Protección eficaz


Protección eficaz editar

El día que su patrón, hombre influyente en la política local, procurador y agente judicial, amigo del juez de paz y quién sabe qué en la Guardia nacional, le aseguró que sería muy fácil hacerle conseguir en arrendamiento un buen lote de campo de estancia, de los del Gobierno, con derecho a compra, don Manuel Fernández pensó haber realizado el sueño dorado de su vida, larga ya, de empeñosos esfuerzos, y de trabajo rudo y asiduo.

Honrado y robusto hijo de Galicia, venido al país cuando apenas tenía veinte años, de ninguna instrucción y de poca viveza natural, pero lleno de buena voluntad, se había internado en la campaña, fijándose en el Azul, pueblo fronterizo, entonces, pero importante ya, y lleno de recursos y de porvenir.

A su humilde suerte había ligado la suerte más humilde todavía de una china de por allá, y formado una familia algo numerosa, a la cual había conseguido inculcar el amor al trabajo.

No vaciló en aceptar la oferta del que consideraba como su desinteresado protector y que, en su ignorancia, creía ser a la vez que un verdadero hombre de estado, un gran doctor, un distinguido militar, y un hombre de bien.

Puso su firma -lo que, para él, era el más penoso de los trabajos- al pie de un documento que debía, según dijo el otro, asegurar, para más tarde, la propiedad; y se fue con su mujer y sus hijos a establecerse en tres leguas de campo, algo lejanas, poblándolas a fuerza de años, de privaciones y de trabajo, con bastante hacienda, que sus hijos lo ayudaban a cuidar, haciéndose hombres y diestros en todas las faenas de la ganadería criolla.

El anhelo del padre, el pensamiento de todos sus momentos, la única ambición de su vida, la que sola lo impulsaba a seguir con tesón su constante trabajo, y a sostener con su voluntad la de sus hijos, a soportar valientemente cualquier privación y a permitir que la soportasen los suyos, era la compra definitiva de ese pedazo de suelo.

¿Y qué más podría ser?

Sólo la posesión del suelo poblado por él y los suyos podría asegurar el porvenir de la familia; las haciendas peligran, mueren, dejan la ruina, muchas veces, al que no posee la tierra y tiene que pagar el pasto, que lo coman sus animales con provecho para él, o que sólo lo abonen con sus huesos para el propietario.

Llegó, a los diez años, el momento deseado y, con vender una parte de su hacienda, se puso en condiciones de adquirir del Gobierno, en propiedad definitiva, el campo que ocupaba, compra a la cual la ley de entonces le daba derecho como primer poblador y arrendatario que siempre había cumplido religiosamente con su obligación.

Fue entonces que supo que, si bien la propiedad estaba segura, lo era no para él, sino para el que aparecía como verdadero poblador; para su generoso patrón, de quien había reconocido formalmente los derechos, aunque sin saberlo, por el documento firmado.

La tierra había tomado, mientras tanto, mucho valor; el tren se venía acercando al Azul; empezaba la especulación. Gracias al certificado de población real otorgada por el juez de paz, el hábil protector pudo sacar con la mayor facilidad las escrituras en regla.

Fernández todavía conservó la esperanza que, vendiendo casi toda la hacienda, podría quizás comprar el campo a su feliz dueño. Pronto vio que, ni con todo lo que tenía, alcanzaría a pagar el precio que éste pedía. Y se contentó con seguir trabajando, pagando desde entonces un arrendamiento matador por lo que siempre había considerado como recompensa merecida de su trabajo, sin que nadie lo hubiese desengañado.

Pero la desesperación había entrado, con ese golpe, en su alma sencilla.

El subterfugio inicuo le quitaba a traición la posesión real de esa tierra fecundada por sus rebaños, regada, cada día, con su propio sudor y el de sus hijos, y le indignaba ver que todavía se le pretendía exigir agradecimiento por haberle facilitado la ocupación de ese campo durante tantos años, a precio tan reducido; como si fuera servicio el dejarle creer a uno que el niño que cría es suyo, y arrancárselo, una vez que el cariño, con que nos domina lo que nos ha costado penas y trabajo, se ha vuelto incurable.

Para él, este suelo era realmente la patria de adopción que lo consolaba de haber dejado para siempre la tierra natal; arraigado ya de veras, pensaba pasar tranquilo ahí los últimos días de su vida, y dejar a sus hijos, criados en ella, hechos hombres en la ruda tarea de amoldarla por su trabajo a su nueva misión de nodriza, esa tierra querida.

No supo resistir y murió, inconsolable; con razón, pues la misma borrasca que lo volteó, pronto hizo zozobrar, con toda su tripulación tan gentil y guapa, en los escollos de la dejadez y del vicio, la pobre navecilla familiar que tan bien creía haber dirigido...

Los arrendamientos subidos devoraron la hacienda, comercialmente mal manejada por manos inexpertas, y esa justicia, legal y malvada, que rige a los pobres, acabó su destrucción.

Pocos años después se cambiaba esa conversación, en una pulpería establecida en el mismo campo:

-¿Quién es ese gaucho que toma tanta caña?

-¿Es Romualdo Fernández, el hijo mayor de este gallego viejo, del Azul...

-¡Ah! sí; me acuerdo. Pobre, ¡qué lástima! Un muchacho a quien conocí tan trabajador y tan bueno.

-Así es, amigo.

-¿Y la madre?, ¿qué se hizo?

-Anda por allí, de cocinera en el Azul.


M42


Nota de WS editar

Este cuento forma parte de los libros: