- XXIV - editar

La ruptura fue violenta, inesperada, atroz, casi brutal. La inició Isabel; la aceptó Julián, entre asombrado y colérico, después de pedir explicaciones terminantes, claras, precisas.

Ni claras, ni terminantes, ni precisas quiso ella darlas. «No podían seguir amándose.» «¿Por qué?» «que no... porque el amor era un crimen.»

¿Un crimen el amor? ¡Si estaría loca! ¿Qué quería decirle con aquella frase enigmática de novela sentimental? Él necesitaba saber el motivo de semejante «terquedad»: lo exigía, lo imponía.

Todo inútil. Isabelita fue inflexible, impenetrable. Estaba, como en la noche anterior, muy seria y muy pálida, y tenía un poco ronca y un mucho trémula la voz cuando le manifestó su resolución. Y ante esta resolución, cediendo a su temperamento levantisco, en uno de sus habituales, irreflexivos arrebatos, Julián la insultó despiadadamente, la llamó «coqueta», «pérfida», «mujer, al fin». ¡Sabe Dios con qué Teodoro Cuevas lo iba a sustituir!

Esta cobarde suposición del hombre a quien adoraba le hizo daño; sintió una angustia horrible; se le saltaron las lágrimas y estuvo a punto de confesarlo todo. Vaciló un segundo, quiso detenerle, pero ya él se había levantado del asiento; se iba... Se fue, al fin, furioso, ahogándose de ira resuelto a no volver. «¡Oh, sí... no volverá!» Isabel lo conocía; pero la atormentaba la idea de que se llevase en el alma aquella disparatada sospecha.

Julián salió medio aturdido. Ya en la calle vaciló entre tomar la derecha o la izquierda de la Plaza; no sabía adónde iba ni qué iba a hacer. Irresoluto aún, echó a andar precipitadamente por la Vía Ancha.

Después volvió una esquina y otra, siempre de prisa, acometido de creciente impaciencia, impulsado por una imperiosa necesidad de huir, de no ver a nadie, de hablar a solas con el espacio, como si el espacio fuera a darle inmediatamente solución a sus dudas, respuesta definitiva a sus terrores. Y mientras andaba de esta suerte, su pensamiento andaba también, mejor dicho, volaba exasperado, loco, por el campo abierto de los recuerdos.

La hora era propicia para las tristes remembranzas.

El último rayo de una tarde cálida, sucia, polvorienta, se hundía en el horizonte. Allá, en el fondo de la vía, alzábase en esbozo fantástico, surgiendo de una grotesca masa de techumbres desiguales, la vieja catedral, en cuya cúpula el sol había dejado un retazo de luz rojiza que parecía una mancha de sangre; algunos raquíticos mecheros de gas empezaban a pestañear en la penumbra, y sobre un cielo gris, ennegrecido casi, destacábanse vigorosamente, semejando las protuberancias de un dromedario monstruoso, los cerros deformes y retorcidos donde se apoyaba la ciudad confusa, bruscamente ensanchada a los ojos de Julián.

Continuó andando, andando, tropezando con los transeúntes, cruzando torpemente de una acera a otra con el corazón apretado... Hubo un minuto en que toda su desesperación se le subió a la boca, y sin darse cuenta, con un acento en que había lágrimas de despecho y de furor, llenó el inmenso espacio de blasfemias.

¡Ah!, en el oleaje tumultuoso de su existencia, la melancólica mirada de Isabel proyectó un reflejo de dicha. Fue aquello como un paréntesis de luz en la negrura de su vida, y esa vida tuvo un mes de rubores, de sonrisas y de éxtasis.

El día que se entregó al idilio, como un poeta en los brazos de su musa, se olvidó momentáneamente de todo.

Acariciando con mano trémula la rubia cabellera de su amada, oyendo su voz que le entraba en el alma como una música del cielo, bebiendo en sus labios el deleite hasta embriagarse, el mundo se le antojó nuevo, como alumbrado por un sol de rayos de oro; las ventanas de su espíritu se abrieron y dejaron paso a aquel intenso resplandor que le parecía mezclado de perfume de flores, de gorjeos de pájaros, de ráfagas de aire puro...

Pero esta felicidad, apenas comenzada se ensombreció de repente, se llenó de temblores súbitos, de miedos inexplicables, de presentimientos, de sobresaltos, de dudas, que tuvieron al cabo y al fin dolorosa y cumplida confirmación aquel nefasto día.

Ya se le ha visto tropezando aquí, vacilando más allá, andando siempre sin rumbo fijo. En la desatentada excursión se llevó más de cinco horas callejeando y maldiciendo lo existente. Entró a un café y bebió; tenía sed; bebió mucho... Pagó, se marchó y, otra vez fuera, volvió a quedarse atónito en el medio de la calle.

Era ya muy tarde. No se había dado cuenta del tiempo transcurrido. Se sorprendió al oír las once de la noche que daba un reloj lejano. La ciudad se disponía a dormir. Sólo algunos cafetuchos poco concurridos arrojaban resplandores de amarillenta luz sobre las sombras del arroyo; los últimos tranvías, al trote de sus escuálidos y cansados caballejos, se cruzaban en los desvíos, chirriando ásperamente sobre los rieles; los pasos precipitados de tal cual transeúnte se iban perdiendo, perdiéndose a lo lejos. Y de entre un montón de nubes grises empezó a surgir la luna lentamente.

A su tenue claridad se iluminó a medias el espacio. Julián alzó la vista y vio negrear allá, en el fondo, detrás de la vieja catedral, casi tocando las nubes, los contornos de la montaña, que a sus ojos volvían a adquirir las fantásticas deformidades de un monstruo que se le echaba encima.

Un estremecimiento singular recorrió todo su cuerpo; mil ideas encontradas y angustiosas se acumularon de nuevo en su imaginación. Y diez minutos después, sin saber por qué calles había caminado, se encontró en su casa, arriba, en su habitación; frente al escritorio, con la pluma suspendida sobre un blanco pliego de papel, donde, a guisa de comienzo de carta, sólo había escrito, con rasgos acentuados y violentos, el nombre de ISABEL...