XXXI

La dominica, al quedarse sola, estuvo un momento sin poder pensar ni sentir nada. Le pasaba algo semejante a una congelación, digámoslo así, de sus claras facultades, o una como catalepsia moral. De repente vio un espectro que la llenó de mortal espanto. No es justo decir que lo vio, sino que lo sintió dentro de sí levantándose y saliendo majestuosamente de su corazón como de una tumba, para mostrársele por entero en su imponente grandor, pues abrazaba toda la extensión sensible: era su conciencia.

Causole tanto miedo, que corrió velozmente de un lugar a otro de la estancia, huyendo de sí misma. ¿Pero cómo separarse de aquella sombra interior, proyectada por la íntima luz del alma? La sombra la seguía diciéndole:

-¡Impostora!...

La monja se dejó caer de rodillas y llamó en su auxilio con fuertes voces del alma... ¿a quién? a su razón, para que le diera argumentos, distingos, sutilezas, armas cortantes y punzantes contra aquel fantasma. Pero la razón no le dio más que un alfiler.

-No, no -dijo Sor Teodora esgrimiendo contra la sombra el arma pueril- no soy tan culpable como parece. Lo que me ha impulsado a representar esta farsa horrible no ha sido una liviandad, un capricho del corazón propenso a repentinas simpatías, ha sido lástima, caridad, compasión, amor al prójimo.

-¡Mentira, mentira! -gritó la sombra proyectada por la luz íntima del alma, y que cada vez parecía crecer más.

El alfiler de la razón se torció en las manos de la dominica. Ella quería una espada cortante y bien templada. Pero la razón le ofreció un pedazo de alambre.

-Pues si no ha sido la compasión mi móvil, ha sido otro más grande, la justicia. Ese hombre es inocente de la destrucción de San Salomó. Pues si es inocente y Pepet culpable ¿qué cosa más santa que inducir al culpable a la muerte para salvar al inocente?

-¡Impostora! A ti no te toca enmendar las injusticias de los hombres. No te entrometas en la obra incógnita de Dios. ¡Justicia! ¿Qué entiendes tú de eso, mujer caprichosa? Has obedecido a un afecto nacido bruscamente en tu pecho.

-No, no -gritó ella con desesperación.

-Voy a decirte la verdad -declaró la sombra- voy a decírtela, palabra por palabra, letra por letra, clara, como el pensamiento divino que mueve mi lengua. Voy a decírtela.

-No, no -exclamó angustiada la dominica pidiendo otra vez a la razón con furibundo anhelo espadas, flechas, catapultas, arietes y los más tremendos ingenios de guerra.

-Yo no puedo callar. El divino aliento sopla dentro de mí y sin quererlo yo, habla. Soy la voz de Dios que no puede mentir. Voy a decirte la verdad.

-Y yo no quiero oírla, no quiero -dijo horrorizada la de Aransis.

-Ese hombre te agrada, te agrada mundanamente -murmuró la sombra quedamente, teniendo la consideración de hablar bajo para que cosa tan grave no escandalizara demasiado a la buena madre.

-No, no puede ser. Te parecerá así y no será cierto. Es una alucinación, un error, una perversa ficción producida por el Demonio.

-Ese hombre te agrada, te ha inspirado una ilusión cariñosa -repitió la sombra alzando la voz al ver pasado el temor del primer momento-, y tu repentino afecto a un hombre desconocido debe espantarte, y de seguro espantaría al mismo que es objeto de él. Ninguna mujer que vive en el siglo, en comercio constante con los demás seres humanos, podría concebir esa inclinación inesperada y vehemente hacia un desconocido, que se entra como los ladrones en su habitación y con el cual apenas habla media hora. No hay hombre alguno aunque sea el más hermoso, el más gallardo, el más discreto y el más valiente de todos, que pueda jactarse de un triunfo semejante con tal rapidez alcanzado. Esto que es absurdo en el mundo libre y activo, deja de serlo en la solitaria estrechura y en el aislamiento holgazán de una celda, de aquel nido donde por espacio de doce años han dormido tus afectos y tus pasiones, tu vanidad de hermosa, tu presunción, tu exuberante pujanza moral, tu ternura de doncella enamorada y tus presentimientos de esposa y de madre. Ese absurdo del siglo es natural y humano en ti, monja indigna que has vivido doce años en ese sepulcro, ocupándote en profanidades y alimentando sin cesar con tu imaginación las ansias de tu pecho, honradas y nobles fuera de aquella casa.

-No, eso es mentira, conciencia -pensó la atribulada dominica, sintiéndose abandonada por la razón-. Yo me avergonzaría de mí misma, si me viera encendida de amores por un hombre que entró en mi celda como un ladrón, y me pidió pan y asilo... No, eso no puede ser, eso es vergonzoso.

-Eso es verdad, monja alucinada. No le amaste cuando le viste; desde hace doce años estás alimentando la idea de él en tu fantasía exaltada por la soledad, por el bienestar material y la holgazanería; hace doce años que le amas, y es el mismo, el mismo. Poco importa que en algún rasgo discreparan sus facciones de las que tú veías con los ojos cerrados; pero es el mismo. Confiesa una cosa, confiésala, mala monja. Cuando aquel hombre se presentó en tu celda; cuando, pasado el primer momento de terror, le sacaste de comer y conversaste con él te asombrabas interiormente de ver en forma humana al mismo compañero imaginario de las soporíferas soledades de San Salomó. En tu alma se elevaba un estupor angustioso viendo aquella figura real, que era él mismo, era el tuyo, aquel que en tu fantasía y en tu corazón no tuvo más rival que el detestable interés por las guerras. Era él, era el mismo cuyas facciones, cuyas miradas y palabras ha estado tejiendo y destejiendo tu aburrido pensamiento día tras día, año tras año... En el trabajo de esta tela invisible transcurren lentas y tristes muchas vidas bajo una máscara de mortecina santidad. ¡Ay pobre de ti! En el siglo hubieras sido una doncella honesta, una esposa amante, una madre ejemplar; enclaustrada sin vocación has podido perder tu alma en un instante.

Sor Teodora se sintió más abatida. No sabía qué contestar. Con gran espanto vio que al lado de aquella sombra habladora se alzaba otra: era su razón que después de combatir un instante con ella se había pasado al enemigo. Viéndose tan sola, volviose a la Fe, a Dios, y pidió armas a la oración; pero si la razón no le había dado más que alfileres y alambres, aquélla no le dio más que unos pedacitos de caña que para nada servían.

Las dos sombras le dijeron:

-No, Dios no te puede perdonar. Has querido engañarle, disfrazando de piedad y de justicia tus criminales afectos de monja soñadora.

-¡Misericordia, Dios mío! -exclamó Teodora bañado el rostro en frío sudor.

-No la hay para ti, porque has sido impostora.

-He sido impostora por lástima, por piedad...

-Mentira. Has abusado de tu influjo sobre Pepet y del loco amor que te tenía para hacerle morir por otro.

-¡Ha sido justicia! -exclamó Teodora con cierta locura.

-Mentira.

-He sacrificado al culpable para salvar al inocente.

-Mientes, monja embustera -gritó la sombra proyectada por la luz íntima del alma-. Sacrificaste al feo para salvar al hermoso.

-¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia!

Sacáronla de aquel estado de congoja los ruidos de humanas voces y de tambores que llegaron hasta ella. Había amanecido: la sala estaba llena de claridad.

Olvidada al punto de aquel coloquio y de la reciente disputa que había encrespado las potencias de su alma, corrió a la ventana, diciendo para sí:

-Si me habrá engañado Pepet, si me habrá engañado Guimaraens.

Grandísima pena sintió al ver la tropa dispuesta para el fúnebre acto; al ver al espantoso brigadier asomado en el balcón con toda su comitiva; al ver al reo que con la cabeza descubierta y las manos atadas se volvía hacia Chaperón y decía en voz alta su nombre y proclamaba la justicia de su muerte.

Sor Teodora se apartó horrorizada, y al refugiarse en el opuesto extremo de la sala oyó el estrépito a un trueno.

Entonces la sombra volvió a levantarse delante de ella y le dijo:

-¡Impostora!... ¡homicida!

-¡Ha sido justicia, justicia! -exclamó ella con agonía de moribunda-. El uno, criminal, el otro inocente... ¡Misericordia, Señor!

-¡Caprichosa!... ¡embustera!

Más tarde, ella no sabía a qué hora, entró el padre Juanico a traerle un poco de alimento.

-Es lo único que han dejado esos pillos -le dijo-. Afortunadamente se van dentro de media hora.

Más tarde (tampoco supo ella a qué hora), sintió bullicio de tropas. Era Chaperón que salía para seguir desempeñando su papel de misionero realista en la extirpación de liberales. Después reinó un gran silencio.

Mucho más tarde (a ella le pareció que sería al anochecer), dos hombres entraron en la sala. Sintió al verles turbación tan honda que estuvo a punto de desmayarse. Eran Guimaraens y Servet. Hablaron los tres un momento y después el coronel realista salió.

-Sin comprender la causa -dijo Servet- de la sustitución milagrosa a que debo la vida, sé que he tenido un ángel tutelar. Hay aquí un misterio; yo no trato de penetrarlo, porque no se penetra lo divino. Mi ángel ha sido usted, reverenda madre.

-¡Yo! -dijo ella tratando de fingir sorpresa, sin conseguir otra cosa que revelar más su confusión.

-Sí, usted, reverenda y santa mujer. A usted debo la vida. Permítaseme arrodillarme delante de esa noble figura, cuya belleza proclama su santidad, y besar esas manos que tan bien saben arrancar víctimas a la muerte.

Se arrodilló delante de ella como si fuera una imagen santa. Sor Teodora que había vuelto el rostro, le miró y, mal que le pesara a la sombra, hubo de confesarse a sí misma que veía hecho carne delante de sí el ideal de la belleza varonil, de la gallardía, de la discreción y de la caballerosidad.

-Ofendería a usted -añadió el llamado Servet- si hablase el lenguaje vulgar de los afectos humanos. No, si yo hablara de amistad, de amor, rebajaría la grandiosa personificación de la caridad cristiana que veo delante de mí. Una memoria sagrada como la de mi madre, una veneración pura como la que nos inspirase el Dios que a todos nos hizo y la Virgen que a todos nos ampara, vivirán eternamente en mi corazón.

Se levantó. Sor Teodora invocó a Dios, y haciendo un esfuerzo desesperado, pudo poner en su rostro algo de expresión seráfica y en su boca estas palabras:

-Yo no sé nada de lo que usted habla... ¡Qué error! Ni yo me he interesado en salvarle, ni podía hacerlo por quien no conozco, por quien sólo he visto una sola vez... ¿Quién es usted? Un aventurero, un desconocido. ¿Qué tiene de común usted conmigo? El amparo que le di anoche antes de aquella horrenda catástrofe... A fe que los sucesos que vinieron después han sido tales que debían hacerme olvidar su entrada en el convento... Santo Domingo mi patrón me ampare... Yo no sé quién es usted... yo no le conozco... déjeme usted.

-Compañera de la caridad es la modestia - dijo Servet disponiéndose a retirarse-. No quiero importunar con mi agradecimiento a un alma superior, que a las pocas horas de haber hecho un inmenso bien ya no se acuerda de él. Usted es una santa, yo un pecador. La enorme diferencia que hay entre los dos, usted, madre reverendísima, la agrandará con su vida de constante sacrificio, de oración, de paz espiritual y de comunicación con Dios. A mí me esperan las luchas del mundo, las turbulentas pasiones, las penas incesantes, las dolorosas victorias o tristes caídas, a usted la paz del convento, la devoción sublime, los puros éxtasis del alma, aspirando siempre a volver a su origen, y el noble privilegio de alcanzar de Dios con oraciones y penitencias y el perdón de los malos. ¡Cuán distinto destino el nuestro y qué abismo tan grande nos separa!... Adiós, señora: una memoria en sus oraciones es lo que pide este miserable y el permiso para besar la cruz del rosario que pende de la cintura de una santa.

Servet besó la cruz, y haciendo una gran reverencia se retiró para unirse a D. Pedro Guimaraens que había preparado el negocio de su marcha.

Sor Teodora sintió, no ya una voz, sino mil voces en su alma, y un horroroso sacudimiento y estallido, como si parte muy principal de ella fuese arrancada por violenta mano. Viose caída en un negro abismo; pero en medio de su congoja y espanto, pudo alzar la voz a su Padre espiritual y gritar:

-¡Confesión!... ¡Un confesor!

Pero ni el padre Martín de la Concepción ni el padre Juanico pudieron acudir a ella porque estaban abriendo un hoyo en el patio.