- XXXII -

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Fue una verdadera sorpresa para los descuidados moradores de la finca la vuelta de don Anselmo Espinosa. No lo esperaban, lo habían olvidado tal vez; tal vez se habían forjado la peregrina idea de vivir los tres muy solos, eternamente solos, en aquel inmenso selvático refugio. Extrañaban mucho la inopinada visita, y, en medio de la contrariedad que ésta les produjo, no acertaban a formular bien sus exclamaciones y preguntas: -¿Cómo él allí? De veras que no lo esperaban. Y ¿por qué no avisó antes?

-¡Qué iba a avisar, si en Villabrava no le dieron tiempo para nada! ¿No sabían ellos lo que pasaba allá abajo? Pues él traía noticias muy graves de la emborrascada ciudad. Venía un poco mal y un mucho fatigado con sus pesares a cuestas y con vivísimos deseos de ver a su adorada Isabelita. Por de pronto necesitaba descansar, sacudirse el polvo del camino, lavarse. Después hablarían.

A pesar de su mal disimulada inquietud, Isabel y Susana empezaron por preparar alojamiento al inesperado huésped.

Era sábado, y don Anselmo quería pasar el domingo en familia. Para el caso, como hombre prevenido al fin, se trajo una maleta de viaje con ropa suficiente.

La habitación que le destinaron miraba al jardín, comunicándose con la de Julián por un largo pasillo. Para dirigirse a ella tuvo Espinosa que pasar por frente a la alcoba de Susana, atravesando luego una obscura galería, sobre cuyas amarillentas y desconchadas paredes se veían, entre retratos antiguos, unas cuantas panoplias cruzadas de armas raras, casi todas primitivas, todas evocando memorias de aquella numerosa raza de indios bravos, de los cuales sólo quedaban escasos, pero enérgicos vestigios, en la figura de Julián. Cuando Espinosa entró en esta galería experimentó un miedo inexplicable y pueril y apresuró el paso, volviendo dos o tres veces la cabeza.

Una hora después, radiante, satisfecho, remozado casi, merced a un regenerador y oportuno lavatorio, se presentó en el comedor.

La mesa estaba ya lista, engalanada como para una fiesta, con muchos requilorios, ramos de flores, gran diversidad de frutas de la huerta, pastas y vinos de varias clases, de los vinos añejos de la gran bodega de la finca.

Antes de sentarse, don Anselmo propuso el aperitivo de ley -costumbre muy arraigada, entre villabravenses de buenas tragaderas-, algo fuerte, whiskey o cosa así, lo que bebían los hombres para sentarse a la mesa; porque él era de los que se echaban, uno tras de otro, cuatro o cinco coktailes y se quedaba tan fresco.

Así fue cómo en el curso de la comida, con la mezcla de vinos y la charla, se puso un poco alegre; su misma vulgar y ruidosa franqueza dio margen a expansiones que no solían allí reinar durante las comidas.

Ésta se prolongó y hubo que traer lámparas; el vivo resplandor de las luces contribuyó a la animación, y, de plática en plática, llegaron a los postres, cayendo de pronto la conversación en Villabrava.

Julián, que parecía distraído, con la vista algo extraviada y el pensamiento no sabía dónde, volvió la cabeza vivamente. Susana e Isabel no ocultaron su disgusto. Les hacía daño el recuerdo de la ciudad. No querían oír hablar de ella.

-¡Cómo no! Si era precisamente punto de transcendencia a la sazón. Ya él, Espinosa, lo había dicho. Allá abajo estaban ocurriendo cosas intolerables, grandes y terribles acontecimientos. La patria se iba a ahogar en sangre, o, por lo menos, la iban a arrojar a pedazos por la ventana sus malos hijos; unos bribones disfrazados de apóstoles redentores que, so pretexto del profundo malestar en que se hallaba el país, se erigieron por su cuenta y riesgo en jueces, árbitros y dueños de la conciencia pública, y fundaron un Congreso aparte con pujos de Asamblea demagógica. Querían repetir la etapa sangrienta del 93. Y al pronunciar con terrorífico acento la pavorosa frase, a don Anselmo se le erizaban los cabellos.

Quedose atónito Julián, con los ojos muy abiertos, costándole gran trabajo creer en las noticias que les daba Espinosa.

-Y ahí es nada -continuó éste, haciendo un sinnúmero de horrorosos visajes-: la Asamblea redentora organizó comités, juntas, circunscripciones, jefaturas en los Estados, inaugurándose solemnemente en nombre de la Moral, bajo la presidencia del general Sablete. Sablete, ¡chico!, ese vagabundo que, como ha dicho alguien, está más abajo del vilipendio.

-¡Qué barbaridad! -exclamó Julián, sonriéndose y recordando con cierto regocijo que cuando Sablete fue gobernador de Villabrava, le pidió más de una vez grandes sumas de dinero a Espinosa, dejando burlado al fin al hábil capitalista. Pero no queriéndolo distraer de su relato, el impaciente mozo lo trajo de nuevo al punto de partida. ¡A ver, a ver, en suma, qué era lo que pasaba allá abajo!

-Figúrate -continuó don Anselmo, a vuelta de mil rodeos- que en sus discursos inaugurales los titulados redentores creían poner una pica en Flandes señalando, entre gritos de semitrágico terror, espantosas crisis económicas, desventuras de pueblo, abominables tiranías, escándalos monumentales, peculados, monopolios... ¡Patrañas, mentiras todas! Hablaron de medianías que reinaban; que con las medianías había venido el desbarajuste, siendo éste tanto más extraordinario cuanto mayor era la nulidad de los hombres. ¡Qué te parece! Y que como no había gobierno, ni orden, ni leyes, y que hasta el mismo patrio-honor -palabras que él había oído al más elocuente diputado de la acalorada Asamblea- era a la razón presa de las garras de la imbecilidad entronizada, traído y llevado, con sello de ludibrio, por el medio de la calle... ¡Que ellos arreglarían el país!

-Tendrán que quemarlo entonces por los cuatro costados -interrumpió Julián-. Es la única manera de arreglar aquello.

-¡Ahí fueron a parar! Los tales redentores fomentaron, con sus furibundos programas, el desorden; desencadenáronse los odios; todo el mundo se armó hasta los dientes; no se veían más que revólveres y trabucos por todas partes; hasta los pacíficos y elegantes smarts hacían alardes de gastar puñales como facas y bastones como viguetas. La ciudad parecía un campamento; menudearon las broncas de cantina; recrudecieron los asesinatos; la calumnia fue idioma de caballeros en política, y el anónimo, canallesca y diaria correspondencia entre gentes que hablaban de honor, entre literatos que parecían personas decentes. ¡Los literatos también metiéndose en estos líos! Florindo, García Fernández...

-No los nombre usted. Los conozco; los conozco a todos. ¡Pobres gentes! En vez de hacerse necesarios, se inutilizan, pasándose el tiempo y la vida en morderse en privado y en elogiarse públicamente sin tasa ni recato, llamándose unos a otros maestros: maestros áureos, maestros ígneos, liliálicos, neuróticos, rítmicos, pirotécnicos, nostálgicos. Montones de fuerzas jóvenes, de inteligencias nuevas, propicias a todas las reivindicaciones, mozos, en fin, que abandonan labores y profesiones honrosas para cruzarse de brazos en la plaza pública, a esperar ministerios, a esperar diputaciones, presidencias y títulos académicos, ¡porque saben llenar cuatro cuartillas!...

¡Y el resto de la República que pague!

-Eso mismo querían los redentores, y por quererlo todo de una vez han hecho fiasco. Tiró el diablo de la manta, y se tiraron ellos los trastos a la cabeza, dividiéndose en dos bandos; y mientras unos empezaron por pedir enmiendas y trazar líneas de luz y marcar declives, como los ingenieros, para encauzar el río de la moralidad, los otros, los expeditivos, se echaron a la calle. Y así fue cómo unidos a los descamisados, convertidos ya en vociferantes turbas, los redentores incendiaron el Banco, destruyeron ferrocarriles, invadieron varias casas respetables y dejaron en las fachadas del Palacio de Gobierno las señales del motín. ¡Pero lo que más me indigna -decía Espinosa, alzando la voz a medida que narraba- es que semejantes bandoleros se hayan atrevido a hacer llamamientos a las puertas de los hombres honrados, para que los ayudemos a destruir, a incendiar, a demoler todo lo grande, todo lo santo que existe en Villabrava!

Y moviose tanto y de tal modo don Anselmo para decir esto, que en uno de sus bruscos ademanes se salió del bolsillo trasero y cayó de piano al suelo el revólver que había olvidado dejar en su cuarto, y el cual revólver usaba a todas horas, esclavo él también de las malas costumbres de su pendenciero pueblo.

La calda del mortífero aditamento asustó mucho a las dos mujeres y produjo tan expresivo gesto de desagrado en Julián, que don Anselmo se turbó un poco y se apresuró a recogerlo.

A partir de este instante, la sobremesa se hizo penosa y la conversación quedó por completo cortada.

Julián hizo ademán de levantarse, e Isabel, como obedeciendo a un deseo largo tiempo contenido, tomó de pronto una mano de Julián y le dijo casi en voz baja y rápidamente:

-Ven, Julián, vámonos fuera.

Y él se dejó arrastrar, sin voluntad y sin fuerzas para negarse al cariñoso llamamiento.