Un voluntario realista/XVII
XVII
Conviene apartar los ojos por ahora de los sustos y congojas de aquella noble mujer, sometida por el pícaro Enemigo Malo a duras pruebas, para fijarlos en los pasos cada vez más errados y torpes, del infelicísimo voluntario realista, el cual parecía no ya sometido a pruebas o escrúpulos, sino arrastrado al mismo infierno por Satanás, atizador infame de las humanas pasiones y perturbador de aquellas almas que encuentra organizadas con alientos grandes, mas sin el sostén de un sentido moral muy puro.
Por noticias de muy fiel origen sabemos que Tilín, luego que salió de la celda de Sor Teodora de Aransis, dejando a esta sin habla ni sentido, montó a horcajadas sobre el barandal de madera, y sin esfuerzo alguno, inclinándose de un lado, puso el pie en los palos horizontales del emparrado. No era preciso ser gran equilibrista para andar por allí, a causa de la robustez de los maderos. Andando a gatas y cuidando de evitar los huecos ocultos por el follaje, se podía recorrer aquel camino aéreo, especie de puente echado desde la galería hasta el palomar que estaba en el mismo borde de la tapia, punto donde acababa el convento y empezaba el mundo. El palomar tenía un reborde por el cual se podía andar fácilmente agarrándose a los ladrillos de las frágiles paredes que lo formaban; pero al llegar a la tapia, que en aquel sitio formaba un ángulo entrante casi recto, cesaba todo camino y era preciso volar para salir del convento. La pared era en lo exterior lisa, perfectamente vertical, y su altura de doce varas hacía ilusoria toda tentativa de escalamiento para entrar o de salto para salir. Tilín miró hacia abajo y vio que todo era tinieblas en el callejón oscuro formado por las tapias de San Salomó y las murallas de la ciudad. Parecía aquello un abismo sin fondo, propio para que un desesperado arrojase en él la enojosísima carga de la vida.
Pero no era ésta la intención del joven realista. Ya sabía él por dónde andaba. En lo alto de la tapia y asegurado entre los ladrillos del ángulo que esta formaba con la pared del palomar, había un fortísimo clavo, del cual pendía hacia fuera una soga. La hábil colocación de esta y la firmeza del hierro que la sostenía indicaban no ser aquel un trabajo del momento improvisado por la pasión o el capricho, sino más bien obra de premeditación hecha con estudio y en sazón oportuna. El lector, si tiene memoria, comprenderá cuándo fue hecha esta obra. Tilín confió su cuerpo a la cuerda y echose fuera descendiendo lentamente con los puños, y al llegar a distancia como de tres varas del suelo buscó con el pie un objeto en la superficie de la pared. Hallado al fin aquel objeto que era un segundo clavo tan sólido como el de arriba y apoyando en él su pie, dejó la cuerda, agarrose con los acerados dedos a los huequecitos de los ladrillos y desde allí se arrojó al suelo.
En el momento de caer, una voz sonó a su lado, y manos nada blandas le tocaron los hombros. La voz dijo riendo:
-Date preso, seductor de monjas.
-¡Quién va! -gritó Tilín desasiéndose de aquellas manos y arremetiendo a su descubridor con amenazadores puños.
-Alto, alto, señor Tilín -dijo este agarrotando las muñecas del sacristán con mano vigorosa-. Soy amigo. No tema usted nada de un pobre prisionero. Jamás he sido protector de monjas, y si lo fuera, callaría este caso, porque tampoco soy delator...
-¿Quién es usted?
-¿Tan desfigurado estoy que no me conoce? -dijo acercando su rostro al de Pepet.
-¡Ah! es el Sr. Servet si no me engaño.
-El mismo, y si por carácter no fuera discreto seríalo ahora por tratarse de un hombre a quien eternamente debo gratitud por la libertad que me ha dado.
-El demonio cargue con usted y con su gratitud -replicó Tilín, cuyo enojo no podía aplacarse con las corteses manifestaciones del que en tan mala ocasión le había sorprendido.
-Y con el mal humor de usted -añadió el llamado Servet-. En ninguna parte está mejor un secreto que en el pecho de un hombre agradecido. Si en vez de ser yo quien pasaba por aquí hubiera sido otro, el Sr. Tilín habría tenido un disgusto. Mañana sabría toda la ciudad que las monjas de San Salomó...
-¡Por las patas y el rabo de Satanás! -gritó Tilín con ira- que si usted habla mal de las señoras o las ultraja, aquí mismo le arranco el corazón. Tengo ganas de matar a alguien.
-Hombre, ¡qué capricho!... Pues a mí me pasa lo mismo -dijo Servet flemáticamente-. Aquí tengo dos pistolas y un cuchillo de monte que me ha dado el señor de Guimaraens.
-Pues vamos -gritó Tilín como un insensato dando algunos pasos hacia la puerta del Travesat.
-¿A dónde?
-A matarnos.
Si la noche hubiera estado clara se habría visto en los ojos de Pepet Armengol el brillo siniestro de la locura.
-Eso debe meditarse antes -dijo el caballero D. Jaime con gravedad no exenta de burla-. Mi vida actual no es precisamente de las que merecen el nombre de deliciosas; pero ¡qué demonio! es preciso llevarla a cuestas y la llevaremos; no faltará un cabecilla que nos alivie de ese peso.
-¡Déjeme usted... déjeme usted solo! -exclamó Tilín apoyando su cuerpo en la muralla de la ciudad y hundiendo la barba en el pecho.
-Pues adiós, adiós. Nunca me ha gustado ser importuno.
El caballero dio algunos pasos para alejarse. Con violento ademán se abalanzó Tilín hacia él y deteniéndole por un brazo, acercó el martilludo puño a su rostro y le dijo:
-Si usted deja escapar una palabra, una palabra sola que ofenda la honra, la fama y la santidad de las señoras de San Salomó, encomiéndese usted a Dios. ¿Está entendido?
-Entendido. Yo no he visto nada. Puede volver a subir si gusta.
-No subiré más, no. No subiré más -bramó el voluntario moviendo la cabeza con desesperación-. Y si subo o no subo, a usted poco le importa. Las madres de San Salomó son honradas. No hay ninguna que no lo sea. Yo soy el criminal, ellas no.
Servet encogió los hombros y volvió a retirarse.
-No, no se vaya usted -dijo Tilín deteniéndole primero y siguiéndole después.
-Pronto cambiamos de parecer, amigo.
-Yo no tengo amigos. ¡Ay! si tuviera alguno le pediría un consejo.
-Pues cuente usted que yo soy ese amigo y ábrame su corazón.
-No, no, no. Mi corazón no se abre, no se puede abrir, está ya soldado con plomo derretido.
-¡Qué exaltación, señor Tilín! Vámonos de aquí. Entraremos en la taberna de Mogarull o de Guasp, y beberemos un poco para que al buen guerrillero se le despeje la cabeza.
Tilín se dejó llevar como un idiota.
-Yo siento haber sorprendido un secreto tan delicado como el que acaba de descubrirme la casualidad -añadió el caballero mientras se internaban en la ciudad-. Pero no es culpa mía sino de la Providencia. Yo entré por la puerta del Travesat. Venía de casa del señor de Guimaraens que, entre paréntesis, si debe a usted la libertad, no puede olvidar que le debe también la prisión, y aguarda una coyuntura para desollarle vivo. Mi Sr. D. Pedro, luego que salimos de la cárcel me llevó a su casa, diome de comer y de vestir, obsequiándome con tanta finura que no sé cómo pagarle. Todo cuanto he necesitado lo ha puesto a mi disposición menos una cosa que me hace suma falta; un caballo, un caballo, señor Tilín, que me lleve a la frontera antes que estos benditos apostólicos vuelvan a prenderme.
-¡Un caballo! -repitió maquinalmente Tilín sin atender a la narración de Servet.
-El Sr. de Guimaraens, que salió anteayer para Cervera a ponerse a las órdenes del conde de España... ¿no sabe usted que tenemos encima las tropas reales?... se despidió de mí con grandísima pena y me dijo: «Querido Servet, siento no poder darte un caballo; pero te ofrezco mi tartana, que es la mejor pieza que rueda en Cataluña». ¡Donoso regalo! Heme aquí, Tilín amigo, dueño de un coche que de nada me sirve y que daría por la pezuña de un caballo.
-¿Un coche? -dijo Tilín vivamente con muestras de gran interés.
-Sí, esa preciosa alhaja la tengo en una cabaña que está a cien varas de la puerta del Travesat. Esta tarde he traído mi vehículo gallardamente tirado por un asno, sobre cuyos lomos he roto medio fresno sin conseguir hacerle salir de un pasillo morigerado y tímido que me quemaba la sangre. Mi ánimo es buscar un caballo en Solsona, empresa difícil porque carezco de amistades en esta generosa ciudad de mis entrañas. Pero confío en Dios, que ya me ha dado pruebas de su protección deparándome un amigo al dar mi primer paso dentro de estos benditos muros... ¿Benditos dije?... ¡si yo os viera hechos polvo juntamente con toda la caterva apostólica!... En suma, señor Tilín amigo, yo considero harto feliz nuestro encuentro, acaecido del modo más extraño. Entraba yo por la calle de los Codos, pensando en el coche que tengo y en el caballo que no tengo, cuando pareciome sentir ruido en lo alto de la tapia de San Salomó. Miré y no vi nada. Detúveme...
-No quiero que nombre usted a San Salomó.
-Detúveme y al fin vi un bulto que descendía por una cuerda.
-Basta.
-Era un hábil trabajo de volatinero que merecía verse, mayormente cuando se veía gratis. El bulto se desprendió arrojándose al suelo. Hay un clavo a la altura de la mano, señor Tilín. La idea es ingeniosa.
-Digo que basta.
-No se hable más del asunto. Lo principal es que realmente yo soy aquí el que cuelga, el que pende, no digo de una soga sino de un cabello, y bajo mis pies miro, no la deleitosa calle de los Codos, sino el insondable abismo de mi perdición.
-¿Necesita usted un caballo?...
-Sí; un caballo a quien confiar mi pobre persona para que la ponga en la frontera sana y salva. Si estoy aquí un día más, señor guerrillero, me expongo a perder otra vez mi libertad. En el caso de que los señores apostólicos que hay en la ciudad y los que pronto vendrán fueran misericordiosos conmigo, ¿cuál sería mi suerte el día que entrase en Solsona el conde de España, vencedor y vengativo? Y ese día no está lejos, amigo Tilín; ya se han visto tropas del Rey a dos leguas de aquí. Guimaraens recibió anteayer órdenes fechadas en Cervera.
-¿Y teme usted al conde de España? ¿Pues no es usted espía de Calomarde?
-¡Espía yo!
-Entonces no hay duda de que es usted sectario y jacobino. Tenía razón Pixola.
-Tampoco soy jacobino.
-A mí no me importa que sea usted el mismo Lucifer, capitán del Infierno -dijo Tilín-. Nada me asusta. No tengo ya afición a ninguna causa política; todas me son indiferentes, mejor dicho, todas me interesan con tal que destruyan.
-¡Destruir!
-Sí, destruir. Dígame usted ¿no está la corte minada por los masones? ¿Es cierto, como aquí nos han dicho, que si los masones triunfan, destruirán todo, y no dejarán en pie nada de lo que hoy existe?
-Los masones no triunfarán.
-¿Qué bando hará tabla rasa de todo?
-El de ustedes si triunfara, pero tampoco triunfará.
-¿Y Calomarde pegará fuego a toda Cataluña?
-No lo creo; pero fusilará a todos los cabecillas que coja.
-Pregunto si pegará fuego a toda Cataluña.
-No lo sé.
-¿Y no demolerá las ciudades?
-Mucho es eso.
-Entonces ¿quién volverá el mundo del revés?
-Tampoco lo sé; pero de seguro habrá alguien que lo haga.
-¿Y quién lo hará?
-Uno que puede mucho.
-¿Es fuerte?
-Más fuerte que todos los tronos, que todos los partidos, que todos los hombres.
-¿Quién es?
-El tiempo.
-¡El tiempo! ¿dónde está ese tiempo que no viene?
-Ya vendrá.
-¡Oh! tarda.
-Es propio del tiempo tardar.
Tilín calló después profundamente. Seguían andando y de pronto detúvose el guerrillero y mirando al cielo con espantados ojos y haciendo un gesto convulsivo como si al mismo cielo amenazara, exclamó:
-¡Me aborrece!
-¿Quién?
-¡Necia pregunta! -dijo Tilín apretando fuertemente el brazo del caballero-. No tengo amigos; yo no confiaré a nadie lo que me pasa... Señor Servet...
-¿Qué?
-Míreme usted.
-Ya miro.
Los dos hombres se contemplaron lúgubremente en la oscuridad de la noche.
-Señor Servet -prosiguió Tilín acercando más su rostro al de su improvisado amigo-. ¿Es cierto que yo soy horrible?
D. Jaime no supo contestar.
-No, ciertamente. Un corazón generoso, una figura tosca, aunque enérgica y simpática, no pueden ser horribles.
-¿Entonces no es cierto que yo sea un monstruo?
-¿Un monstruo?
-Sí lo seré; pero de maldad, de... no sé de qué.
Después estuvo meditando largo rato, apoyado en un poste de las arquerías de la plaza de San Juan.
Delante de él Servet contemplaba su faz sombría alumbrada a ratos por la mirada, y su fuerte y áspera cabellera que parecía tormentosa nube pesando sobre un horizonte inflamado en ciertos momentos por la sulfúrea luz del relámpago. El caballero cortó el silencio diciendo:
-Usted se ha malquistado con sus jefes. Es indudable que si le cogen los cabecillas apostólicos le fusilarán, y si cae en las manos del conde de España, le fusilará también. La común desgracia nos hará amigos y compañeros. Ayudémonos mutuamente, y huyamos juntos.
-¡Huir! -murmuró Tilín con sordo gemido-. Yo también huiré.
-Iremos juntos.
-No, yo tengo que hacer algo en Solsona.
Miró al cielo hacia la parte donde estaba San Salomó.
-Lo que más importa es no perder el tiempo, porque mañana, quizás dentro de algunas horas no habrá remedio para nosotros. Ya sabe usted que las facciones de Aragón y Navarra, en la imposibilidad de hacer cosa de provecho en aquellas provincias, vienen a reforzar las de Cataluña.
-Yo no sé nada.
-Se dice que pronto llegarán a Solsona. Yo temo volver a visitar los aposentos subterráneos del ayuntamiento, y usted no debe vivir muy tranquilo puesto que ya está declarado rebelde y pronto se le declarará vendido a Calomarde. Sé lo que son revoluciones y sé cómo se trata en ellas a los que después de haberlas servido las abandonan.
Tilín no atendía a las razones harto discretas del forastero. Abstraído en otros pensamientos dijo de súbito:
-Yo tengo una casa en Cadí... allá en los bosques de la Cerdaña, donde apenas hay raza humana... ¡Qué soledad, qué soledad tan grande aquella!
-¡Ah! -dijo Servet-. ¡un buen guerrillero, cansado del mundo y herido en el corazón por los desengaños se retira a hacer vida de anacoreta en su casa solar! Muy bien. Me gusta esa idea que responde a dos necesidades urgentes, la de descansar de las fatigas de la guerra o de los sobresaltos amorosos y la de ponerse a veinte leguas del conde de España, cuya compañía debe evitar quien estime en algo la vida. Y el conde de España está en Cataluña... lo que equivale a decir que nuestras cabezas y las cabezas de todos los guerrilleros apostólicos están sobre el tajo. En mal hora vendrán esos valientes navarros y aragoneses, como no vengan, según se ha dicho, a someterse.
-El locutorio -dijo Pepet de súbito- está al lado del camarín, donde están el altar viejo y las piezas del monumento.
Pasmado se quedó el forastero al oír razones tan incoherentes y que tan mal respondían al asunto de que se trataba. Continuó hablando de la necesidad de huir, de la absoluta perdición de la causa apostólica, y cuando pidió a Pepet su parecer sobre tan importante opinión, respondiole el irritado voluntario:
-De aquí a mi casa de la Cerdaña... cuatro jornadas y cuatro descansos, uno en Regina Cœli, otro en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat.
Oyendo tan desconcertadas razones, Servet pensó que aquel hombre había perdido el juicio.
-Cree usted -dijo Tilín echándose las manos a la espalda y dando algunos pasos en contrario sentido- ¿cree usted, Sr. Servet, que el viento Sur me será favorable?
-Si piensa usted ir en buque...
-No es eso, digo que será favorable... ¡Oh! no, mejor será el viento Nordeste.
Y miró al cielo para ver la dirección que llevaban las nubes.
-Norte fijo- afirmó Servet mirando también y riendo de los despropósitos de su nuevo amigo-. Cataluña necesita un poco de fresco para limpiar su atmósfera de lo que le viene del Sur. También tenemos al Rey D. Fernando en camino de esta tierra, y según todas las noticias ya debe de estar cerca de Tarragona. Ese solícito y paternal monarca ha querido venir por sí mismo a aplacar la insurrección... ¿Sabe usted, señor Tilín, que más me huele a cáñamo que a pólvora?
El voluntario no contestó sino después de pasado un rato.
-Todo podrá quedar hecho en una hora -dijo mirando con extravío a D. Jaime-, y se hará, se hará.
Al decir esto oyose lejano y ronco el ruido de los tambores de guerra, y algunos hombres pasaron presurosos por la plaza disputando. Reuniose bastante gente, y entre el rumor de las hablillas oyose que decían:
-Las facciones de Aragón... ahí están.
-Ahí tenemos ya a la canalla que faltaba -dijo Servet-. Ya vengan a pelear, ya vengan a someterse, conviene evitar su compañía. Buenas noches, Sr. Tilín.
El voluntario le estrechó la mano, diciéndole:
-Tendrá usted el caballo que desea, pero es preciso que me dé su coche.
-Con la mejor voluntad del mundo -replicó el otro lleno de gozo-. Es un mueble que no me parece mío sino por lo que me estorba.
-Pues yo lo necesito: es para mí de grandísima utilidad.
-Como el caballo para mí. Bendito sea el momento en que, entrando por la calle de los Codos, vi descolgarse de la tapia...
-Basta. Usted no ha visto nada.
-Es verdad, amigo y protector mío: nada he visto.
Estipularon en seguida de un modo formal y definitivo el cambio que habían indicado. Servet daría su tartana a Tilín a trueque de un caballo. Mas como el guerrillero no tenía por el momento más que el suyo, o sea el de Jep dels Estanys, hizo solemne promesa de buscar el que Servet necesitaba, y de tenerlo a su disposición en todo el día siguiente.
No pudo fijar Tilín punto determinado para verse ambos amigos en el curso de las veinticuatro horas siguientes, «porque -decía- mis quehaceres serán muchos mañana, y no se me podrá ver por ninguna parte».
Al fin quedó concertado que Servet entregaría al día siguiente su coche y fuera al caer de la tarde a la posada de José Guasp, donde hallaría a un amigo de Tilín y con este el deseado caballo. Dándose afectuosos apretones de manos, despidiéronse cuando ya entraban en la plaza los grupos de guerrilleros aragoneses y navarros que acababan de llegar.
-¿Podremos hacer el viaje juntos? -dijo Servet al voluntario.
-De ningún modo -repuso este-. ¿Sale usted mañana?
-Contando con el caballo, mañana.
Tilín clavó sus ojos en el cielo. Ceñudo y fosco parecía leer en la tierra misteriosos anuncios del destino.
-Entonces...
Y dijo una frase que uno y otro ¡ay! habrían de recordar más tarde.
Aquella frase era:
-Quizás nos encontremos en el camino.