Mera, a la sazón el mayor amigote de mi tío, jefe de la fracción que representaba su política en el seno de la Asamblea pontevedresa: porque todo es relativo, y en Pontevedra había los de mi tío, y la política propia de mi tío, gobernada por los rígidos principios que el lector supondrá. Acudió asimismo el director del Teucrense, periodiquito afecto a mi tío entonces, aun cuando seis meses antes le tiraba a codillo; pero para tales cancerberos hay tortas mágicas. Hablose mucho de la consabida política local, tan menuda, que rayaba en microscópica.

El café se tomó en el Tejo. Con este motivo fijé la estación en aquel respetable patriarca de los vegetales, llamado a ejercer alguna influencia en mi destino. El tronco, enorme, rugoso, caprichosamente veteado de musgo y con la corteza, a pesar de los años, viva y sana, soportaba bien el peso de la majestuosa ramazón del gigante de la Ría, según le llamaban en estilo poético los revisteros de Helenes y los corresponsales de diarios madrileños cuando venían a veranear. La manera de crecer y extenderse aquel ramaje, su intenso y obscuro verdor, tenían algo de bíblico y solemne. Era imposible mirar al Tejo sin profunda veneración, como símbolo de la naturaleza exuberante y maternal que había dado de sí tan soberana criatura.

El Océano, enamorado de la gentileza de Galicia, la ciñe amoroso con sus olas, la besa y orla con sus espumas, la rodea, la acaricia, y tiende hacia ella una mano azul ávida de palpar las suaves redondeces de la costa: los dedos de esta mano son las Rías. En las Rías el aire es más puro, más tibio, más fragante; la vegetación más lozana y meridional. Aquel Tejo, rey, de los otros árboles, sólo al borde de una Ría y en terreno fecundado por ella pudo desarrollarse con tal señorío y pujanza. Él era el verdadero monumento de la región. Daba nombre a la quinta; servía de faro a los lancheros y pescadores, cuando dudaban al orientarse hacia San Andrés; desde lo alto de su copa se dominaba la perspectiva, no sólo de los pueblecitos riberanos, sino del grupo de islas, las famosas Casitérides de los antiguos geógrafos, y la extensión ilimitada de un mar casi helénico por su serenidad y belleza. Para construir en el Tejo los tres miradores sobrepuestos que lo adornaban, no se había requerido gran habilidad ni ciencia arquitectónica, bastando con aprovechar la gallarda horizontalidad de sus ramas y construir sobre tan robusto apoyo unas plataformas circulares, que guarnecía alrededor balaustre ligero.

La escalera, de caracol, encontraba natural sostén en el mismo tronco del gigante. La espesura del ramaje era tal, que desde el suelo no se distinguía a los que tomaban café o refrescaban en el segundo piso, ni a los que danzaban en el primero; y quien se encaramase al tercero, necesitaba asomarse al mirador practicado entre las ramas para ser visto. Cada piso tenía su nombre. El primero se llamaba «el salón de baile»; el segundo «el cenador» y el tercero «Bellavista». Y en casa de Aldao se oía a menudo preguntar: «¿Subiste hoy a Bellavista?». «No, me quedé en el salón de baile». A la verdad, el salón de baile -preciso es reconocerlo aunque el señor de Aldao se desazone- no admiraba por su magnitud. Con todo, alcanzaba para que se bailase desahogadamente un rigodón, a los ecos del piano que para estas solemnidades era llevado al jardín. Y no carecía de encanto danzar bajo el toldo verde, entre paredes verdes también, que apenas filtraban la luz solar. El salón retemblaba mucho; semejante ejercicio era bailar y columpiarse.