XXXII

El aventurero emprendió de noche su camino. Iba solo, bien montado, algo molesto a causa de sus heridas, pero contento, apercibido de armas y pasaporte, con el mismo traje de paisano que usara Tilín en su postrera noche. No apartaba su pensamiento en las peripecias de su insensato viaje por el campo de aquella extraña guerra, tan parecida a los sangrientos desórdenes y rebeldías de la Edad Media. Él tenía del historiógrafo el discernimiento que clasifica y juzga los hechos, y del poeta la fantasía que los agranda y embellece; también tenía la vista larga y penetrante del profeta. Claramente vio que aquella guerra no era más que el prólogo, o hablando musicalmente, la sinfonía de otra guerra mayor.

Pero la mayor parte de sus pensamientos la absorbían los chistosos o trágicos lances de su correría por Cataluña, y principalmente la milagrosa sustitución que le había salvado de la muerte. Quiso penetrar en aquel misterio y no pudo. El mismo Guimaraens no lo sabía más que a medias. Tilín, declarándose culpable, y muriendo con heroica paciencia, sereno, grave, con más aire de convicción que de sufrimiento; Guimaraens sacándole de la prisión, después de hacerle cambiar de vestido, y por último, la hermosa monja que en dos momentos críticos le había salvado la vida, confundían su mente llevándole a forjar mil explicaciones quiméricas y a revestir de formas exageradamente dramáticas los hechos más sencillos.

Iba al extranjero, y en su triple calidad de historiógrafo, de poeta y de profeta, aportaría sin duda alguna idea, alguna forma nueva a las regiones donde ya se estaba elaborando el romanticismo.


 
 
FIN DE «UN VOLUNTARIO REALISTA»
 
 

Madrid.
Febrero-Marzo de 1878.