Un amor romántico curado con aceite
Clotilde es una niña preciosa, encantadora, divina; virtuosa, eso sí, pero que, sin embargo, lleva siempre al retortero doce ó catorce pollos de los que compran las camisas al regenerador de idem, los sombreros de 100 reales y el pantalon y el gaban con arreglo al figurín que no ha llegado todavía.
Uno de estos, Alfredo, tiene entrada en la casa, es el mas pobre, el mas feo y el mas viejo, porque tendrá lo menos diez y siete años, y como si tres fueran muchos mases, á su vez es el menos querido.
Un dia, por su fortuna ó por su desgracia, Alfredo se encontró solo con Clotilde. Si fuéramos novelistas, la ocasion se nos presentaba á pedir de boca, pero no lo somos y pasamos por alto toda la conversacion.
Aquí puede quedar un blanco de veinte á treinta páginas.
— Clotilde, concluyó Alfredo diciendo, esta es una vida mil veces peor que la muerte; yo quiero que V. me diga terminantemente que no me ama, que no me puede amar. ¡Clotilde! necesito un sí ó un nó: si lo primero, para arrojarme á sus pies, y si lo segundo....
— ¿Para qué? dijo la niña con curiosidad.
— ¡Para qué! es un secreto espantoso que no me atrevo, que no puedo revelar.
— Pues digo....
— ¿Qué sí?
— Que no.
— ¡Ah! esclamó Alfredo llevándose las manos á la cabeza.
A poco rato se sentó, quedó tranquilo como si hubiese hecho un esfuerzo sobre sí mismo, y dijo á Clotilde.
— ¿Querrá V. mandar que me den un vaso de agua?
A los dos minutos lo tenia en sus manos.
Sacó un papel, echó en el vaso unos polvos y se bebió el agua.
Clotilde principió á temblar, encontraba en esta operacion tan sencilla una cosa estraña, que no se esplicaba.
— ¿Qué seria lo que contenia el papel? ¡Dios mió! ¿Qué seria?
Alfredo dijo con una calma espantosa:
— ¿Hé perdido el color, Clotilde? ¿Me pongo lívido?
— Sí, sí, yo creo que sí, dijo la niña temblando.
— No, no es tiempo, no ha podido producir su efecto.
— ¡Su efecto! ¡qué! Alfredo, ¡por Dios! ¿Qué tiene V.? ¿Qué es lo que ha tomado?
— ¿Lo quiere V. saber?
— Sí.
— Pues es.... ¡un veneno!
Clotilde dió un grito, y en un instante se halló reunida toda la familia, la casa era una confusion. Unos traían aceite, otros agua caliente, otros llamaban á gritos al médico, al celador y á los vecinos.
Alfredo se resistía á beber; pero dos criados lo sujetaron, le abrieron la boca y le embaularon en el cuerpo cuatro ó seis libras de aceite y media arroba de agua próxima á herbir.
Alfredo se moria, se moria de congoja, se moria de agua, de aceite, qué se yo, pero se moria.
Entre tanto el médico no llegaba, y el agua y el aceite continuaban entrando como si el pobre jóven fuese el depósito del Campo de Guardias.
Llega el médico, lo manda sangrar una vez, dos, tres; le ponen sanguijuelas, sinapismos, cantáridas, ventosas y moxas....
— El veneno es muy activo, dice el médico, y no lo vamos á neutralizar si no se le dá mas agua y mas aceite.
Alfredo hace entonces un esfuerzo heróico, y logra por fin desasirse de las manos de los criados. Conoce que va á morir si aquella situacion dura un cuarto de hora.
— ¡Silencio! grita con desesperacion; señores, ¡por Dios! No es un veneno lo que he tomado.
— ¿Pues qué? dicen todos á una voz.
— Azúcar.
Una carcajada general estalla en la sala; el médico toma el sombrero, Clotilde se esconde avergonzada, y Alfredo, derribando criados y sillas, salva de un salto la escalera, y pies ¿para qué os quiero? Aun está corriendo.