Un testigo de bronce: 4

​Segunda parte de Un testigo de bronce (leyenda tradicional, 1845)​ de José Zorrilla
Capítulo IV


Segunda parte editar

La lobreguéz de la noche
tiene ya con sus tinieblas
aquella ciudad dormida
por todas partes envuelta.
Del manto azul de los cielos
ni un giron percibir dejan
los vapores que interpuestos
brotan entre él y la tierra.
Y el murmullo de la vida
apagado por do quiera,
todo es calma y todo sombra,
todo calla, y se ve apenas
algun farol espirante
que ante alguna imagen cuelga,
y el rumor solo se escucha
de las aguas del Esgueva
que cruzan por la ciudad
con débil corriente lenta
por entre los guijos ásperos
que entorpecen su carrera.
Solo en una de las muchas
curvas que á trazar le fuerzan
los edificios que le abren
paso, con la luz siniestra
de un farol que ante una imagen
suspendido reverbera,
se ve un trozo de una calle
y el rio que la atraviesa.
Un puentecillo de un ojo
reune dos callejuelas
que vuelven á dividirse
en cuanto de él se libertan.
La una solitaria, lóbrega,
mal empedrada y estrecha,
la parroquia de la Antigua
casi en su mitad rodea.
Sobre el agua al otro lado
da otra parte de la iglesia,
y en el muro que hace cara
al rio y la calle á medias,
hay en un nicho una efigie
del Crucificado puesta
dentro de un escaparate,
que entre cristales se cierra;
y allí es donde está el farol
que sobre el agua refleja
un círculo de luz parda
trazando con su luz trémula.
Y allí es donde á largos pasos
en aquella noche mesma,
llegando dos embozados
con diabólica fiereza
se trabaron á estocadas
en sacrílega contienda.
Y á la luz de aquel farol
que avisa alli la presencia
del Hacedor de la vida
contra las suyas atentan.
Nadie despertando al ruido
de sus cuchilladas recias
abrió su ventana, nadie
dando á deshora la vuelta
de galenteo ó tertulia
llegó al lugar de la escena
y no hubo tampoco ronda
que á dividirles viniera.
Ellos por espacio largo
continuaron su pelea
con tenacidad furiosa
y profana irreverencia.
Al fin se oyó de uno de ellos
la voz que dijo con fuerza:
déjale, déjale! y luego
la del otro que exclamaba:
¡ah traidor, maldito seas!
A estos dos gritos, que oidos
sobre el rumor del Esgueva,
fueron desde el lecho por
el llavero de la iglesia,
se abrieron de una ventana
las encajadas maderas,
y mirando á todas partes
apareció por entre ellas
cubierta de un gorro blanco
de aquel hombre la cabeza.
Mas nada debió de ver
puesto que á cerrar volviéndolas,
quedó otra vez en silencio
la calle, el rio y la iglesia.

Capítulo IV. editar

Por el que comprenderá quien atento leyere que aquel polvo trae este lodo

Iba Don Miguel de Osorio
en la mañana siguiente
para empezar sus tareas
á sentarse á su bufete,
cuando entrándose el portero
del juzgado de repente
dijo: perdonad, señor,
que asi atrevido penetre
sin órden en vuestro cuarto;
pero el caso es muy urgente.

EL JUEZ.

¿Qué hay, pues?

EL PORTERO.

Un pesar muy grave.

EL JUEZ.

¡Hablad en fin! ¿qué acontece?
¿qué es ello?

EL PORTERO.

Traen el cadaver
de un hombre, y segun parece
murió en la calle esta noche
asesinado vilmente.

EL JUEZ.

Han cogido al asesino?

EL PORTERO.

No señor.

EL JUEZ.

    Pues bien: que dejen
depositado el cadaver
en esa iglesia de enfrente;
que llamen al escribano;
que al doctor busquen, y á verle
pasaremos al momento.

EL PORTERO.

¡Ah señor!

EL JUEZ.

    ¡Qué mas sucede,
vive Dios que estais tan trémulo
y asustado! Su supiéreis
algo de lo sucedido
esta noche en esa muerte
declarareis y laus Deo.
Mas ¿á qué mil diablos vienen
esas lágrimas ahora?
¿Era el muerto algun pariente
vuestro?

EL PORTERO.

   ¡Ay señor, ojalá!

EL JUEZ.

Concluyamos, pues, imbécil,
de una vez: que entre la ronda
ó quien quier que le trajere.

EL PORTERO.

Le trae la vuestra, señor.

EL JUEZ.

Que pase, pues.

EL PORTERO.

    No se atreve
ninguno á daros tal nueva.

EL JUEZ.

Pero ¿qué misterio es este?
para informarme que un hombre
ha muerto por mano aleve,
declarar y entablar de ello
la causa correspondiente,
¿qué teme nadie de mí?
¿por qué no han de osar mis gentes
darme noticia del caso
que á mi juzgado compete?

EL PORTERO.

Señor, porque es conocido
vuestro el muerto.

EL JUEZ.

    Y aunque fuese
mi mejor amigo, soy
juez, y me imponen las leyes
la de administrarlas justo
por mas pesar que me cueste.
Con que decidles que pasen,
y el muerto á la iglesia lleven,
si es que no se le conoce
y de familia carece.

EL PORTERO.

¡Ay señor! un noble tio
tiene no mas.

EL JUEZ.

    ¡Dios clemente,
qué horrible luz en mi alma
habeis hecho que penetre
ese muerto…!

EL PORTERO.

    Es Don German.

EL JUEZ.

¡Mi sobrino!

EL PORTERO.

    ¡Contenedle,
Dios santo!

EL JUEZ.

¿Donde está? ¿dónde?
¡Dios piadoso sostenme!



Y asi Don Miguel de Osorio
salió descompuestamente
por sus cámaras gritando
y sin poder contenerse.
Ya estaba todo el zaguan
y la escalera de gente
llenos, en torno del muerto
que en hombros varios sostienen.
Llegaron al mismo tiempo
los doctores: é impaciente
el triste juez por saber
pormenores que apetece,
entre ira y duelo á pedirles
empezó públicamente.
Testificó el escribano;
declararon los corchetes;
reconocieron los sabios
el cuerpo pausadamente:
llamóse un maestro de armas
á que declare si puede
con cuál fue hecha la herida,
y por lo que afirma osan
testigos é inteligentes,
Don German ha sido muerto
con espada alevemente.
En el izquierdo costado
una sola herida tiene
que no pudo recibir
en aquel sitio batiéndose
pues que tenia su espada
empuñada fuertemente.
Luego á traicion le mataron
por la izquierda acometiéndole,
mientras con otro reñia
que le atacaba de frente.
Quien le mató y por qué causa
es un misterio que envuelven
las sombras de aquella noche,
y que descubrir no pueden
suposiciones ni indicios
sin que la opinion se arriesgue
de quien suponga ó indique
lo que en las tinieblas duerme.
Pero Don Miguel de Osorio,
cuyo pesar no entorpece
su perspicacia de juez,
ni su experiencia le tuerce
jamás el juicio, en su alma
una sospecha hervir siente,
que mas incremento toma
cuanto mas él la revuelve.
Al fin enjugó las lágrimas
de sus ojos, convenientes
órdenes dió á sus criados
para que el cuerpo se entierre
de Don German, y suntuosos
funerales se celebren;
y encerrándose en su cuarto
de sus rondas con el jefe,
hombre de mucha destreza
en rastrear los delincuentes,
misteriosas instrucciones
le dió, y pronto despidiéndole
sus cuotidianas tareas
emprendió tranquilamente.
Bien revelaba el semblante
lo que el corazon padece,
mas él ahogó sus pesares
al cumplir con sus deberes.




A las nueve de la noche
de esta jornada fatal,
de Aurora en el aposento
con ella estaba Don Juan.
Ela en un sillon de brazos,
él á su pie en un sitial,
ela como nunca hermosa
y él como nunca galan,
trabada amorosa tienen
conversacion, de la cual
conviene oir lo que resta
desde el punto en donde están.

AURORA. Mas Don Juan, de esta manera

mis asuntos irán mal.

DON JUAN. Ya dejaremos aqui

quien de ellos pueda cuidar.
Yo soy rico, y yo te adoro:
ahijado del Rey, me dá
honras que yo no ambiciono,
pues que puedo conservar
con mis rentas y mi brazo
mi honor y mi libertad.
Un hombre, pues, como yo
bien en la Corte no está:
si su favor aprovecha
porque se le han de envidiar,
y á quien algo le codician
siempre vive con afan.
Si desperdicia el favor
que puede fácil lograr,
porque con quien se le ofrece
por fin le malquistarán.
Por todas estas razones,
y otras muchas ademas
que yo me sé, determino
querida Aurora viajar.
Soy de mi familia el único,
gracias á Dios; un leal
y viejo criado hace
mis haciendas prosperar,
y quiero que alguien me ayude
á gastar su renda anual.
Ni tengo amigos, ni quiero
á vagos alimentar:
mas no me siento hácia el oro
aún con desprecio tal
que le renuncie y sea monge,
ó que se lo quiera dar
á los pobres, que son gente
que no lo agradecerá,
pues pienso ejercer primero
sobre mí mi caridad.
Ahora, bajo este supuesto
te digo: que abandonar
quiero unos años la Corte
y aun nuestra España quizá.
Viajar solo es diversion
que poquísimo soláz
proporciona, y es muy duro
no tener con quien hablar.
Tú eres sola en este mundo.

AURORA. Mi tia.


DON JUAN. Es un carcamal

que necesita reposo,
y á Ronda se volverá
con renta que yo la dé
para ir al sepulcro en paz.
Con que he pensado llevarte
conmigo, Aurora, en lo cual,
segun lo que se me alcanza,
nada al cabo perderás.
Irás hasta donde quieras,
y do te canses quedar
te puedes, y desde alli
á España te tornarás;
puesto que es justo que pague
ida y vuelta mi caudal.

AURORA. Mas ¿por qué con tanta prisa

el partir determinais?
¿Qué mal estamos aqui?

DON JUAN. Ello ha de ser: tú verás,

pues, lo que mas te conviene,
porque yo no puedo ya
el fastidio de la Corte
por mas tiempo soportar.
Si yo no vivo á mi antojo
sin que Rey ni autoridad
á darme venga consejos
que yo al fin no he de tomar;
si no dejo este prestado
carácter de gravedad,
si no riño, y rondo, y juego
cual fuere mi voluntad,
con las rentas que me sobran
y todo el favor real,
de fastidio y de inaccion
creo que me he de secar.
Y he aqui que te he hablado
con franqueza y con verdad
mi intencion, y en ella estoy
tan resuelto, y tan tenaz
voy á mantenerme en ella,
que de tu amor á pesar
si seguirme no te place
por despedido me dá.

AURORA. Pero Don Juan…


DON JUAN. Con el alba

parto.

AURORA. Tal tenacidad

da á entender que para ello
razones grandes habrá.

DON JUAN. Si por Dios! la alegre vida

que llevo, mi mocedad
aprovechando, los lances
á que mil veces lugar
dí con juveniles ímpetus
que no modero jamás,
sé que han sido consultados
con el santo Tribunal,
que un dia ú otro es preciso
que me venga á amonestar,
lo cual por mas que sea en valde
sé que me molestará.



Y aqui iba ya de su plática
el libertino Don Juan,
cuando dos aldabonadas
la vinieron á turbar
que asentaron en la puerta
de la casa en donde están.
Abrió el mozo la ventana
diciendo airado: ¿quién va?
—La justicia, respondieron.
—Venga la justicia en paz,
repuso Don Juan: mas ahora
¿qué negocio aqui le trae?
—Una prision que esta noche
tiene en vos que ejecutar.
—¿En mí?
—En vos, y las personas
en cuya compaña estais.
Abrid, pues, á la justicia
ó á las resultas mirad.
Quitóse de la ventana
Don Juan, y vuelta la faz
á Aurora que sin aliento
yacía sobre el sofá
dijo: en vano es resistir:
si os teneis de qué acusar
mirad si hay parte que paso
franquee á la vecindad,
mientras que yo los detengo
mal que pese á Satanás.
Mas viendo que en vez las dos
de asir con celeridad
de uno ú de otro partido
se soltaron á llorar,
dijo: «á mi no me conviene
contra el santo Tribunal
hacer armas, porque nada
pueden contra mi probar.»
Y en la escalera llamando
al paje que con él va,
mandóle á los que venian
francas las puertas dejar.
Entró el jefe de las rondas
del juez Osorio, y el tal,
al mancebo saludando
con cortés urbanidad
díjole: siento teneros,
siendo quien sois, que tratar
asi, mas daos, señor,
preso por su Majestad.
Don Juan que no vió libreas
del santo Oficio, y á mas
conoce perfectamente
á quien hablándole está,
le dijo á su vez con tono
de amenaza: meditad
lo que vais hacer, buen hombre,
porque si os atropellais
y una sinrazon conmigo
cometeis, os va á pesar.
Yo soy noble, y como noble
dependo de autoridad
competente á la nobleza,
y el Rey llevarálo á mal.
—Señor, dentro de un momento
os podeis justificar
delante del mismo Rey
que es quien me ordena asi obrar.
—¿El Rey me manda prender?
—Por el juzgado especial
del juez Don Miguel de Osorio.
—En ese caso guiad;
pero estas damas…
—En tanto
aseguradas no mas
quedan, que esteis preso vos,
pero si por libre os dan,
mañana mismo con vos
quedarán en libertad.
Y esto diciendo, y tomando
el estoque de Don Juan,
mandó el jefe de la ronda
una litera acercar
que dejó de aquella casa
esperando en el portal,
y hácia el juzgado volvieron
sus pasos á enderezar.