- XXVI - editar

Por un lado despedía el rencor villabravense a Julián Hidalgo y a su madre, y por otro lado, ese mismo rencor, transformado de pronto en regocijo, se dispuso a recibir en La Guaita a las afrancesadas y semidesquiciadas hijas del doctor Pérez Linaza, que regresaban a la patria después de tres meses de ausencia, precedidas de veinte baúles monstruos y otros tantos paniers, maletas, sombreros y paquetes que espantaron por su volumen, peso y contenido, a los mismos empleados de la Aduana.

¡Lo que derrocharon, lo que hicieron aquellas locas en París! ¡Santo Cristo de Villabrava, qué alboroto de mujeres: qué furia de paseos, de excursiones, de idas y venidas al Bosque, a Versailles, a Saint-Germain y a Fontainebleau! ¡Qué desbordamiento de cintas, encajes y enaguas de seda; qué abrigos de pieles, qué colas más «ruidosas» para los bailes de la gran ópera; qué arremetidas a las joyerías de la calle de la Paix, a los almacenes del Louvre, y qué noches, ¡ay!, ¡qué noches aquellas del boulevard y de los Campos Elíseos en verano!

A la sazón asombraba a París con sus excesos, sus desnudeces, su hermosura y su histerismo, la ex ilustre y ex princesa de Caraman Chimay. Providencia Pérez empezó, como todo el mundo, por admirar a la descocada señora y acabó por calcarle los trajes hasta el punto de presentarse a la Renaissance a ver a la Duse con los pezones de sus redondos pechos montados sobre los bordes del escote.

Esta inaudita desfachatez de Providencia se comentó mucho en los alborotados círculos de la colonia, porque había allí por entonces muchas empingorotadas familias villabravenses, de esas que hacen por temporadas su habitual peregrinación a París, según la altura a que se encuentran en sus pródigos países, el café, el bacalao... y la política.

Representaban unas el elemento snob y, si se quiere, aristocrático, y otras el rastacuerismo incurable; pero lamentando casi todas con anticipación el regreso a la polvorienta y desdichada patria, donde la tierra generosa cosechaba en un año lo que habían de consumir sus vanidades en un mes.

A su vez representaban en Europa a Villabrava algunos eminentes, egregios y anonadantes jóvenes a la moda, entre los que se contaban Teodoro Cuevas; dos o tres personajes políticos al uso, que se vestían de máscara para hacer conquistas de hembras fáciles en las revueltas del bulevar; varios comerciantes ricos, de los que gastan más dinero del que consumen en los restaurantes de lujo, y donde los camareros de diez años de práctica adivinan sus procedencias a través de sus billetes de mil francos, y media docena de cónsules escapados de sus puestos que iban con harta frecuencia a compartir sus ímprobas labores al patio del Gran Hotel, con el nunca bien ponderado y luminoso cónsul general don Arturito Canelón.

En el susodicho patio discutían a voces, todas las tardes, estos señores sobre los destinos de Villabrava. Y cuando los concurrentes al Hotel los miraban formando grupitos deliciosos, gesticulando, manoteando, desgañitándose, moviéndose entre sus enormes fenomenales levitas de color que, llegándoles a los talones, les daban un no lejano aspecto de cocheros de casa grande condecorados, se sonreían con sonrisa indefinible o los señalaban con el dedo, murmurando por lo bajo: Ce sont des rastas... a veces, las discusiones subían de punto y tomaban aspecto de furiosos altercados, y la gente, creyendo que iban a matarse los del coro, llamaban al concierge y salía éste todo sobresaltado a poner paz, diciendo con cierta, ironía, no exenta de desprecio: Ne prenez pas toute la place, monsieur le décoré...

Una tarde, la consabida disputa degeneró en contienda, porque un periodista americano fue de guapo y dijo que casi todos los villabravenses que visitaban París eran unos «títeres».

-Más títere será usted -respondió Arturo, dándole un empujón, sin poder reprimir su patriótico coraje.

El periodista disidente, al verse agredido, tiró un manotazo al azar y se encontró con la cara de Teodoro Cuevas, adonde iban a parar casi todas las bofetadas que se perdían en París.

A este manotazo contestó por el elegante joven un doctor de los del grupo. Y sintiéndose héroe un general, sacó un revólver como un trabuco; otro desnudó un estoque que parecía una lanza y se armó una bronca descomunal.

Al día siguiente dijo Rochefort en L'Intransigeant que del Gran Hotel habían sido arrojados por escandalosos unos salvajes de levita, sin recordar que él es el más escandaloso y salvaje de los periodistas europeos.

También escribió sobre este asunto, y sobre otros no menos curiosos, el flamante Arturito, una despampanante misiva para una revista de su pueblo. Un mes después de publicada se recibió en Villabrava la noticia de su muerte, debida a un ataque de apoplejía fulminante.

Su poético amigo Florindo Álvarez, que era muy mala persona, al saberlo, fue y dijo en el Club que el fallecimiento del esplendoroso cónsul tuvo por verdadera causa aquel flamante y retórico parto de su numen fecundísimo.

La muerte del inofensivo orador villabravense produjo -¿por qué no confesarlo?- silenciosa alegría entre sus queridos compañeros: dejaba un hueco cerúleo en la literatura excelsa del país, un hueco que todos, o casi todos, querían llenar, empezando por Florindo que, en el fondo, envidiaba sus glorias y hacía mofa de su desaparición inesperada.

La risa de Florindo saludaba de lejos aquel cadáver, porque Florindo Álvarez no era, como decían, un poeta de sentimientos nobles: era un poeta que había nacido asesino; o, mejor dicho, un asesino que nació poeta por casualidad.