XII

Teresa había recibido varías cartas de Lucila durante los años anteriores, las que le causaban siempre pena. Generalmente eran cortas y sólo le hablaba de la vida monótona que llevaba y de su salud que se debilitaba cada día; a que se agregaba un agudo pesar, que no explicaba claramente pero sí dejaba comprender: cierta propensión de su padre a la locura, que iba degenerando en monomanía muy singular.

He aquí una carta que recibió nuestra heroína a los pocos días de haber muerto León; circunstancia de que Lucila no tenía noticia:

1.º de marzo de 185...

«Querida mía: ¡Hoy hace cuatro años que nos despedimos, probablemente para siempre! Cuatro años se han pasado desde aquel día en que, llenas de esperanzas, emprendimos el camino de la vida!... ¡y cuántas penas, tristezas y desengaños hemos recogido, en vez de las flores que sembramos en el jardín de nuestros ensueños! Digo que hemos sufrido desengaños, aunque tú nada me dices con claridad, pero al través de tu estilo leo en tu corazón.

Para mí la vida es como la de una planta a la sombra de un murallón y que tiene por horizonte un pedregal.

Mi madre, de un carácter concentrado aunque muy tierno, habla poco y nunca sale de casa. Mi padre pierde cada día el gusto por la sociedad: entregado a sus libros, lleno de ideas extrañas, vive en lo pasado y no se ocupa sino de los tiempos antiguos. Siempre tiene alguna época de la historia entre manos, y nos llenamos de pena cuando empieza a hablarle a alguna de las raras personas que suelen visitarnos, por ejemplo, de Enrique IV o de Constantino el grande, y trata de ellos como si existieran ahora; y como ha leído tanto, tiene en la memoria hasta los mínimos pormenores de aquellas épocas. Su conversación es una verdadera aula de historia, y a mí me encanta oírle referir tantos hechos, criticando los actos de los personajes antiguos y hablando de ellos como si verdaderamente estuvieran vivos. El cura del pueblo vecino es un hombre instruido, nos tiene mucho cariño, y lo lleva la idea a mi padre, discutiendo con él cuestiones de otros tiempos. A veces, en el invierno, se sientan los dos cerca de la chimenea y yo me coloco a su lado oyéndolos; en el verano salen al jardín y entonces me siento cerca de ellos, escuchando con placer esas conversaciones que parecen ecos de las lejanas épocas. Aunque mi padre me quiere mucho (cuando se acuerda de mí) rara vez me dirige la palabra, y ya te he dicho que mi madre es naturalmente callada y melancólica; así es que vivo sola, sola física y moralmente, y sufriendo siempre en mi salud. Jamás veo una persona de mi edad, ni oigo una palabra alegre ni el eco de una risa...

Mi mayor placer es sentarme, al caer la tarde, a la ventana de mi cuarto y contemplar el paisaje que desde allí se descubre.

En todos tiempos hallo placer en mirar ese paisaje, pues siempre es bella la vista de todo horizonte extenso aunque sus pormenores no sean hermosos. En el verano el cielo se cubre de nubarrones nacarados que van a unirse con el mar allá en el confín del horizonte; al fin de la llanura se ven ondear las copas de los altos árboles del camino real, cuya línea recta va a perderse en lontananza; inmediatamente a mis pies el viento de la tarde juega con los tilos del jardín, en cuyo follaje se refleja la luz que envían los arreboles. Después, poco a poco, el cielo pierde su brillo, la tierra toma una tinta gris; ya no se ven los pormenores del paisaje, el mar parece un gran borrón, y los arbustos del jardín semejan espectros sombríos y sin forma... pero en cambio el cielo se cubre de constelaciones, y mi alma se eleva en un éxtasis divino al seguir su curso en el cielo azulado.

En el invierno el espectáculo es diferente: a veces a esa hora el cielo está cubierto de nubes negras repletas de tempestades, y el viento brama a lo lejos, los árboles, con sus ramas deshojadas, parecen brazos de esqueletos; la niebla se arrastra por el suelo helado, o la nieve lo cubre todo con su velo blanco. Aterida de frío, cierro mi ventana entonces, y me encuentro sola, ¡oh! ¡cuán sola!

Cuando mi tía está en Montemart viene a veces a visitarnos, y al verme tan pálida y triste me lleva a pasear en su coche por los alrededores; y si Reinaldo y su esposa no están con ella paso en su casa algunos días y veo sociedad. Desde que se casó mi primo no lo he visto sino muy rara vez, y aunque Margarita ha tenido la condescendencia de invitarme a su casa en París, yo, por supuesto, no he querido aceptar, disculpándome con mi débil salud. No sé si te había dicho que tienen una niñita pequeñísima y endeble: ha sufrido mucho desde que nació; parece que su madre no ha tenido tiempo de ocuparse de ella, y Reinaldo, que la quiere mucho, se queja de su esposa. Para evitarles esas molestias, mi tía la ha traído al campo, en donde con los cuidados de su abuela y el aire puro no hay duda que le darán robustez.

Es tanto lo que sufro, querida Teresa, que creo a veces que no podré vivir mucho tiempo; lo que siento es morirme sin haber tenido un sólo día que pueda llamar feliz; quisiera a lo menos saber cómo se siente la dicha.»


15 de abril. Niza.

«Interrumpí mi carta empezada en días pasados porque me enfermé nuevamente y estuve de muerte; pero ahora que este clima me ha mejorado quiero seguir escribiéndote. Un fuerte ataque al pecho me debilitó tan completamente que creí que todo había concluido; pero ya ves que no fue así, y encontrando el médico que mi reposición era muy lenta, aconsejó un clima más cálido. Mi tía, que deseaba también llevar a la niñita de Reinaldo a Niza, ha querido que yo la acompañe.

El cambio, no solamente físico sino moral, me ha aprovechado, y aunque hace poco que estoy aquí empiezo a cobrar fuerzas. Sin embargo, no puedes figurarte cuán desfigurada estoy... Ayer, habiéndome hecho ataviar con elegancia, mi tía me obligó a que fuera a ver pasar una procesión desde una ventana; a mi vuelta quise contemplar despacio los estragos que había hecho en mí la enfermedad. Si me vieras ahora tal vez no me conocerías; el rosado de mis mejillas ha desaparecido completamente, y éstas, si no han desaparecido, han desmedrado tanto que al través de la cutis casi se ven los huesos; en cambio mis ojos se han agrandado y los rodea una sombra azul. Es tal mi debilidad que el viento me llevaría y el menor esfuerzo me postra. Pero dicen que aquí recuperaré algún tanto mis fuerzas; y digo algún tanto, porque no hay la menor esperanza de que mi constitución vuelva a su antiguo estado de robustez.

Adelina, la niñita de Reinaldo, ha mejorado mucho también; heredó en parte el tipo de su madre; es blanca, rubia y tiene ojos azules; mi tía dice que se parece a mí (seguramente porque ambas estamos muy flacas), pero tiene la sonrisa de su padre y una expresión muy dulce en la fisonomía. Me ha cobrado mucho cariño, y pasamos gran parte del día juntas en el jardín del hotel; los que nos ven dicen que parecemos un lirio tronchado y su botón.

Pero ya es la hora del paseo matutino de Adelina, que no va contenta si no me ve al lado de su cochecito.»


18 de abril.

«Hace dos días dejé de escribir para pasear con Adelina; a la vuelta, mientras la criada entraba a prepararle su alimento, la tomé en los brazos y me senté con ella en un banco del jardín; pronto se quedó dormida. Hacía algunos momentos que estábamos allí cuando sentí que alguien se acercaba por una alameda lateral: era Reinaldo que había llegado de París durante nuestro paseo, y acercándose me dijo:

-Hace algunos momentos que la estaba mirando a usted y dándole las gracias interiormente por sus cuidados maternales hacia esa pobre niñita.

Después de darme la mano afectuosamente se sentó a mi lado, y levantando el pañuelo que había puesto sobre la cara de la niña añadió:

-¡Cómo ha cambiado!, está mucho más robusta; ¿no es cierto?

Y quitándomela de los brazos la llevó hasta la puerta de la casa, en donde la recibió la criada; volvió junto a mí, y mirándome con aire compasivo dijo:

-Y usted... ¿se ha repuesto aquí?

-Sí; bastante -respondí.

-¿Está segura de que éste clima le conviene?

-Creo que en cuanto es posible mejorarme, Niza lo hará.

-¿Acaso teme usted que la enfermedad no se cure radicalmente?

-No temo..., estoy segura.

-¡No diga usted eso, Lucila! -exclamó tomándome la mano-; No pierda la esperanza así.

-¿Esperanza de qué? -pregunté con energía, mientras que sentía que los ojos se me llenaban de lágrimas.

-¡De qué! De vivir largo tiempo..., y hacer la dicha de los que la rodean.

-Es cierto que mis padres, mi tía..., todos me tratan con cariño pero yo sólo puede proporcionarles penas; ¿para qué vivir así?

-Ahora le repetiré lo que usted me dijo un día en que necesitaba valor para resignarme... Macte animo! ¿se acuerda usted?...

No pude contenerme entonces: estoy tan débil que todo me conmueve; así fue que, bajo no sé qué pretexto, me levanté de su lado, y entrando a la casa me encerré en mi cuarto para ocultar mis lágrimas.

Él, él, ¡preguntarme si yo me acordaba!... A poco y cuando ya había logrado serenarme, oí la voz de Reinaldo que entraba a la pieza vecina con su madre; ella no me había visto entrar a mi cuarto ni sabía que yo estaba ahí.

-¡Pobre Lucila -decía Reinaldo-; ¡cómo ha cambiado! ¡Es la sombra de lo que era, su propio espectro!

-Efectivamente -contestó mi tía-, ¡pero si la hubieras visto cuando llegó aquí!...

-¿Es cierto que su mal es muy grave?

-Sí; dicen los facultativos que la han visto que nunca recobrará la salud; con muchos cuidados y tranquilidad de ánimo vivirá, algunos años; pero siempre sufriendo.

-¿Y cuál habrá sido la causa de su enfermedad?, cuando yo la veía antes parecía gozar de buena salud.

-Es de constitución débil. El primer ataque que tuvo fue poco después de tu casamiento; ¿te acuerdas?

Yo me estremecí al oír aquello, pero Reinaldo repuso tranquilamente:

-Sí; entonces fue con usted a Suiza... y la dejé de ver por mucho tiempo.

-Además de su debilidad natural, el médico dijo que alguna pena puede haberle desarrollado el mal.

-¡Alguna pena! -contestó mi primo con acento de admiración-; ¿qué pena puede tener?

-No sé... su vida ha sido siempre tan monótona, tan sencilla. Es cierto que su carácter es melancólico; pero ésa es una triste herencia de nuestra familia y de la de su madre.

Esa noche, estando lo tres reunidos en el saloncito particular, Reinaldo saco un libro que había traído y se puso a leer en alta voz. Yo bordaba cerca de la lámpara; mi tía, sentada a cierta distancia de la mesa, tejía, y mi primo leía frente a mí. Mis pensamientos a veces eran tan imperiosos que dejaba de oír lo que él leía; pero de repente las siguientes palabras llegaron a mi oído, y a medida que Reinaldo leía me sonrojaba, pensando en la conversación que había oído esa mañana:

'La tristeza motivada por la ruina de todas nuestras esperanzas es una enfermedad, y a veces causa la muerte. La fisiología actual debería procurar descubrir de qué, modo un pensamiento llega a producir la misma desorganización que un veneno, y cómo la desesperación destruye el apetito y cambia todas las condiciones de la mayor fuerza vital...'

Al acabar de pronunciar estas palabras Reinaldo se calló, y sentí que me estaba mirando; él también recordaba su conversación con mi tía. Yo no sabía cómo obligarlo a que no se fijará en mí, pues me parecía que habría de leer en mi fisonomía cuál había sido el pensamiento que destruyó mi fuerza vital.

-¿De quién es esa idea? -dije al fin tratando de afirmar la voz.

-De Balzac... ¿Cree usted que es exacta?

El tono con que me hizo la pregunta me disgustó, y contesté fríamente:

-No he tenido suficiente experiencia de la vida para poder apreciar las ideas de un escritor de tanta fama.

Reinaldo continuó leyendo.

Hoy, después de que se fue mi primo (quien sólo vino por dos días a ver a su madre y a su hija), busqué el libro que nos había leído y copié el trozo de Balzac.

Mi carta se está haciendo demasiado larga y voy a concluirla ahora para enviártela.

Permaneceremos aquí un mes más, y cuando empiecen los fuertes calores volveremos a Montemart...»