XVIII

El caballero D. Jaime Servet (de quien hemos de ocuparnos ahora con algún detenimiento) se retiró al campo y a la casa de Guimaraens, donde estuvo solo todo el siguiente día siguiente. Impaciente y sin sosiego, esperaba la tarde para ir a la ciudad y tomar el caballo prometido: así cuando comenzó a oscurecer quiso despedirse de la señora Badoreta, que por orden de su amo le había prestado ropa y algunos dineros para el viaje; pero la señora Badoreta no estaba en la casa, y el caballero tuvo que marcharse sin despedirse de ella, y lo que es más sensible, sin comer. Partió hacia la ciudad. En la cabaña situada fuera de la puerta del Travesat halló a Pepet que puntual había ido a tomar posesión de la tartana. Estaba el guerrillero en compañía de seis hombres cuyo aspecto pareció a Servet harto sospechoso, y aun el mismo Tilín figurósele más sombrío, más ceñudo, más hipocondriaco que de ordinario. Pocas palabras cambiaron. Tilín anunció a su amigo que el caballo le esperaba en la posada de Guasp.

-¿No entra usted en Solsona? -le dijo Servet.

-No: está atestada de navarros y aragoneses. Me repugna esa gente.

Despidiose de su amigo, y como el día anterior le dijo:

-Quizás nos encontremos en el camino.

Servet entró en la ciudad. Vestía un traje ambiguo que de la cintura abajo era de caballero, y de medio cuerpo arriba de payés, terminando el atavío con la gorra catalana. Su chaquetón pardo con vueltas encarnadas dejaba ver el pecho donde se cruzaban los curvos mangos de dos pistolas, cuyos cañones desaparecían entre la seda de una faja morada. El pantalón de pana oscura era ajustado y desaparecía en la rodilla, bajo el borde de cuero de sus botas negras con espuelas de plata. A pesar de la suavidad de la estación, no había olvidado la manta necesaria en las altitudes de los puertos del Pirineo.

Sin detenerse más que en comprar avíos para cargar sus armas, encaminose a la posada de Guasp, punto de mucha concurrencia, por ser la parada de todos los carros y caballerías, y además porque el despacho de vino y comidas reunía en la oscura y fétida sala baja a todos los holgazanes de Solsona y sus cercanías. Aquella noche el figón rebosaba de gente, y por su enorme puerta chata y gibosa salía un bullicio ronco y un vaho inmundo semejantes a las blasfemias y al vinoso hálito que salen de la boca del borracho. El humo de los cigarros envolvía el enjambre de bebedores en una nube que hacía palidecer las luces. Componíase tan noble concurrencia de guerrilleros navarros y aragoneses, y estaban discutiendo si seguirían hacia Manresa o se volverían a su país, pues ya la guerra se tenía por abortada. Cuando D. Jaime entró, oyó que decían: «Nos han engañado... nos han tendido un lazo. Esto es una farsa... Volvámonos a nuestra tierra». Algunos hablaban la jerga indefinible en la cual los éuscaros hallan gran belleza eufónica, y que la tendrá realmente cuando sea bello el ruido de una sierra.

Servet buscó al posadero, a quien conocía desde antes de su prisión, y hallado aquel insigne hombre, cuya semejanza con un tonel sostenido en dos patas de oso era perfecta, le preguntó por el caballo que había dejado Tilín. El posadero le contestó que el caballo estaba en la cuadra. Grande era la prisa de Servet, pero su hambre era mayor, y así, resuelto a acallar tan fiero enemigo, pidió un poco de carne asada y vino. Procuraba buscar los sitios más oscuros y huir de los grupos más bullangueros; pero en todas partes había gente. Dirigíase a un rincón que era sin duda el más ahumado, el más tenebroso y el más fétido del local, cuando viose frente a frente de un hombre alto y proceroso que clavó en él sus ojos con asombro. Para figurarse aquel hombre, es preciso que el lector se figure antes una zalea bermeja cuyos abundantes vellones apenas dejan ver unos pómulos rojos, dos ojos azules y una nariz mediana. La zalea era la barba, lo demás la cara de tal individuo, que apenas tenía frente, y esta desaparecía bajo el borde redondo de una gorra blanca.

Servet le miró también y se estremeció de terror; mas disimulándolo, siguió adelante. Oyó que el coloso barbado decía a otro de poca talla, regordete y moreno:

-Oricaín, mira esa cara.

Y señaló al forastero que quería confundirse entre la multitud. El pequeño dijo al grande:

-Zugarramundi, ¿estás seguro de que es él?

Servet salió al patio que era grande y tenía en uno de sus costados un gran tinglado a cuyo amparo pensaban gravemente mulas y caballos. Púsose a examinar los animales buscando el suyo, y afectando no ocuparse de los que le seguían; pero estaba muy intranquilo, y en vez de caballos y mulas veía los inmensos peligros que tan a deshora le habían salido al camino.

De pronto oyó tras de sí la voz del gigante barbudo que gritaba:

-Carlos, Carlos, baja.

Y después la voz de otro que dijo:

-Señor coronel Navarro, baje usted.

Ya no quedó al forastero duda alguna respecto al grandísimo aprieto en que se vería; pero como era hombre de mucho temple, pensó que la precipitación y azoramiento podían perderle. Afortunadamente pasó el mesonero con una cesta de paja, y Servet, formando un plan al instante con la rápida inspiración que infunde el peligro, le dijo:

-Señor Guasp, me siento indispuesto y quiero pasar aquí la noche. Deme usted un cuarto.

-¡Un cuarto! -gruñó jovialmente el tonel con forma y alma humana-. ¿Y de dónde voy yo a sacar un cuarto? Como no quiera usted uno de los cuatro míos.

-¿No hay ninguno? ¿Ni siquiera aquel donde dormían los volatineros hace dos meses?

-¡Ah!... aquel, sí... libre está, y si usted lo quiere, saque la llave de mi bolsillo. No puedo valerme de las manos.

-Gracias... Aquí está la llave -dijo Servet, retirando su mano de los bolsillos del señor Guasp.

-¿Sabe usted cuál es el cuarto?

-Ya, ya sé -dijo el caballero dirigiéndose sin precipitación al otro extremo del patio donde había una puerta que más bien de pocilga que de habitación para hombres parecía.

Mientras abría la puerta, observó a los que le observaban. Eran el individuo de las espesas barbas, su compañero y un tercer personaje con uniforme militar. No distinguió Servet su cara, pero la reconocía en la oscuridad de la noche y la reconociera en medio de las tinieblas absolutas.

El caballero entró en su vivienda y cerró por dentro.

-Ahora -pensó- que venga a buscarme.

Y se ocupó en cargar sus pistolas. Hecho esto, aplicó el oído a la puerta.

-Ya viene -dijo- y por el ruido que hace parece que trae un regimiento para cazarme... Bien, señor Garrote, tu cobardía no se ha de desmentir un momento. Traes cien perros contra un solo hombre. ¡Oh! Maldita sea cien veces mi suerte -exclamó hiriendo furiosamente el suelo con su pie-. Me cazará como a una liebre.

Llevó su mano a la frente y se dio un golpe con ella, como para que del choque brotase una idea. La idea brotó.

-No, no, no seré tan necio que les espere aquí. ¿De qué me valdría una defensa desesperada? ¡Ah! malvado asesino; no sospechaba que fueras jefe de estos bandidos de Aragón y Navarra. Debí sospecharlo, porque allí donde hay bandoleros has de estar tú para mandarlos.

Volvió a escuchar. Bulliciosa gente se acercaba por la parte exterior.

-¡Ah! ¡cobarde sayón! -murmuró Servet corriendo a la ventana y abriéndola-. Por esta vez se te escapa la pieza... ¡Maldito seas de Dios!

Mientras sonaban golpes en la puerta, él midió la altura de la ventana sobre el suelo. No era mucha, y aunque lo fuera, no vacilara en arrojarse. Saltó y hallose en un corral. Felizmente había un gran portalón a poca distancia y entrose en él sin saber a dónde iba. No había dado diez pasos por aquel recinto acotado, cuando se vio acometido por dos enormes perros, de los cuales a pesar de su brío, no pudo defenderse. Le magullaron atrozmente un brazo y una mano. Un mozo apareció armado de garrote; mas sin darle tiempo a que le acometiera, fue derecho a él Servet y apuntándole con una pistola, le dijo: -Si al instante no me abres camino para salir a la calle, te mato. Sujeta esos perros o si no, te mato también.

Sin duda el joven (pues era un joven hortelano de pocos alientos) creyó que se las había con algún personaje de campanillas y no con ladrón o ratero de gallinas como al principio pensara, porque temblando de miedo, le dijo: -No me mate usted, señor, y le enseñaré por dónde se va a la calle.

Los perros contenidos por el muchacho dejaron de acometer al fugitivo.

-¿Es usted...? -balbució el joven.

-Déjate de preguntas... guía pronto y sácame de aquí, porque te mato.

-Venga usted, señor, y guarde esa pistola, por amor de Dios.

Y le condujo a una puerta, que abrió. Al verse en un callejón oscuro y estrecho, el caballero dijo: -¿Qué calle es esta?

-El callejón del Cristo.

-¿A dónde va?

-Por la izquierda a la plazuela de las Tablas, por la derecha a la calle de los Codos.

-¿Y a dónde sale la plazuela de las Tablas?

-A la muralla y a la cuesta de Peramola, donde están las veinte casas arruinadas.

Servet miró a un lado y otro como el hombre que viendo dos muertes iguales a derecha e izquierda, no sabe cuál preferir. Pero era preciso decidirse y se decidió. Sin decir adiós al muchacho, tomó hacia la izquierda.

Iba despacio, pegado a las casas para ocultarse más en la sombra. Antes de llegar a la plazuela de las Tablas, sintió ruido de muchas pisadas de hombres que parecían brutos y una voz que claramente lanzó al negro espacio estas palabras:

-Por aquí ha de salir, por aquí... No puede escaparse.

Volviendo atrás y corrió a escape en dirección contraria. Era aquel más que callejón un tubo, sin salida lateral alguna. No vio puerta abierta, ni ángulo, ni resquicio. Andaba por allí como la bala por el ánima del cañón. Su fuga era semejante a la que emprendemos en sueños, cuando nos vemos perseguidos por horrible monstruo y no tenemos más escape que correr por larguísima galería que no se acaba nunca, nunca. El monstruo nos sigue, nos alcanza y la galería, ¡oh angustia de las angustias! no tiene fin.

Salió por fin a una calle que era la de los Codos. Siguiola en dirección a la puerta del Travesat, porque hubiera sido temeridad tomar la vía contraria en dirección al corazón de la ciudad. Sus perseguidores le seguían: eran muchos, veinte o treinta lo menos, a juzgar por las patadas y los gritos. Decían: «Ahí va, ahí va».

La calle de los Codos era como una zanja formada por la muralla de la ciudad y la tapia de San Salomó. Tres ángulos agudos y contrarios, determinados por los baluartes, hacían de esta zanja un zic-zac. Servet apretó el paso. Llegó a un punto en que sus perseguidores no podían verle porque la noche era oscura y porque además le protegía la pared saliente de San Salomó. Allí, detrás de aquel gran pliegue del muro se detuvo para respirar. Pero no había tiempo de tomar aliento, porque los sabuesos venían y sus infames ladridos sonaban cerca.

Con rapidez inapreciable Servet pensó que su única salida era la puerta del Travesat; pero en la puerta había guardia y era más fácil cogerle. ¿Se arrojaría por la muralla? No, porque sería milagro que no se estrellase.

-¡Ah! -exclamó con súbito gozo-. Dios es conmigo.

Alzando su mano la extendió por la pared de San Salomó hasta tropezar con un grueso y fuerte clavo. Se agarró a él y su cuerpo trepó... Al punto buscaron sus manos una soga, la hallaron y haciendo un esfuerzo desesperado subió como un marinero. ¡Arriba! Subía con el corazón, con el impulso de su sangre hirviente, con el empuje elástico de sus músculos de acero, con su pensamiento atrevido, con su alma toda.

Una vez arriba prestó atención. La jauría pasaba. Oyó después disputar en la puerta del Travesat. La guardia sostenía que por allí no había salido nadie. Los infames cazadores retrocedían para reconocer la muralla, donde había lienzos destruidos por donde un hombre podía escabullirse y bajar aunque difícilmente al campo. No parecían sospechar de San Salomó, y recorrieron la calle de los Codos y después salieron al campo, y volvieron a entrar, y tornaron a salir metiendo tanta bulla que no parecía sino que en Solsona andaba suelto el demonio.