Cuando Liborio Peralta hubo oído todo lo que contaba su amigo Antonio Mesquita, de los cambios con que, después de quince años, había topado en sus antiguos pagos, le dieron las ganas de ir, él también, a pasar unos cuantos días en la querencia vieja, para ver si era cierto lo que decía el compañero.

Hacía también muchos años que faltaba de los campos del Bragado, donde había nacido y pasado su juventud, y bien se figuraba que si, por el Gualichú, todo había cambiado tanto, igual debía de ser por las costas del Saladillo.

Lo que sí, antes de decidirse a armar viaje, esperó todavía un tiempo, dejando, hoy por un pretexto, mañana por otro, pasar semanas y meses. Es que el amigo Liborio no se había ido afuera, solamente a buscar fortuna; dejaba tras sí, al mandarse mudar, al trote largo de su tropilla, a otro gaucho mal herido, después de una pelea, en un boliche; y, aunque bien supusiera que, después de tantos años, nadie se iba a acordar de él quedaba algo irresoluto, entre las ganas de ir y el recelo de ser molestado, sobre todo que nunca había podido averiguar si el herido había muerto o no.

Pero ya, después de dos años de vacilaciones, alentado por lo que todos le decían, que no podía haber peligro ni siquiera de que lo conocieran, se marchó. Era un viaje como de cien leguas el que tenía que hacer, pero no tenía por qué andar de prisa; viajó despacio, conchabándose por día, donde encontraba algún trabajo a su gusto, y, poco a poco, se fue acercando a la querencia.

No hubiera creído el hombre que le produjera emoción alguna el pisar otra vez, después de su larga ausencia, los sitios en que había aprendido a vivir.

Así fue, sin embargo.

Todo, por supuesto, había cambiado en grande. Cuando se había ido, en 1880, no pasaba el tren todavía del Bragado, que era un pueblito, no más. La campaña era todavía bastante desierta, con puros campos grandes y poca hacienda; ahora, por todos lados, había montes, alambrados, caminos. El ferrocarril cruzaba por donde no se había conocido antes un rancho siquiera, y en cada estación había un pueblito formándose, con galpones llenos de maíz y trigo, y un movimiento loco.

Liborio, al principio, cada vez que se encontraba con alguna tropa de carros o con algún transeúnte, temía ser conocido; pero pronto vio que casi todos los que por ahí andaban eran extranjeros que no lo podían haber visto nunca. Hasta pasó cerca de él una comisión de policía; pero, si eran del pago los milicos que la componían, habían sido criaturas cuando él se había ido, y lo dejaron pasar, indiferentes. Lo que le llamó la atención fue lo bien que estaban equipados y armados; esto ya no tenía nada que ver con los policianos agauchados de antaño.

Se dejó llegar a una casa de negocio que, en otros tiempos, había conocido boliche, y fue entonces cuando se pudo dar cuenta de los cambios que habían sufrido, no sólo las cosas, sino también la gente. Era día de trabajo, pero, asimismo, había en la casa mucho movimiento y bastante gente. Mientras Peralta almorzaba con sardinas y nueces, consideraba con cierta admiración el ambiente nuevo que lo rodeaba y en el cual se sentía medio perdido.

Afuera, en los campos desiertos aún, donde viviera boleando, changueando y matrereando, tantos años, todo era todavía como en los de su nacimiento, cuando los había dejado y reinaba todavía, inconmovible, el boliche angosto, obscuro y sucio, de paredes de barro y techo de zinc, con el mostrador protegido por una gran reja de fierro, detrás de la cual andaba el personal de la pulpería, al reparo de las arremetidas de borrachos y gauchos malos. Lo que vela ahora era una amplia casa de material, anchos mostradores, accesibles a cualquiera; con piso de tabla, como en una sala, y vidrieras por todas partes, llenas de una porción de cosas que nunca había visto Peralta, ni suponía que pudieran servir de algo.

En los estantes, había pocos ponchos y chiripaes, y al ver a los parroquianos que entraban en la casa, se comprendía fácilmente que debían de ser estos artículos ya pasados de moda. Los clientes, casi todos, eran italianos, con uno que otro español, y venían a hacer sus compras, acompañados de sus mujeres, las cuales se daban un tono bárbaro, pero con modales toscos de gente sin cultura, enriquecida de golpe.

Todos hablaban a gritos, y aunque no fuera en cristiano, el pulpero los entendía muy bien, pues era de la misma nación.

Por lo demás, sus conversaciones pronto parecieron algo insulsas a Liborio. Muy poco hablaban de animales, de rodeos y de majadas, de yeguas perdidas y de marcas, o más bien dicho, nada; pues todo era hablar de trigo, de siembra, de cosecha, de negocios; parecía que ni se sabía ya casi lo que eran carreras.

Lo que compraban tampoco nada tenía que ver con lo que acostumbran consumir los gauchos. Tomaban ellos las copas, pero siempre eran de vino, vino francés, o carlón, o barbera, o aun de Mendoza, pero puro vino, y vino tinto, siempre, como para ponerse bien coloradas las mejillas, la nariz y las orejas. Y con esto una porción de cosas que nunca antes se hubieran vendido: compraban más pan que galleta, y más camas cameras, buenas y confortables, que catres. Pocas coronas y pocos estribos pedían al mozo, pero sí bolsas a millares, y arados, y máquinas agrícolas, y más palas de puntear vendía el pulpero que cuchillos y facones.

Liborio se admiraba de ver tan pacíficos, hombres tan fuertes y tan fornidos, y le entraba hacia ellos como un desprecio cada vez más profundo. Se congratulaba de haber dejado esos pagos, invadidos ahora por tanto gringo. ¿Qué habría hecho él con quedarse entre esa gente? ¿De qué le habrían servido, con ellos, sus habilidades criollas? Casi era como si le hubiesen quitado la patria; pues había tenido, a ratos, la idea de quedarse en éstos sus pagos y de buscarse la vida en ellos; y ahora se encontraba como desterrado, en medio de otras costumbres, de otros modos de vivir y de pensar.

Vio que para seguir ahí, hubiera tenido que aprender demasiadas cosas, y lo mismo que su compañero, Antonio Mesquita, optó por volver a los campos desiertos de la Pampa, donde la vida se reduce a tan pocas necesidades que también casi huelgan las obligaciones.

No para todos es la bota de potro, ni tampoco para todos tienen atractivos los progresos de la civilización.


M42


Regresar al índice