- XXVII - editar

Una vez instaladas en la caliente tierruca, las Pérez Linaza acabaron por perder el poco juicio que tenían.

Se mudaban de traje a todas horas y se echaban a la calle, deseosas de lucir los deslumbrantes trajes que llevaron, sintiendo muy de veras que en Villabrava no se pudiera, como en París, recoger y ceñir bien las faldas sobre las caderas, para enseñar mejor los encajes de las historiadas enaguas.

Providencia, sobre todo, se puso insoportable. Ella hubiera querido enseñar muchas cosas más, entre ellas, el desnudo Caraman-Chimay, con el cual daría golpe, concitando la envidia de las Mendes y dejando bizcos a muchos hombres.

A fuerza de darle vueltas a la imaginación, encontró un pretexto, una idea. La idea, en realidad, fue de su novio; porque eso sí, para ideas sugestionables y estupendas, el fértil y despreocupado Florindo. ¡Pues no se le ocurrió solemnizar o hacer que solemnizase ruidosamente el doctor Linaza su «feliz arribo», aunque fuera al mes de su llegada, satisfaciendo de este modo el ardiente deseo de Providencia!

Aquello de solemnizar «ruidosamente» su vuelta a la patria no le cayó muy en gracia al jefe de la atolondrada familia.

-No está la Magdalena para tafetanes -decía-. Las niñitas han gastado muchísimo en este pavoroso viaje a París.

Pero entre Florindo, las Tasajo y otra multitud de denodadas e intrépidas damas, que contribuyeron con sus luces y prestigios al éxito de la empresa proyectada, convencieron al arruinado viejo, y quedó desde aquel momento decidida la fiesta.

Y puestas a inventar aquellas gentes, a vuelta de mil disputas y opiniones encontradas, y otras tantas interminables conferencias, arreglaron un programa magno, original y raro de festejos. Comenzaron los preparativos, y en seguida los ensayos de cuadrillas, minués, rigodones, trozos de ópera y tarantelas al piano, amén de un poema simbólico-representable, que para el caso escribió el fecundo Florindo.

Los ensayos de este poema dieron margen a nuevas disputas, porque los apuestos mancebos y distinguidas damas que se prestaron a desempeñarlo, querían hacerse los trajes a capricho. Por fortuna, Florindo, como jefe dictatorial que era y creador que era de la obra, se negó a tan locas pretensiones e impuso la indumentaria; por lo cual los mejores sastres y las más renombradas modistas de Villabrava trabajaron desesperadamente sobre los terciopelos, rasos, cintas y lentejuelas que la elegante juventud debía lucir aquella memorable noche.

También sirvieron de pretexto los ruidosos nocturnos ensayos para que la casa del magnánimo doctor se convirtiera en un Cabaret du Ciel donde si el sacrilegio no tenía cabida, en cambio el amor, la coquetería y la confianza desplegaron todos sus derechos de miradas, sonrisas, tuteos, apreturas y tiroteos de frases equívocas, que daban una no lejana idea de las grandes facultades que para todo género de combates poseía aquella muchedumbre distinguida. Algunas escrupulosas señoras se enfadaron, y dijeron que se iban, y fueron, sin embargo, las primeras que se presentaron el día de la fiesta.

Jamás una gran solemnidad despampanante entre las muchas que realizó la esplendorosa burguesía villabravense, obtuvo más ruidoso y extraordinario éxito. Sólo el numen delirante de un Monte-Cristo literario sería capaz de salir victorioso de aquel torbellino de flores, de aquella deslumbradora iluminación, de aquel oleaje de volantes, colas, cintas y corpiños, cuya aglomeración producía vértigos.

¡Ah!, si el pobre Arturo Canelón se hubiese encontrado allí, nadie como él para describir el aspecto de los corredores hechos prodigios de arte; del jardín, que era una maravilla, un panorama, un bosque de estrellas de colores, donde se levantó un esbelto teatrito para representar el simbólico poema.

Con motivo de la representación, ellas y ellos circulaban atolondradamente por toda la casa; entraban y salían por las habitaciones interiores, y llegaron muchas veces a invadir en tumulto los cuartos de las criadas, siempre en solicitud de los enseres indispensables que sus respectivas indumentarias requerían.

Y merced a estas alegres excursiones, se armaban en los dichos cuartos unos líos de jóvenes desenfadados y de aturdidas cuanto pudorosas doncellas, que a tener de ellos conocimiento las mamás, ¡sabe Dios qué habría pasado!

Concluido y aplaudido convenientemente el monumental poema, donde todos se excedieron en trajes ligeros de ninfas y ninfos adorables, comenzó el concierto wagneriano y mágico de Pattis, Tetrazzinis, Massinis, Tamagnos y Marconis criollos.

Y luego, allá a las once, en medio de un barullo infernal, se abrieron los salones de baile y apareció radiante en todo su esplendor, ese mundo villabravense que bulle y brilla en las grandes fiestas: la espuma, la high-life, lo más bello, dorado y engomado de la sociedad, confundido con una no escasa multitud de personas sin nombre y sin prestigio.

Porque en Villabrava, a pesar de sus rangos aristocráticos y sus divinas procedencias, casi todas las familias andan emparentadas o liadas con muchas gentes sin puesto determinado; y aunque sospechadas, comentadas y despellejadas a diario en todas las tertulias, lo mismo las Linaza que otras de su jaez, no podían dejar de invitarlas a sus fiestas rumbosas, ya por su posición monetaria, ya por sus ocasionales influencias políticas; ya, en suma, por multitud de circunstancias extraordinarias a que se veía esclavizada la espuma, o lo que allí calificaban de espuma por mal nombre.

Apenas apareció este híbrido resplandeciente mundo a las puertas del salón, el revuelto y curioso público de afuera que llenaba las ocho grandes ventanas de la casa estalló en un ¡ah! inmenso, donde iba mezclada la admiración con la envidia.

En los primeros momentos todo fue muy bien. Hubo paseo solemne de hombros desnudos y de fracs que se rozaban con los hombros por todo el largo de la sala; las damas ondeando las colas de los trajes por la aterciopelada alfombra y los engomados caballeros inclinándose mucho sobre los escotes de ellas, para que los demás creyesen que gozaban de privilegios envidiables.

Al cruzar Providencia por el medio del salón llevando a Florindo casi a rastras, una segunda exclamación, más atronadora e incivil que la primera, brotó de la muchedumbre de las ventanas. La monumental señorita lucía su escote audacísimo, sin importarle un bledo la opinión de sus amigas; estaba completamente desnuda de los senos, como en París, con los pezones apenas ocultos por un ligero volante de encajes.

Desde aquel instante, la concurrencia que sudaba, se estrujaba y pateaba en la calle, dejó como siempre paso franco a sus instintos y empezó por poner motes a las parejas, acabando por gritar y dar golpes furiosos sobre los balaustres. Un verdadero escándalo, en que señoras dignas de respeto fueron injuriadas por el anónimo montón, y caballeros de reputación intachable castigados con las más horribles frases de la canallería andante. Y lo que es más triste aún: a medida que degeneraba en insolencia la algarabía de afuera, el señorío de adentro perdía también algunas de esas fórmulas que exige en todo baile la cultura.

Por ejemplo: cuando se abrió el buffet, allá después de media noche, declarose entre los hombres la grosería sin rodeos. A codazos y empujones se abrían paso en el comedor. Daba vergüenza aquella desaforada acometida a los sandwichs, pasteles, trozos de pollo y rajas de salchichón, sin contar los dulces, vinos, frutas y sorbetes que abundaban en los aparadores.

Cien brazos se extendían, cien mangas se engrasaban al pasar por sobre los manjares, cien manos arañaban otras ciento para coger una tajada. Un joven elegante que no había hecho más que pasearse por los corredores en toda la noche, la emprendió con una pierna de pavo, arrancándola fiera y denodadamente sin trinchete, y otro señor se robó una botella de vino Borgogne.

Las señoras que llegaban del brazo de hombres un poco más correctos, fueron casi atropelladas por media docena de barbilindos que traían los chalecos atestados de comestibles.

Francisco Berza, el sabio, no quiso comer sino después de obsequiar a una multitud de damas; pero apenas las sirvió se lanzó él también, como los demás, a la invasión, y arrasó con todas las fuentes de pepinos, rábanos y aceitunas que había escondido detrás de una vajilla.

Y Florindo, el insigne Florindo, no pudiendo resistir al entusiasmo que la fiesta aquella le producía, tomó la determinación de beberse íntegra una botella de Champagne.

Media hora después se daba en los corredores de bofetadas con Teodoro Cuevas, porque encontró a éste comiéndose con Providencia unos sandwichs, en uno de los bosquecillos más retirados del jardín.

Los apaciguadores espontáneos, que nunca faltan en esta clase de reyertas, trataron de separar a los encorajinados rivales. Y es claro: aumentose el escándalo en vez de calmarse. A los apagados rumores de la lucha se mezclaron las voces de los intermediarios, y con aire de borrasca y de tumulto llegó el ruido de la inoportuna bronca hasta el salón, donde la juventud, descuidada y feliz, ondulaba al compás de un vals de Strauss. Cesó inmediatamente el baile y salió la gente muy alborotada a ver lo que ocurría.

Cuando el doctor Pérez Linaza se enteró del suceso llevose con trágico ademán las manos a la cabeza y pidió que se lo tragara la tierra. En su carácter de heroína, protagonista y causa del desastre, Providencia se desmayó, y una hija del general Tasajo, que andaba en dares y tomares con el perfumado Teodorito, al tener conocimiento de la escena del jardín se creyó también en el deber de caer privada de sentido, al par de Providencia.

Y así, con este ridículo espectáculo, y con aquel escándalo inaudito, terminó esa rumbosa y resonante fiesta, que dio por inmediatos resultados la ruina de un padre de familia y el rompimiento de los amores de una tonta y de un poeta majadero.