El Museo universal (1868)
Un ángel
de Evaristo Fábrega

Nota: Los acentos han sido modernizados.
De la serie: Literatura


UN ÁNGEL


Los ángeles en el mundo
      no están bien y se van presto.

He visto pocas mujeres que se pareciesen por su belleza física, por sus cualidades morales, por su claro entendimiento a esos seres que nuestra imaginación se complace en creer los más perfectos que han salido de las manos del Creador. Pocas, sí, he conocido, pero felizmente he conocido alguna, y he podido convencerme por completo de que no era ese un tipo fantástico forjado por los poetas. Desgraciadamente, desaparecen muy pronto de entre nosotros, yendo a aumentar el número de los ángeles en el cielo. Aunque joven todavía, también puedo exclamar con Víctor Hugo: «¡Cuántas jóvenes he visto morir yo!» Y esas han sido precisamente, tal vez por una casualidad providencial, si puedo expresarme así, las mejores de entre las buenas. Nuestra mente goza al hermanar la hermosura con la bondad, no porque siempre lo hermoso sea bueno, puesto que hay vasos preciosos que contienen un brebaje repugnante, sino porque esa inclinación, innata en nosotros, proviene del deseo, de la necesidad diré mejor, de que la belleza moral se vea completada por la belleza física. Por mucho que se admire a la mujer buena; por más que nos hallemos dispuestos a concederla una perfección superior a la del mayor número, nos desconsuela ver que, por no ser su cuerpo hermoso también, no podemos forjar en nuestra mente mil quimeras que nos halaguen y cautiven. «Hermoso es el bien por sí; pero en una hermosa más, » ha dicho Hartzenbusch, lo cual llena por completo mi pensamiento. Es esto tan cierto, que a la mujer bella la dispensamos con facilidad ciertas imperfecciones que no nos hallamos dispuestos a perdonar a la que no lo sea.

Hace muchísimo tiempo veía yo a menudo a una joven hermosa y pura como una creación de Murillo. Era yo entonces muy niño, y mi corazon no palpitaba todavía a impulso de esas sensaciones que produce más tarde en nosotros la mujer: no me hallaba tampoco bajo la impresión de ese sentimiento dulcísimo que forma las delicias de nuestra primera juventud, y que, exento por completo de materialismo, se complace en llevar nuestra imaginación por las regiones de lo ideal, de ese amor, en fin, tan puro como el aliento de una virgen, y del que conservamos todos—por la razón de que no se vuelve a sentir—recuerdos inolvidables. Mi carácter travieso, pero en extremo sensible y juicioso también, me permitía fijarme con alguna atención en cuanto me rodeaba, y escuchaba con recogimiento profundo todo lo que se decía al relatar algo que halagase mi imaginación infantil. Cuando en alas del recuerdo contraigo mi vista a aquellos tiempos, todavía me es permitido contemplar a esa joven rodeada de toda la belleza, de todo el prestigio, de toda la poesía que tanto embelesaba a cuantos por dicha la conocieron. Una simpatía general y profundísima era el más pequeño de los sentimientos que inspiraba, porque se la quería como hermana, se la amaba como envidiable amiga, se la admiraba como perfecta belleza, y se sentía, en fin, por ella, algo parecido al sentimiento que inspiran los seres inmortales que habitan en esas regiones donde tiene asiento una felicidad eterna. Era imposible de todo punto verla sin amarla; pero con ese amor puro, sosegado y tranquilo que eleva y engrandece al hombre, y que, como he dicho, tiene algo de veneración. ¡Oh cuán hermosa era! Una sonrisa triste, pero llena de bondad y de dulzura, vagaba siempre por sus rojos labios, y sus negros rasgados ojos, velados por luengas pestañas, llevaban impresa una tierna inquietud que conmovía profundamente. ¡Cuánto amor revelaba su semblante! Retratábanse en él toda la paz, todo el bien del alma, toda la ternura de su fe; intensa palidez la cubría realzando su belleza, porque era la palidez de la azucena. Su voz dulcísima parecía el eco de un sonido lleno de armonía que se pierde en lontananza. Imposible contemplarla sin enternecerse; imposible ver aquella joven tan bella, pero tan triste, sin desear poseer la clave de los profundísimos dolores que habían sin duda dejado en ella una huella tan marcada. Feliz al lado de su familia, había quizá, no obstante, padecido mucho; habían tal vez muerto en flor sus ilusiones; acaso había amado, y este sentimiento que en las almas vulgares deja imperceptibles señales de su paso, deja grabado un nombre, con caracteres de fuego, en las almas de temple superior. Y esas almas, que aman demasiado—si es que puede haber exceso en el amar—necesitan encontrar un alma gemela, y no hallándola casi nunca, sienten de continuo un deseo insaciable de vagar por las regiones de lo infinito; recuerdan su elevado origen; saben que han descendido del cielo por complacerse Dios en dar de vez en cuando a los mortales nuevas pruebas de su omnipotencia, y pensando de continuo en esas regiones donde se goza de felicidad inefable, sufren dolores no comprendidos del mayor número hasta que Dios las llama de nuevo a su lado. Y su peregrinación por el mundo no es estéril: ejemplo vivo de todas las virtudes despojadas de inútil austeridad, revestidas de dulcísima melancolía, llenas de encanto y de belleza, conmueven hasta los corazones empedernidos y alcanzan en ellos una victoria completa.

Y la vida de esa joven fue una vida de amor, de caridad y abnegación. Conmovíase profundamente de dolor ante las ajenas desdichas; celebraba con toda la sinceridad de su alma las alegrías de los demás; consolaba a los desgraciados, y dispuesta como se hallaba a todos los sacrificios, hubiera dado con placer su vida porque Dios no arrancase a una familia el padre, la madre o el hijo, esperanza de su vejez. Hija sumisa, hermana cariñosa y buena, hubiera hecho feliz al esposo querido de su corazón: habría sido excelente madre. Dios no lo quiso. ¡Cuán hermosa fue su muerte! Objeto de las más vivas simpatías de cuantos la conocieron; bendecida de todos; rogando todos a Dios porque no separase tan pronto de este mundo a ese modelo de todas las virtudes; rodeada de todas las personas que ocuparon en su corazón un lugar preferente; sonriendo a todos con una sonrisa que nadie había visto vagar en otros labios; diciéndoles mil palabras consoladoras que hacían creer con toda seguridad que aquella separación sería muy breve y que volverían a verse para no separarse jamás, exhaló su último suspiro en medio de las lágrimas de cuantos la rodeaban. Y cuando el espíritu había ido de nuevo a gozar de las eternas bienaventuranzas, dibujábase todavía en aquellos labios descoloridos una sonrisa, pero que ya no era una sonrisa llena de una felicidad imposible de sentir y de comprender. «¡Era un ángel!» exclamaba todo el mundo, ahogada la voz por los sollozos. Y cuando después de tanto tiempo oigo evocar su inolvidable recuerdo, todavía los labios balbucientes, revelando lo que siente aun el corazón, dicen con apasionado acento: «¡Era un ángel!» – ¡Dichosos los que dejan en la tierra recuerdos tan gratos e imperecederos!


EVARISTO FÁBREGA.