- XXIII - editar

¡Qué bella, qué trágicamente bella es la figura de Isabel de Espinosa! Bajo su linda y doble envoltura de ángel y mujer, aquella niña ocultaba un carácter, un alma de raras y sorprendentes energías, alma de heroína y mártir a un tiempo mismo.

Para su inmenso dolor no buscó apoyo en nadie, ni acudió al consuelo de las lágrimas. Fue un dolor seco, silencioso, reconcentrado, altivo.

La noche que siguió al cínico relato de Providencia, la valerosa Isabelita entró a la alcoba de su madre, le dio un prolongado beso en la frente y se fue a su cuarto sin proferir una palabra.

El cuarto estaba a obscuras. Isabel buscó los fósforos, dio luz a una lamparilla y se tendió a medias en el lecho, vestida, apoyándose enérgicamente con un brazo sobre las almohadas y reclinando en la palma de la mano su rubia, adorable cabecita, agobiada de pensamientos lúgubres.

¿Cuánto tiempo permaneció en aquella postura? No lo sabe, no lo supo jamás. Al melancólico azulado reflejo de la lámpara -que apenas tenía fuerzas para esclarecer la estancia- se estuvo muchas horas... ¡muchas!, contemplando fijamente una fotografía de Espinosa que se destapaba sobre un trípode de plata en medio de las pequeñeces artísticas de su tocador. Su misma intensa dolorosa contemplación le comunicó una como lucidez extranatural.

Ante sus ojos extáticos pasaron en aciago desfile los personajes de aquel drama de familia, cuyo protagonista era su padre, y en su cerebro estalló entonces un gran ir y venir de pensamientos, de recuerdos, de cosas y escenas que antes no se explicaba.

Comprendió por qué su padre se había interesado tanto en la libertad de Julián y por qué permitía que éste la amase, sin oponerse, como antes, tenazmente a su deseo. Su padre la canjeaba, y así como la canjeaba, quién sabe si hubiera sido capaz de venderla.

Al hacerse cargo de esta monstruosidad, un sentimiento parecido al del odio se agitó dentro del pecho de Isabel. Tuvo una idea ingrata, horrible, espantosa: la de decirle a Julián todo lo que pasaba, todo...

Pero, ¿cómo y con qué derecho amargaba ella para siempre la existencia de su novio? ¿Qué frases usaría para decirle que Susana, su madre -¡su madre, a quien él juzgaba santa!- era la querida de Espinosa?... No, no, no podía ser. No se necesitaba más que una víctima. ¡Qué le importaba a ella el sacrificio de su juventud si su felicidad estaba ya rota y su esperanza perdida para siempre!...

Y sus ideas tumultuosas, esparcidas, locas, volando en distintas direcciones, empezaron a flotar como puntos negros en medio de una bruma que se alejaba lentamente. Su agobiada cabeza se reclinó por completo sobre la almohada; el brazo en que se apoyaba descolgose lánguido sobre su apretado seno y, después de un ligero temblor, se abatieron sus párpados y se quedó dormida...

Se despertó asustada, como si la hubieran llamado a gritos; pero no se extrañó de encontrarse allí, vestida sobre la cama, con el cuarto medio alumbrado todavía por la moribunda luz de la lámpara.

Un segundo le bastó para coordinar sus ideas: reconstituyó los hechos, pensó en ellos de nuevo con fija obstinación, volvió a clavar la mirada insistente en la fotografía de su padre; se levantó y abrió la ventana, por cuyas rendijas se filtraba la clara luz de la mañana.

Cuando aquella luz la bañó violentamente, su rostro resplandeció como el rostro de los mártires.

De su gran sufrimiento tío quedó más que esa palidez lívida que delata lo supremo del espanto o las supremas resoluciones de la vida.