Todo un pueblo/XXXIII
- XXXIII -
editarDe bruces sobre el rústico barandaje del vestíbulo permanecieron juntos, pensativos largo rato, con las manos fuertemente entrelazadas, como si quisieren protegerse de un peligro cercano, con las miradas sumergidas en la obscuridad de la noche augusta del bosque, tan sólo turbada por el impetuoso rugir del torrente que se rompía entre su cauce de peñascos, detrás de los jardines de la casa.
Isabel y Julián continuaban absortos en la muda solemne poesía que brotaba del fondo de la selva. En medio de este gran silencio podía oírse el simultáneo y violento latir de sus corazones asustados. Tenían los labios cargados de frases, de congojas, de suspiros, de interrogaciones y respuestas tumultuosas. Se iban a decir tantas cosas, tantas, que la emoción misma que sentían les embargaba la voz... ¡Y nada se dijeron!
Se miraron entonces de hito en hito, anhelantes, trémulos, con honda y penetrante fijeza, con ansia de leerse a través de las pupilas sus más escondidos pensamientos, adivinándose al fin, en la palidez de sus semblantes, todas sus tristezas, todas sus esperanzas, todos los nostálgicos deseos de su pasado, todas las carnales melancolías de un presente lleno de vehemencias y desesperaciones invencibles.
De pronto Julián se incorporó y, retirando el brazo con que se apoyaba en el barandal, rodeó la cintura de Isabel, atrayéndola dulcemente. Y ella, trémula, palpitante de dicha, se acercó, se abandonó, se volvió con todo el busto, irguiéndose a su vez, y quedáronse ambos de esta guisa frente a frente, en pie sin hablarse.
Y sin tomar precauciones, sin que ella sintiese una ola de rubor subirle a las mejillas ni él juzgase pecado imperdonable la reconciliación en aquella forma, como si obedeciese a un mandato divino, como si ejercieran legítimo derecho de desposados, se abrazaron con un abrazo inmenso, allí, en pleno vestíbulo, fundiéndose sus vidas en un solo beso, en un beso prolongado, en un beso ardiente, en un beso profundo...
Aquello debió ser largo, muy largo y muy hermoso. No se dieron cuenta del tiempo transcurrido.
La voz de Susana, que parecía venir de muy lejos, los sacó de su éxtasis. «Ya es tarde, Isabel; nos vamos a acostar.» Lo dijo desde un ángulo del extenso vestíbulo, donde, arrellanada y lánguida, como siempre, en un sillón, sostenía discreta y al parecer indiferente plática con Espinosa.
Sin perder su reposado continente, don Anselmo retiró su silla al ver acercarse a los jóvenes. Pero éstos no se fijaron en la rápida maniobra. ¡Qué sabían ellos lo que a su alrededor pasaba! ¡Eran demasiado felices para ocuparse de la existencia de los demás!
Cuando Julián se dirigió a su habitación, serían sobre poco más o menos las once de la noche. Marchaba a pasos lentos, casi vacilantes, como si estuviese aún agobiado por el peso de la felicidad.
A tientas cogió la vela que solía colocar sobre el velador junto a la cabecera de su cama; y cerca de ésta puso luego el reloj, un libro, los cigarros y una pistola de dos cañones, que sacó de un armario.
Después dio unas cuantas vueltas por el cuarto, cerró la ventana que daba al jardín, descorrió una cortina, arregló las ropas del lecho y empezó a desvestirse con gran pereza. De la misma suerte entró en la cama, mató la luz de un soplo y se dispuso a dormir.
Los ruidosos detalles de los que se disponían a hacer lo mismo en las otras habitaciones, embargaron no obstante su atención, y oyó a su madre, que antes de acostarse, cruzó varias veces de un lado a otro en zapatillas; oyó sucesivamente el rodar de un mueble, el golpe brusco de unas botas que cayeron al suelo, el roce áspero de un pasador que aseguraba una puerta.
También oyó un lavatorio feroz en el cuarto de Espinosa; voces apagadas y mal reprimidas en el de las criadas y, por último, allá en la alcoba de Isabel, percibió un rumor de ropas. Después, nada: un gran silencio reinó en toda la casa.
Pero Julián sentía un vago, inexplicable malestar: el reposo no acudía a su espíritu tan pronto como él deseaba, y empezó a revolcarse, intranquilo y febril, como un condenado, entre las sábanas.
Ya no pudo conciliar el sueño. Sonaban roncas, tristes, las horas, unas tras otras, en el viejo reloj del comedor, y el angustiado mozo, víctima del insomnio, hacía esfuerzos inauditos por refrenar su imaginación que, incorregible y al azar, errante y loca, se empeñaba en perderse por un dédalo de reflexiones inquietantes.
De súbito, cual si despertase de un sueño profundo, como si lo hubiesen sacudido bruscamente en medio de ese sueño, Julián se sentó repentinamente en la cama. Acababa de oír un ruido extraño, un rumor levísimo de pasos y el roce de una mano que iba a tientas a lo largo de las paredes.
Conteniendo el aliento, queriendo ahogar hasta los latidos de su corazón, con el oído alerta, se mantuvo en aquella actitud más de un cuarto de hora.
El ruido había cesado. Por un instante creyó que en realidad se había dormido y que aún era presa de una extraña alucinación de sus sentidos. Y en esta persuasión iba a reclinar de nuevo la turbada cabeza sobre las almohadas, cuando percibió, claro y distinto, el gemir de una puerta que se abría. ¡Ahora sí estaba bien despierto!
Separó de un tirón las sábanas, saltó impetuosamente de la cama y, echando mano de la pistola, salió del cuarto, descalzo. Avanzó por el pasillo sin luz, con los brazos extendidos, con los ojos muy abiertos, como si a través de la obscuridad fuera a descubrir y a encontrar lo que buscaba.
Llegó hasta el comedor como un loco, sin saber adónde iba. En el extravío de su marcha a obscuras, impelido por la imperiosa necesidad de descubrir, de saber el motivo de aquel ruido que la sobresaltara, tropezó con varios muebles, produciéndose un estrépito infernal en toda la casa. A este estrépito siguió el ladrido hostil, repetido, furioso, atronador, de los perros, que despertaron fuera.
Julián se detuvo entonces, asustado de lo que acababa de hacer. Por un instante perdió la serenidad, vaciló, sintiose el alma sobrecogida de angustia y estuvo a punto de retroceder de nuevo hacia su cuarto.
No se movió, sin embargo.
Resignado y resuelto a averiguar lo que ocurría a aquellas horas en su casa, se mantuvo a pie firme suspenso, ahogando su jadeante respiración, apretando con mano convulsa el arma que llevaba.
Pero los perros continuaron en el vestíbulo, aporreando furiosamente las puertas de la sala, como si quisieran franquearlas, desgarrando el silencio de la noche con sus feroces ladridos, conmoviendo y alarmando la finca. Julián se impacientó; el que iba a sorprender exponíase a ser sorprendido como un ladrón si la servidumbre se despertaba y salía; y justamente en el cuarto de los criados había ya grande agitación, movimientos de personas que se levantaran en desorden; en medio de este desorden resonó una voz áspera, seca, voz de mando, la voz del viejo Mateo, que metía prisa, lanzando interjecciones enérgicas.
Desorientado aún, pero siempre a tientas y de puntillas, Julián se apresuró a ganar la galería, o lo que a él, envuelto en aquella obscuridad, se le figuró la galería. Casi al mismo tiempo, dejando escapar un agudo chirrido, idéntico al que él oyera un momento antes desde su cama, abriose violentamente una puerta, y la trémula luz de una palmatoria, sostenida por una mano que temblaba al par de la luz, proyectó sus vacilantes resplandores sobre las paredes, iluminando de plano a Julián. En seguida de la mano salió un brazo desnudo, luego un hombro cubierto por una manta, y por fin la figura de una mujer: la de Susana.
Salía de su aposento, sí, pero salía con la faz desencajada horriblemente, pálida, como si acabara de cometer un delito. Parecía una muerta.
¡Su madre! Él no la esperaba. Perdió por completo el aplomo; se quedó inmóvil, pegado a la pared, con los brazos caídos, con la boca entreabierta: iba a hacer una pregunta atroz, horrible, espantosa... Pero no pudo; se le anudó la voz en la garganta, balbuceó una excusa... Y confundido, lleno de vergüenza, por la situación singularísima en que se hallaba allí, en ropas menores, atolondrado, tropezando otra vez con los muebles, a pesar de la claridad que arrojaba la palmatoria, se volvió a su habitación.
Y apenas salió Julián del comedor, apareció Isabel a la puerta de su cuarto.
Al reconocerla, Susana no pudo reprimir una exclamación que se acercaba al espanto mucho más que a la sorpresa, y por un movimiento instintivo retrocedió dos pasos hasta el umbral y entró rápidamente en su alcoba, perseguida siempre por la anonadante y colérica mirada de la joven. Isabel lo había oído todo, lo había sospechado todo.
Aquellos pasos cautelosos que sobresaltaron a Julián no podían ser otros que los de su padre, que se dirigía al cuarto de Susana.