XIII

El señor Santa Rosa le dijo un día a su hija:

-Mi socio en Europa desea volver a Lima y me suplica que lo vaya a reemplazar en París... Creo que no tendrás inconveniente en acompañarme; será preciso partir por el próximo paquete; prepárate, pues. Aunque todavía no tengo el capital que hubiera deseado, siempre podremos presentarnos sin bochorno en los salones hispanoamericanos de París.

Una profunda emoción hizo latir el corazón de Teresa. Lima era para ella entonces muy desagradable, pues a causa de su luto casi todas sus amigas la habían abandonado, y vivía sola, entregada a sus pensamientos, que por cierto no eran muy risueños. Dejar este lugar en que había sufrido tanto era un alivio; por otra parte, cuánta dicha en volver a abrazar a Lucila, sacarla de en medio de esa vida tan monótona, volverle la animación, y a fuerza de cuidados infundirle energía y voluntad. ¡Ir a Europa! Viajar, conocer esos países que sólo había entrevisto en su niñez, sentir en torno suyo agitarse la civilización siempre hirviente y nueva, hacer parto de ella, asistir a las fiestas, a las óperas, a los dramas de cada día... Y, ¿por qué negarlo? En el fondo de su alma, en su íntima conciencia, en el interior de su espíritu se formó un deseo al principio vago, una esperanza, no confesada ante sí misma: la de encontrarse otra vez con Roberto, libre ya y dueña de su corazón. Hacía más de un año que no lo veía, pero no cesaba de recordarlo.

Algunas semanas después se embarcó Teresa. La separación, sea de lo que fuere, es siempre triste... Recostada a la borda del vapor, veía hundirse y desaparecer en el horizonte los áridos arenales que distinguen las costas del Perú: los ojos se le humedecieron. Cuatro años antes había llegado llena de esperanzas e ilusiones, y ahora regresaba vestida de luto, viuda y sin haber podido llenar el vacío de su corazón... Allá en el confín del horizonte quedaba una tumba solitaria: allí estaban los restos del que fue su compañero por unos días en esta peregrinación terrestre, pero a quien ella sólo había podido dar compasión... Amar y ser amada era su delirio, el ideal de su vida, único sentimiento que creía podía llenar una existencia; y sin embargo, no había podido lograrlo. ¿El amor como ella lo comprendía sería acaso una mentira? Jamás lo había visto en otro corazón; nunca se le había presentado en todo su esplendor entre los seres que había conocido. ¿Acaso su suerte seria la de correr tras de una quimera?... La campana ruidosa que llamaba a los pasajeros al comedor, interrumpió la meditación de nuestra heroína, y tomando el brazo de su padre bajó al camarote...

Qué ruido, qué confusión en la estación del ferrocarril la tarde que llegaron nuestros peruanos a París... Unos corrían, otras gritaban, aquí pedían, allá daban, discutían o reclamaban. Otro tren partía inmediatamente para Dieppe, y mientras su padre con un dependiente buscaba su equipaje entre los cerros de baúles y maletas que habían amontonado en la plataforma, Teresa se hizo a un lado y se apoyó contra una columna. De repente se estremeció; una voz había dicho en español detrás de ella:

-¡Es imposible! ¿el señor Santa Rosa aquí?

Volvió a mirar, y entre otros americanos reconoció a Roberto.

-¡Pronto, pronto, a sus asientos, los viajeros para Dieppe! ¡el tren va a partir! -gritó un empleado, abriendo uno a uno todos los carruajes.

Roberto pasó aprisa por delante de Teresa, y reconociéndola, hizo ademán de detenerse, pero sus compañeros lo tomaron por el brazo y apenas pudo saludarla antes de entrar al carruaje... Cerraron la portezuela con estrépito, y este ruido metálico siempre recordó después a Teresa el sentimiento de vago desengaño que experimentó al oírlo entonces. La memoria es a veces muy fútil en sus recuerdos, haciéndonos sufrir con frecuencia las mismas emociones dolorosas que tuvimos en idénticas situaciones. Un momento después, el tren partió, mugiendo y resoplando como un monstruo fatigado, con lo que la agitación calmó algún tanto en la plataforma colmada de viajeros.

Pocas horas después Teresa estaba instalada en uno de los hoteles más lujosos de París. Mientras que su padre conversaba con algunos compatriotas, ella se sentó en la extremidad de la pieza y se entregó a una especie de letargo que no dejaba de tener su encanto después de un largo viaje. Escuchaba como en sueños el rumor eterno de los coches en la calle, que se asemeja a la corriente de un caudaloso río, los que rodando sin cesar van pasando unos tras otros continuamente... A veces un pesado carro hace temblar las vidrieras, y después pasa un ligero coche, seguido de otro que por su andar acompasado y presuroso indica ser carruaje aristocrático, a diferencia del de alquiler, que con sus caballos cansados anda con desigualdad; y cuando pasa un ómnibus vulgar, con el ruido de los demás... Cada uno de esos vehículos lleva en sí su drama: el coche que pasa aprisa, el cochero azotando los caballos y el que lentamente atraviesa las calles, todos llevan algún interés, muchos la vida o la muerte... El pensamiento de Teresa se perdía en aquel torbellino, cuando de repente un nombre la hizo escuchar con interés lo que decían en el otro extremo del salón.

-¿Montana? Sí; debe partir para los Estados Unidos con dirección a Lima.

-Se fue hoy.

-Parece que ha estado en Europa todo lo que tenía.

-Pero le habían ofrecido un destino aquí.

-No quiso aceptar y prefirió volver a Lima.

-Eso es muy extraño... yo mismo le oí decir que no deseaba volver al Perú.

-Cambió de opinión, según parece; hace dos o tres meses que arregló todo para irse.

¡Se había ido, pues, Roberto! Se había ido cuando ella llegaba... Esto acabó de convencerla de que su vida era siempre un tejido de equivocaciones. Para desechar la idea de despecho y descontento que la dominaba, escribió a Lucila, esa misma noche anunciándole su llegada.

Dos días después recibió la siguiente esquelita de su amiga:

«Querida Teresa: cuál fue mi admiración, cuál mi gozo al saber que al fin te hallabas en Europa, en Francia, a pocas leguas de mi habitación, casi a mi lado... ¡Lo sé, y lo dudo! Hacía tiempos que mi corazón no latía con un movimiento de tanta alegría. ¿Vendrás a verme, no es cierto? ¿pero cuándo? Yo no podré irte a visitar; no tengo, como tú lo sabes, a quién me acompañe... Pero llega la hora de enviar esto al correo, y no quiero que se pase un día sin darte la bienvenida.

Hasta pronto, hermana mía.

LUCILA»


Esa misma tarde, después de comer, Teresa discutía con su padre el modo cómo podría ir a ver a Lucila por algunos días, cuando la puerta del salón se abrió y el sirviente introdujo a una señora.

Presentose una pequeña figura vestida de colores oscuros y con el velo de su gorra cubriéndole la cara: se avanzó tímidamente hasta la mitad de la pieza, pero de repente levantándose el velo se adelantó hacia Teresa y le echó los brazos al cuello casi sollozando.

-¡Lucila! -exclamó ésta.

Ella no podía hablar, pero al fin dijo con voz entrecortada:

-Teresa... Teresa, te vuelvo a ver antes de morirme..., no lo esperaba.

-Ni yo pensaba verte tan pronto; ¿cómo ha sido esto?

-Acababa de escribirte ayer cuando llegó mi tía de Ville a casa, convidándome, a que la acompañase a París... Le llegó la noticia de que la esposa de Reinaldo se estaba muriendo y deseaba ver a su hija, que mi tía guardaba consigo.

-¿Y de veras se está muriendo esa señora?

-Parece que hay poca esperanza de salvarla.

-¿La enfermedad habrá sido repentina?

-Sí... provino de no sé qué imprudencia que hizo para asistir a una fiesta campestre. Tú sabes que nunca ha pensado en otra cosa que en divertirse.

-¿Y ahora te quedarás conmigo, no es cierto? -preguntó Teresa-; Voy a hacer preparar una pieza cerca de la mía... Estás cansada, muy pálida...

-Es imposible; mi tía me necesita... la niñita, Adelina, no tiene quién la cuide en una casa en que todo está en desorden.

Mientras Lucila hablaba, Teresa miraba con atención a su antigua amiga. Cuatro años y medio habían hecho en ella un cambio increíble: acababa de cumplir veinte años y parecía de más de treinta. ¡Cuán diferente de la fresca y rosada niña de quien se había despedido en las puertas del colegio!

-¿No es cierto que no te exageré cuando te hablé de mi aspecto? -dijo Lucila, notando la expresión dolorosa con que Teresa la miraba-. En cambio, tú también estás muy diferente porque te hallo más bella y majestuosa... Mañana es preciso que te presento a mi tía; durante el viaje sólo he hablado de ti.

Conversando con aquella confianza que distingue las amistades de la niñez, pasaron varias horas y olvidaron al estar juntas sus penas y aflicciones. El señor Santa Rosa se había ido apenas llegó Lucila, pues presentía una escena sentimental, y la idea de estar presente le repugnaba.

Dos días después de haber llegado Lucila a París, murió la esposa de Reinaldo y al mismo tiempo se enfermó gravemente la niñita. Lucila se dedicó a cuidarla con tanta constancia y abnegación que no la abandonaba un momento. Teresa la fue a visitar varias veces y se admiró al ver que las malas noches y la fatiga en vez de haberle hecho daño parecían haberla reanimado y dádole más fuerzas y energía.

-¡Lucila ha salvado a mi hija! -exclamó Reinaldo un día, mirándola con cariño.

Esa palabra reveló a Teresa la causa de la animación de su amiga. ¡Pobre niña! Reinaldo era para ella la vida, y el estar con él a cada momento, oír su voz hablándole con ternura, eso bastó para volverle la energía y el amor a la vida. Habían pasado juntos noches de angustia y de dolor, y si podemos tener cariño por nuestros compañeros en las diversiones, la simpatía cimentada por las lágrimas no se puede borrar nunca de nuestro corazón.

Así pasaron muchos días. La niñita se mejoraba por algún tiempo pero volvía a recaer después; el clima de París lo era muy pernicioso, pero no se atrevían a sacarla al campo sin muchas precauciones.

Teresa esquivaba visitar mucho a su amiga, porque había concebido cierta antipatía, sin causa, por la persona de Reinaldo; pero él tuvo que ir a Alemania y entonces ella pasaba casi todo el día al lado de Lucila. Adelina, como todo niño, gustaba de lo lindo y brillante; Teresa le llamó en breve la atención, y parecía muy contenta cuando ésta le hacía algún cariño.

Un día Teresa jugaba con Adelina, mientras Lucila, sentada cerca de la ventana, vestía una muñeca. Teresa se había dejado despeinar y su magnífica cabellera le caía en ondas oscuras casi hasta los pies. Con alegre ademán fingía huir de la niña que, subida sobre una mesa, quería servirle de peluquero, y al recoger el traje para correr por la pieza mostraba su diminuto pie, y hacía lucir su esbelto talle.

Lucila no podía menos que, admirar a su amiga, en términos de no advertir la llegada de su primo, quien por la puerta entreabierta contemplaba también aquella escena.

Sus penas y afanes de los días pasados habían impedido a Reinaldo poner mucha atención en la americana, de modo que hasta este momento no reparó en lo bella que era. Conmovido en extremo, no quiso entrar al cuarto de su hija, y fue a aguardarla en el salón, por donde debía pasar antes de salir.

Artista en sus gustos y entusiasta como todo meridional (y descendiendo de los antiguos fenicios) Reinaldo adoraba lo bello en donde quiera que lo hallaba. La muerte de su esposa lo había aterrado por la prontitud, bien que nunca lo había tenido el menor cariño. No la había amado, no tanto por sus defectos morales, cuanto porque su aspecto vulgar y sus formas poco elegantes chocaban a su genio artístico. Algunos días antes de su matrimonio, la distinguida y noble expresión de la fisonomía de su prima lo llamó la atención, principalmente por el contraste que ella ofrecía con la que debía llevar su nombre. Pero esa impresión pasó inmediatamente que dejó de verla, y cuando al cabo de mucho tiempo la encontró tan cambiada, hasta olvidó lo que antes había sentido por ella. Junto al lecho de sufrimiento de su hija, Lucila se le apareció como un ángel, como la personificación de la virtud y de la caridad; y la amaba como a una tierna hermana, como a un ser frágil y precioso que era preciso rodear de mil cuidados; pero ella había perdido el atractivo de la hermosura, y Reinaldo no admiraba sino lo bello.

Desde ese día Teresa había sido una revelación para él; en breve conoció que la amaba intensamente.

París en el mes de setiembre estaba insoportable; el calor, el polvo la sufocación que se sentía habían hecho huir lejos a cuantos podían salir de la ciudad. Santa Rosa, que tenía mucho orgullo en frecuentar las nobles relaciones adquiridas por su hija, deseaba exhibirse en donde todos echaran de ver que todo un conde era su amigo, y París estaba solitario y nadie podía notarlo. Propuso entonces, que ya que la niña estaba repuesta salieran juntos de la capital y se instalaran en un puerto de mar, cuyos baños les aprovecharían.

Reinaldo aceptó con entusiasmo esa idea y después de discutir con su madre el sitio a donde deberían ir, la señora de Ville decidió que el sitio más a propósito para ellos (que estaban de luto y no debían frecuentar lugares concurridos) era un pequeño pueblo a orillas del mar, llamado Luc, situado en Normandía y no lejos de Montemart.

Santa Rosa opuso algunas objeciones a este proyecto, pues su mayor deseo era que hubiese quien lo viera con esa familia; pero al fin tuvo que resignarse a la opinión de los demás y partieron.