Teatro crítico universal: Glorias de España
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I
editarTestifica Abraham Ortelio haber leído en unos fragmentos de Salustio que en los antiguos tiempos, cuando la juventud española se preparaba para salir a la guerra, sus madres les recordaban los valerosos hechos de sus padres, para encender sus marciales espíritus a la imitación de sus mayores. Así servían a la defensa de la patria uno y otro sexo: el fuerte, con el ejercicio; el débil, con el influjo.
Aquel ejemplo me he propuesto seguir en este discurso, cuyo asunto es mostrar a la España moderna la España antigua; a los españoles que viven hoy, las glorias de sus progenitores; a los hijos, el mérito de los padres; porque, estimulados a la imitación, no desdigan las ramas del tronco y la raíz. Dé lección un siglo a otro siglo. En el mismo clima vivimos, de las mismas influencias gozamos que nuestros antepasados. Luego cuando es de parte de la naturaleza la misma índole, igual habilidad, iguales fuerzas hay en nosotros que en ellos, y acaso superiores a las de otras naciones. Lástima será que cedamos a éstas en el uso, haciendo excesos en la facultad.
El caso es que el vulgo de los extranjeros atribuye en nosotros a defecto de habilidad lo que sólo es falta de aplicación. Regulan a España por la vecindad de la África. Apenas nos distinguen de aquellos bárbaros sino en idioma y religión. Nuestra pereza o nuestra desgracia de un siglo a esta parte ha producido este injurioso concepto de la nación española; error que el debido afecto a la patria me mueve a impugnar y es justo salga a este Teatro, por tan común.
Probarán la justicia de nuestra causa los hechos de los españoles y los dichos de los extranjeros. Digo de aquellos extranjeros que, por haber existido antes que entre nuestra nación y la suya naciese la emulación, carecieron del mayor estorbo que tiene contra sí la verdad. En cuanto a los hechos de los españoles, será preciso proponer sólo como en bosquejo los más insignes, pues no hay campo para mostrar, ni aun reducidas al más compendioso epítome, tantas historias. Haremos lo que los geógrafos, que para dibujar región grande en poco lienzo sólo apuntan con breves caracteres las poblaciones mayores.
II
editarEspaña, a quien hoy desprecia el vulgo de las naciones extranjeras, fue altamente celebrada en otro tiempo por las mismas naciones extranjeras en sus mejores plumas. Ninguna le ha disputado el esfuerzo, la grandeza de ánimo, la constancia, la gloria militar, con preferencia a los habitadores de todos los demás reinos. Tucídides testifica que eran los españoles, sin controversia, los más belicosos entre todos los bárbaros. Donde se advierte que los griegos, cual lo era Tucídides, llamaban bárbaros a todos los que no eran de su país o no hablaban su idioma, lo que practicaron también los romanos. Así, esta voz no era injuriosa entre ellos, como hoy lo es entre nosotros, porque bárbaros significaba extranjeros y nada más. Por eso Ovidio decía de sí que era bárbaro entre los, getas, porque nadie entendía allí su lenguaje: Barbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli. Diodoro Sículo, tanto a la caballería como a la infantería españolas concede ventajas, así en la fuerza para el combate como en la tolerancia para las incomodidades de la guerra. Justino celebra los ánimos españoles por intrépidos para la muerte y amantes de las fatigas militares; lo que Silio Itálico, con más fuerte encarecimiento aplica a los gallegos, afirmando que éstos tenían por ocupación indigna de hombres todo lo que no era manejar las armas en la campaña.
Cito a este autor, aunque español, según la opinión más probable, que le hace natural de Sevilla, porque respecto de Galicia, para cuyo elogio le alego, bien indiferente es un andaluz. Estrabón, que es harto extranjero, pues fue oriundo de Creta y nació en Capadocia, confirma el dicho de Silio Itálico, llamando a los gallegos gente sumamente guerrera y dificultosísima de conquistar: Bellacissimi et subjugatu difficillimi.
Volviendo a los españoles en general, Livio los llama gente fiera y belicosa. Y en otra parte advierte que es nuestra nación la más apta entre cuantas tiene el mundo para reparar las ruinas de la guerra, no sólo por la oportunidad de los sitios, mas también por el genio e ingenio de los naturales. Dionisio Afro le da el atributo de magnánima; Tibulo, de atrevida; Lucio Floro, de guerreadora, de noble en armas y varones fuertes, y lo que es más que todo, la apellida maestra del grande Aníbal en la profesión militar; elogio, en quien, si quisiésemos alargar la pluma, se nos abría espacioso campo a magníficas declamaciones. Pero no es menor el de Vegecio, el cual confiesa que exceden en fortaleza los españoles a los romanos.
No hacen menos justicia a España los extranjeros de los tiempos posteriores. Celio Rodiginio, después de referir cómo habiendo Porcio Catón despojado de las armas a los españoles que habitaban de la otra parte del Ebro, muchos, de sentimiento, se quitaron voluntariamente la vida, añade que es propio de la ferocidad española despreciar la vida faltándole el uso de las armas. El Guiciardino asegura que los experimentos de su tiempo mostraban que el valor español, especialmente de la infantería, correspondía exactamente a la antigua fama de la nación, y que generalmente ninguna hay que la exceda en agilidad e industria para los sitios de plazas fuertes. Felipe Cluverio confirma que no en uno u otro siglo, sino siempre y en todos tiempos, es España fecundísima en la producción de espíritus marciales.
III
editarNo deberían quedar enteramente satisfechos los españoles si los extranjeros no les concediesen otra prerrogativa que la ventaja de las armas, ya porque es muy limitado elogio el que se ciñe a sola una prenda, ya porque la osadía del corazón, la intrepidez en los peligros de la guerra, separada de otras cualidades nobles que ilustran la naturaleza racional, no es tan propia de hombres como de brutos, y más debe llamarse ferocidad que valor. La bizarría con que se expone la vida a los mayores riesgos no subsiste sino en dos extremos muy distantes. Si proviene de un ímpetu ciego, degenera en irracionalidad; si nace de celsitud de ánimo, constituye aquel grado eminente y como sobrehumano que llamamos heroísmo. No hay medio. La animosidad intrépida para entrarse, ya por los rigores del acero, ya por los horrores de la pólvora, o eleva al hombre sobre los hombres o le coloca entre los brutos. Para discernir a qué clase pertenece el que es soberanamente osado se ha de atender al carácter de su espíritu y al motivo que le alienta. El que en el trato común es intratable, altivo, ardiente, feroz, desapacible, da motivo para creer que lo que en él se llama valor no es sino fiereza. Aun en los empeños más justos no obra por impulso de la razón, sino en virtud de un movimiento maquinario, que le determina a todo género de arrojos. Busca en los peligros de la guerra el desahogo de su propio genio, no la defensa de la religión o la patria. Al contrario, en el de índole grave, benévola, apacible, urbana, se debe juzgar que cuanto esfuerzo muestra en la campaña es hijo legítimo de la virtud de la fortaleza, y que, dueño de sí mismo, acomoda sus acciones al teatro y ocasión y en que se halla.
La pintura que hacen del genio español las plumas extranjeras representa en él todos aquellos nobles atributos que, hermoseando la parte racional, dan a su valentía todo el lustre de un virtuoso y verdadero valor.
Abraham Ortelio (en el mundo antiguo sobre el mapa de España), recogiendo los dichos de varios autores, atribuye a los españoles, entre otras excelencias, la de liberales, benignos, obsequiosos con los forasteros, en tanto grado, que con honrada emulación compiten entre sí sobre servirlos y agasajarlos. ¡Oh heroicidad y discreción española! Esto es saber distribuir según las oportunidades el uso de las virtudes, y distinguir en los extranjeros la cualidad de enemigos de la substancia de hombres. Cuando éstos con mano armada acometen sus confines, no encuentran en los españoles sino ira, furor, coraje, hierro y fuego. Cuando pacíficos y desarmados quisieren pasear nuestra península, todo es experimentar humanidad, cariño, bizarría.
El mismo autor dice que era costumbre de los españoles entrar cantando en las batallas: Praelia aggrediuntur carminibus. Corazones igualmente despejados de los temblores del susto que de los atropellamientos del arrojo, emprendían festivos la defensa de la patria, mezclando el aprecio de la gloria con la desestimación del riesgo.
Paulo Merula celebra el amor de los españoles a la justicia, la integridad y vigilancia de nuestros magistrados en la administración de ella, sin respeto a acepción de personas; añadiendo que por la severa y cuidadosa aplicación de los jueces son muy raros o ningunos en España los latrocinios. Es cierto que no podemos gloriarnos hoy de la dicha de que haya pocos ladrones en España. Mas no por eso deberemos quejarnos de la omisión de los jueces, sino de nuestras culpas, que han merecido a la severidad divina la permisión de la multitud de latrocinios, entre otros muchos azotes. Es práctica común de la justicia soberana usar de los delincuentes como instrumento para castigar a otros delincuentes.
Justino recomienda en sumo grado la honradez española en la fiel custodia de los secretos que se le confían, diciendo ser muy frecuente en los nuestros rendir la vida en los tormentos por no revelar las noticias que han adquirido en confianza: Saepe tormentis pro silentio rerum immortui: adeo illis fortior taciturnitatis cura quam vitae.
La fidelidad de los españoles en la correspondencia del comercio se halla altamente acreditada con la experiencia que tanto tiempo ha hacen de ella los comerciantes extranjeros, valiéndose de los nuestros para despachar sus mercadurías en las Indias occidentales. Jacobo Sabari, en varias partes de su Diccionario de comercio, habla con admiración y asombro de esta fidelidad española. Dice (verb. Comerce d'Espagne) que hasta ahora jamás se vio español que fuese infiel al extranjero que le hizo confidente suyo. Y en otra parte, que en las más duras y sangrientas guerras han observado en su particular inviolablemente esta lealtad con los mismos a quienes en común tenían por enemigos.
Verdaderamente, es prodigio singularísimo que una oportunidad tan favorable para enriquecerse a costa ajena sin contingencia o riesgo alguno, no haya sido poderosa para que algún español, en tan largo discurso de tiempo, faltase jamás a la fe y palabra dada al mercader extranjero. No apruebo, antes abomino con toda la alma, el que los nacionales sirvan de instrumentos para sus ganancias a los extranjeros, especialmente en la circunstancia de ser enemigos de la República, faltando juntamente a las leyes de su soberano y perjudicando a los intereses del público. Mas supuesta esta inicua convención, no deja de argüir una gran generosidad, aunque mal aplicada, en los corazones españoles, el que ninguno, aun brindado de crecidísimos intereses, haya cedido jamás al dominante atractivo del oro, violando el pacto estipulado.
Porque fuera inmensa obra recoger todos los dichos de autores extranjeros a favor de los genios de nuestra nación, concluiré con los testimonios de Hugón Sempilio y Latino Pacato, porque comprenden cuanto se puede decir o pensar en el asunto, no sólo para adecuar nuestro derecho, más aún para satisfacer, si la tenemos, nuestra vanidad. El primero nos da todos los epítetos siguientes: «Observantísimos de la amistad, graves en las costumbres, templados en comida y bebida, de feliz juicio, adornados de ingenio y memoria, tolerantísimos de la hambre y sed en la guerra, sagacísimos para estratagemas, fidelísimos a los soberanos».
El segundo, en el panegírico que hizo al gran Teodosio, después de decir que «España es la más feliz de todas las regiones del Orbe», y que «el supremo Artífice puso más cuidado en cultivarla y enriquecerla que a todas las demás», porque no se entendiese que este elogio se limitaba a la fertilidad material del terreno o a sus minas de plata y oro, luego celebra a nuestra región por otra fecundidad mucho más preciosa, que es la de producir gran copia de hombres insignes en virtud y habilidad para todo género de empleos. «Esta tierra —dice— es la que engendra los valentísimos soldados, los excelentes caudillos, los elocuentísimos oradores, los ilustres poetas, los rectísimos jueces, los admirables príncipes». ¡Oh, cuánto debe nuestra tierra al Cielo, pues parece que sobre ella derrama congregados cuantos benignos influjos tiene repartidos en la varia actividad de sus planetas! Sólo España da hombres grandes para todo, siendo excepción de aquella regla general: Non omnis fert omnia tellus.
IV
editarApóstrofe al señor infante don Carlos. — Aquí, serenísimo Infante y amabilísimo dueño mío, debajo de cuya soberana protección sale a luz este tomo, me sea lícito formar la dulce idea de que, dobladas las rodillas a los pies de vuestra alteza, pongo en sus manos las deposiciones de todos los autores extranjeros que he alegado para serenar aquella honrada y generosa turbación que en el nobilísimo ánimo de vuestra alteza ocasionó la inconsiderada crítica de un autor alemán contra la nación española, al leerla estampada en mi segundo tomo. Vea vuestra alteza cuántas sabías plumas extranjeras nos desagravian del ultraje que en cuanto a las calidades del espíritu nos hizo aquel escritor; pues por lo que mira a las del cuerpo, trabajo inútil sería revolver libros para repeler la injuria, estando patente la falsedad a la vista. Disculpe en esta parte su profesión a su ignorancia, pues un religioso está muy desviado del mundo para hacer justo concepto de la traza, genios y costumbres de naciones distantes de la suya. Sin esa circunstancia sería cosa admirable que un alemán asquease tanto la disposición de nuestros cuerpos, como si aquellas casi inanimadas masas de carne que produce su tierra fuesen comparables con el garbo, soltura y agilidad española. Pero vuelvo al hilo de mi discurso.
V
editarHasta ahora hemos hecho la apología de nuestra nación con el testimonio de autores extranjeros. Ya es tiempo que tome vuelo la pluma para ilustrar más dilatado y ameno campo, descubriendo las glorias de España, no en dichos de testigos forasteros, sino en los hechos de los mismos españoles. Correré muchos siglos en pocas páginas, empezando desde aquel de cuyos sucesos debemos alguna clara luz a las romanas historias, pues en las antecedentes, aun los ojos más linces no ven sino tinieblas. En aquella infeliz batalla en que Aníbal, destrozando a los olcades, vacceos y carpetanos, sujetó al africano dominio, la mayor parte de nuestra península, hubiera empezado a brillar la virtud española, si no la eclipsara su demasiado ardimiento. Livio confiesa que el ejército español era invencible y triunfaría en el combate, a no estorbarlo la desigualdad del sitio. Invicta acies, si aequo dimicaretur campo. Arrojándose temerarios nuestros soldados, sin orden ni consulta de sus caudillos, rompiendo las aguas del Tajo, por atacar a los cartagineses, que dominaban la orilla contrapuesta con su caballería, y avanzándose ésta a recibirlos en medio de la corriente, le fue fácil vencer a quienes por no tener donde afirmar los pies, no podían jugar las manos; a que se añadió que a los más arrebató el rápido curso del río antes que pudiesen hacer frente al enemigo acero.
Siguióse a aquella batalla el sitio y ruina de Sagunto, cuya porfiada resistencia de ocho meses a ciento cincuenta mil combatientes acreditó tanto su constancia, su valor y su fineza por los romanos, como llenó a éstos de oprobio por la fría lentitud o, por mejor decir, total omisión en socorrer a tan generosos aliados. Pudieron redimir las vidas rindiendo las armas y mudando de suelo, que estos pactos les propuso Aníbal; pero prefirieron morir con las armas en la mano y ser sepultados en Sagunto a vivir desarmados fuera de Sagunto; no hallándose en tan numerosa población ni un hombre solo que quisiese sobrevivir al estrago de la patria.
VI
editarLos que con más reflexión atienden el grande proyecto de Aníbal, de introducirse a hacer guerra a los romanos en el corazón de Italia, justamente le conciben como el último o supremo esfuerzo a que puede llegar la humana osadía. El señor de San Evremont prefiere esta empresa a todas las de Alejandro Magno. No fue tan admirable la ejecución como el propósito. Constó aquella expedición de tantos sucesos arduos y felices, cuantos se pueden esperar del valor y la prudencia confederados con la fortuna. Pero lo más portentoso es que, comprendiendo Aníbal todas las dificultades y riesgos de aquella empresa, al representarse unidas en su mente, concibiese la resolución y esperanza de superar tantos peligros y estorbos. No ignoraba que para hacerse paso por las Galias había de romper por muchas naciones enemigas; que en el pasaje de los Alpes había de tener por enemiga la misma Naturaleza; que vencido todo esto, metería su ejército, muy disminuido, en una región donde no poseía un palmo de tierra; que se había de hacer la guerra contra un estado poderoso y formidable; que para asegurarse dentro de Italia era menester ganar, no una batalla, sino muchas, o, por mejor decir, todas, al paso que una sola que perdiese era imposible reforzarse o retirarse. A las insuperables dificultades que ponía a su empresa la república enemiga se añadían las que razonablemente debía temer de parte de la propia. Aníbal no era más que un particular en Cartago, donde eran muchos los que llevaban mal que rompiese con los romanos. Hallábase, es verdad, asistido de una facción poderosa; pero aun prescindiendo de las ordinarias contingencias de que en una república libre se transfiera el mayor peso de un brazo a otro de la balanza, la facción opuesta, sostenida de los créditos de Hannon, podría, si no cortarle los pasos, hacerlas inútiles con la escasez y tardanza de los socorros.
Si este gigante cúmulo de embarazos, dificultades y riesgos se considera en el proyecto de Aníbal antes de empezar tan grande obra, sin atender a la grande mente que le había ideado y al gran corazón que le tenía resuelto, se graduará, sin duda, de temeridad, locura y delirio. Pero Aníbal, al paso que extremamente osado, era igualmente cauto, perspicaz, advertido. Su designio fue hijo de una meditación muy pausada, no aborto de un rapto de furor o cólera. Luego es de creer que tuvo fundamentos sólidos para esperar el logro de tan ardua empresa, y que, considerando con sabia reflexión sus fuerzas, las halló muy probablemente superiores a las de los romanos. La cantidad de sus tropas no podía inspirarle esta confianza, pues aunque podía sacar, y de hecho sacó, un grueso ejército de España, se debía hacer cuenta de los grandes menoscabos que había de padecer en un camino tan largo, donde en cada paso se pisaba un peligro, y que puesto en Italia, aunque se idease una continua serie de prósperos sucesos, estos mismos le habían de ir disminuyendo la gente, al paso que los romanos siempre quedaban con fondos bastantes para reparar las ruinas. Luego es preciso confesar que le alentó, no la cantidad, sin la calidad de las tropas.
Estas se componían de africanos y españoles. De unos y otros tenía sobrada experiencia en la guerra de España. Lo primero que se representa al discurso es que habiendo vencido los africanos a los españoles, juzgó que no tendrían dificultad en triunfar de los romanos. Esto bastaría para gloria de nuestra nación. Pero otra mayor descubro, atendiendo a la conducta de Aníbal en el discurso de aquella guerra. Es constante que Aníbal, cuando se presentaba el combate, ponía los soldados españoles en la vanguardia o frente del ejército. Cuéntalo Livio, el cual añade que éstos eran la fuerza principal del ejército de Aníbal: Ab Annibale Hispani primam obtinebant frontem et id roboris in omni exercitu erat. Luego más confianza hacía el caudillo africano de los soldados de nuestra nación que de los de la suya.
Desde la primera acción empezaron los nuestros a desempeñarse del concepto en que los tenía Aníbal. Hablo del tránsito del Ródano, a quien esguazando los primeros, dieron furiosamente sobre las tropas de Publio Cornelio, que defendían el paso, quedando aún el grueso del ejército africano en la opuesta orilla. ¡Oh qué diferentes se nos representan los españoles en el Ródano que en el Tajo! Uno y otro río acometen intrépidos; pero en el Tajo son vencidos, en el Ródano, vencedores. Tenían caudillo en el Ródano; faltóles en el Tajo. Nunca Aníbal hubiera vencido a los españoles, si éstos fuesen comandados de otro jefe como Aníbal. Siempre que tuvieron cabeza proporcionada a su corazón fueron invencibles.
VII
editarViose esto en las guerras que tuvieron acaudillados de Viriato y de Sertorio. Debajo de las banderas del primero destrozaron varias veces a los romanos, y, en fin, éstos apelaron a la alevosía para quitar a los españoles tan glorioso jefe corrompiendo a sus propios domésticos para que le quitasen la vida, en cuya torpeza tácitamente confesaron, como dice Lucio Floro, que era imposible vencerle de otro modo.
Lo propio hicieron con Quinto Sertorio. Venció éste en muchos encuentros a los romanos, siendo comandados éstos (lo que es muy ponderable) ya por Metelo, ya por el primer Pompeyo. En fin, Marco Perpenna, uno de los proscritos de Roma, brindado con la esperanza del perdón, le mató pérfidamente en medio de un festín. Así hacían los romanos la guerra en España, no hallando otro medio para su conquista que la traición.
No con más generosidad y limpieza procedieron en la guerra de Numancia. Por espacio de catorce años resistió esta pequeña república todos los esfuerzos de la romana potencia. Con solos cuatro mil soldados (según Lucio Floro) triunfó diferentes veces de un ejército de cuarenta mil. Y aunque, con Veleyo Patérculo, concedamos que llegaron tal vez los numantinos a juntar diez mil guerreros, siempre queda en la enorme inferioridad del número altamente acreditada la ventaja del valor. Dos veces obligaron a los romanos a pedirles humildes la paz y se la concedieron, pudiendo destruirlos enteramente. Capitularon la primera con el cónsul Pompeyo Rufo; la segunda, con Hostilio Mancino, que sucedió a aquél en el comando del ejército. En tal consternación habían puesto con repetidas rotas a los romanos, que ya les faltaba a éstos el ánimo y el aliento para ver la cara u oír la voz de cualquier vecino de Numancia. Esto no lo dice algún autor español, sino romano, y de los más ilustres: Ut ne oculos quidem, aut vocem Numantini viri quisquam sustineret. Dos veces, dice, les pidieron humildes la paz; dos veces la obtuvieron y dos veces inicuamente la violaron. Es verdad que respecto a la soberbia del pueblo romano, las condiciones habían sido ignominiosas; pero con ellas habían redimido las vidas cuando tenían puestas las gargantas debajo de los aceros numantinos, en cuya circunstancia, ¿quién sino un insensato espera capitulaciones honradas, y especialmente cuando el que se humilla es el que movió injustamente la guerra, como consta que los romanos lo hicieron?
En todo fue consiguiente su ruin proceder, pues habiendo empezado inicuamente la guerra, dos veces violaron pérfidamente la paz. Al fin venció a los numantinos, no el valor romano, sino la hambre, en cuyo último apuro, quitándose voluntariamente las vidas, ya con el hierro, ya con el fuego, no dejaron a la codicia de los conquistadores otro despojo que sus propias cenizas.
VIII
editarSiempre que me vienen a la memoria las conquistas con que se engrandeció el imperio romano y el aplauso con que el mundo las clamorea, admirando al mismo tiempo aquella república como la norma de todas en cuanto a las virtudes políticas y militares, no puedo menos de lastimarme de la debilidad del juicio humano, que dejándose fácilmente deslumbrar de un falso resplandor, apenas en materia alguna acierta a mirar con ojos fijos la verdad. ¿Qué fue la república romana? Una gavilla de ladrones que engrosándose más y más cada día, empezó robando ganados prosiguió robando poblaciones y acabó robando reinos. El origen regio de Rómulo es tan incierto, que no faltan justísimos títulos para colocarlo entre las fábulas. Graves autores juzgan que, bien lejos de ser de la estirpe de los reyes de Alba, ni aun era natural de Italia, sino un vagabundo advenedizo. Diocles, autor griego, fue el primero que, según refiere Plutarco, hizo al fundador de Roma nieto de un Rey e hijo de un dios agregando a esta ficción todas las demás que la acompañan y cuyo tejido muestra por todas partes el carácter de fábula griega. Pero, ¿qué había de hacer la vanidad romana, que se veía tan lisonjeada con ella, sino admitirla como verdadera historia? Son siempre felices los embustes que dan ilustre origen a cualesquiera naciones. Un adulador los forja. El pueblo, si no los cree, quiere por lo menos que se crean. Esto basta para que nadie se atreva a impugnarlos y para que muchos los vayan transcribiendo como verdades inconcusas. Con que, a la vuelta de dos o tres siglos, si alguno quiere escribir con desengaño, o mostrarse dubitante en la materia, es despreciado como un temerario que se opone a una posesión inmemorial y a una constante tradición.
El hecho del robo de las Sabinas es una conjetura tan eficaz de que es fábula cuanto se dice del augusto origen de Rómulo, que pasa de conjetura. ¿Es creíble que un príncipe tan ilustre, descendiente de los reyes de Alba, dominación famosísima en Italia, no había de hallar para esposa la hija de algún reyezuelo vecino? ¿Es creíble que no encontrase arbitrio para casarse, sino el engaño y el robo? Lo mismo digo a proporción de sus súbditos y especialmente de los que entre ellos eran más poderosos. ¿Cómo podían faltar para ellos mujeres en los pueblos inmediatos? Esto hace creer que los demás Estados de Italia miraban entonces la nueva colonia como una colección de gente vil, establecida por el robo, al modo que nosotros consideraríamos una población formada de gitanos, a quienes ni los aldeanos más pobres se dignarían de dar por mujeres sus hijas.
Pasemos de los principios a los progresos. Es verdad que conquistaron los romanos el mundo, ¿pero cómo? Del mismo modo que conquistaron a España. Usando de la perfidia, del dolo, de la alevosía, siempre que no podían lograr con mejores artes la ventaja. Si algún caudillo, valeroso de la parte contraria los llevaba de vencida, con promesas magníficas disponían que algún infiel doméstico le matase, como hicieron con Viriato y con Sertorio. Si se veían debajo de la cuchilla enemiga, en la constitución fatal de perder todo el ejército, se humillaban como los hombres más apocados del mundo, pidiendo y aceptando cualesquiera condiciones, por ignominiosas que fuesen; pero no bien salían del ahogo, cuando, faltando vilmente a todo lo pactado y atropellando la religión del juramento, repetían la guerra. Esto hicieron dos veces con Numancia, y esto habían hecho antes con los Samnites, cuando éstos, pudiendo degollar todo el ejército romano y acabar de un golpe con aquella ambiciosa república, le dejaron salir de las horcas caudinas, donde le tenían cogido como en una ratonera. Si Poncio, gallardo general de los Samnites, hubiera usado entonces de su derecho, no sólo no se haría Roma señora del orbe, mas ni aun quedaría memoria de Roma, o cuando quedase alguna, sólo sería para oprobio suyo, representándonos a los Samnites como unos gloriosos bienhechores de la Italia, en la extirpación de una república ambiciosa, perturbadora de todos sus vecinos y enemiga del común sosiego.
IX
editarPero aún queda, se me dirá, dilatado campo a la gloria de los romanos en tantas empresas, cuya felicidad sin intervención de la traición o mala fe sólo se debió a su constancia, valor y pericia militar. Hayan sido en algunas ocasiones alevosos y pérfidos; pero, ¿cómo podrá negarse que fueron los más ilustres guerreros del orbe, los que, de los angostos límites de su primer establecimiento, con la punta de la espada se fueron abriendo campo hasta hacerse dueños de Europa y Asia?
La causa más universal de los errores comunes es que los más de los hombres no pasan con el discurso más allá de la superficie de las cosas. Yo estoy tan lejos de asentir a las ventajas del valor romano sobre las demás naciones del mundo, que vivo persuadido a que cualquiera de éstas hubiera hecho todo lo que hicieron los romanos, puesta en las mismas circunstancias. Parecerá una extraña paradoja si digo que la conquista de todo el orbe, en la forma que los romanos la lograron, fue una cosa facilísima, que sólo pedía de parte de los ejecutores ambición y tiempo, pero no manos ni valor. Sin embargo, lo digo, y lo demostraré con muy pocos rasgos de pluma.
Nótese que nunca los romanos combatieron potencia superior ni aun igual a la suya. Desde los principios fueron ganando tierra poco a poco, empeñándose con tal tiento, que nunca provocaban sino a quien consideraban con inferiores fuerzas. Así tardaron poco más o menos de quinientos años en dominar a toda Italia. Acometieron luego a Sicilia, inferior (ya se ve) al poder unido de toda Italia. Y se añadió a favor de los romanos el tener partido dentro de la isla en los mamertinos. Sucedió la primera guerra púnica. No igualaba, ni con mucho, según todas las apariencias, la potencia de Cartago a la de Roma. Sin embargo, vencieron varias veces los cartagineses a los romanos, y es creíble que acabarían con ellos si no hubieran despedido y aun quitado alevosamente la vida al valeroso general Jantipo. Fueron después invadiendo provincia por provincia, ya los ligures, ya los insubres, ya los ilíricos, y así a todos los demás, aumentando siempre sus fuerzas a costa de pequeños y débiles enemigos porque los iban cogiendo separados. A la rudeza de aquellos tiempos debieron todas sus conquistas. Estábase quieta esta provincia cuando veía arder la comarcana, sin prevenir que dentro de poco se había de introducir en sus entrañas, aumentado de nuevas fuerzas, el incendio. Con estas conquistas, cada una por sí pequeña y fácil, se fueron engrosando de modo que cuando llegó el caso de la segunda guerra púnica, ya era formidable el poder romano, y con grandes ventajas superior al cartaginés. ¿Qué mucho que destruyesen aquella república? Ni, ¿qué era menester un héroe grande (cual pintan a su Scipión) para tan fácil empresa? A la expugnación de Cartago sucedió el empeño de rendir a nuestra península, cuya reducción bien lejos de contribuir algo a la vanidad romana, se puede considerar como su mayor ignominia, no sólo por las infamias que, como vimos ya, ejecutaron en varias ocasiones, mas también por el gran coste que les tuvo cada palmo de tierra. Cada pequeña provincia les hizo tanta resistencia como si estuviesen las dos fuerzas en equilibrio. Así tardaron no menos que doscientos años en conquistar a España. ¡Qué afrenta para los romanos, y qué gloria para los españoles, que en cada partido o pequeña provincia, congregándose el rudo paisanaje, años enteros hiciese frente a las disciplinadas tropas romanas, comandadas por sus más escogidos caudillos! No es esto lo más, sino que llegó tiempo en que no había en Roma quien quisiese cargarse de la guerra de España. Tan aterrados tenían a los romanos nuestros valerosos españoles. Quien no me creyere a mí, léalo en Tito Livio, década III, libro VI.
X
editarEn fin, fueron menester para acabar de conquistar a España dos emperadores. ¿Pero cuáles? Julio César y Octaviano Augusto: el uno, el mayor guerrero del mundo; el otro, el hombre más feliz y prudente de cuantos ocuparon el solio. Menos fatiga le costó a César vencer al gran Pompeyo en Grecia, que a su hijo Cneo Pompeyo en España. Mayor soldado, sin comparación alguna, era el padre que el hijo; pero mandaba el padre tropas romanas; el hijo, españolas. Nunca se vio en peligro igual César que en la famosa batalla de Munda. Nunca el ejército de César estuvo resuelto a huir, y ya empezaba a ejecutarlo, sino entonces. Debió César todas las demás victorias que tuvo, ya a su valor, ya a su pericia; ésta a su desesperación. Viendo retroceder, amedrentado, todo aquel grande cuerpo de tropas, hasta entonces juzgadas invencibles, por lo menos siempre victoriosas, voló a colocarse delante de la primera fila, donde dejando el caballo, y resuelto a morir, el peligro del Emperador excitó la vergüenza del ejército; y la vergüenza, dando impetuoso movimiento a la sangre, que tenía helada el susto, hizo más de lo que pudiera hacer el valor.
Con todos los triunfos del César aún le quedó en España bastante que hacer a Augusto. A este emperador, por tantos títulos grande, pues se unieron en él suma prudencia, suma felicidad y sumo poder, resistieron por algún tiempo los feroces montañeses de la Cantabria, donde no debo ocultar una singularísima gloria del país que habito, y es que los últimos que se rindieron fueron los asturianos. Dícelo con expresión Lucio Floro, libro IV, capítulo XII, donde, después de referir cómo el ejército romano los sorprendió cuando no le esperaban, y que, sin embargo, fue muy sangriento el combate, concluye con que éste fue el término de todas las guerras de Augusto: Hic finis Augusti bellicorum certaminum fuit. Disputen ahora norabuena, como lo hacen algunos, a los asturianos si esta provincia fue comprehendida o no en la antigua Cantabria. Para nada han menester los asturianos esa gloria. Si fueron cántabros, fueron los más valientes de los cántabros; si no fueron cántabros, fueron más valientes que los cántabros, pues rendidos ya éstos, aún mantenían la guerra aquéllos.
XI
editarLa rendición de España, que parece había de eclipsar sus glorias, le abrió campo para sus mayores lucimientos. Nunca diera España emperadores a Roma, si Roma no hubiera hecho antes a España provincia suya. Dio, digo, España, emperadores a Roma; pero ¡qué emperadores! Tales, que fueron honra de España y de Roma: un Trajano, un Adriano, un Teodosio, todos tres insignes guerreros, a que añadieron el resplandor de otras muchas virtudes. Trajano no careció de vicios personales, pero nadie le niega todas las cualidades de un gran príncipe en el grado más eminente. Dio con sus innumerables victorias mucha mayor extensión a los términos del imperio romano; fue verdadero padre del pueblo; ninguno construyó tantos edificios públicos. La demencia y la justicia, virtudes que casi todos sus antecesores, desde la muerte de Augusto, habían desterrado de Roma, fueron por él revocadas como en triunfo. En fin, fue tal, que después de él en la inauguración de los emperadores, los votos públicos del pueblo eran que los dioses les diesen la felicidad de Augusto y la bondad de Trajano.
Adriano fue especialmente recomendable por su continua aplicación al gobierno, a quien sacrificó su sosiego y su salud, quebrantando ésta en tantas jornadas como hizo por visitar todas las provincias del imperio; de modo que de veinte años que reinó, apenas reservó dos o tres para vivir con alguna quietud dentro de Roma. Fue hombre de admirable comprensión, pues entre tantas ocupaciones políticas y militares se hizo lugar para adornar el espíritu con el conocimiento de varias artes y ciencias. Era muy buen poeta, pintor, escultor, médico, geómetra, astrólogo e insigne arquitecto.
Teodosio el grande, fue tan grande, que todo elogio le viene corto. ¡Qué príncipe tan cabalmente perfecto! Gran capitán, magnánimo, demente, justiciero, liberal, religioso, afable, sobrio. En fin, ¿qué virtud hay que no brillase en él en un grado eminente? Perdonen todos los demás que ocuparon el solio, aunque entren el gran Constantino y el gran Carlos; en ninguno hallo un todo tan cumplido como en Tedosio. A Constantino no le faltaron graves manchas; favoreció no poco a los arrianos, nimiamente crédulo a sus hipocresías; de modo que no faltan quienes opinen que profesó y murió en aquella errada creencia. Aun en el gobierno civil degeneró mucho de sí mismo en los últimos años, dejándose llevar al impulso de injustos y avaros ministros. De Carlo Magno es innegable que con todas las excelencias propias de un gran príncipe, mezcló muchas fragilidades de hombre. En vano han pretendido algunos explicar en buen sentido las cinco concubinas que le cuenta su secretario e historiador Eginardo.
Pero, ¿qué se podrá oponer al gran Teodosio? Sólo un rapto de cólera, una deliberación violenta concebida en el ardor de la ira, cuando, irritado de que hubiesen muerto a un lugarteniente general suyo en un tumulto popular de Tesalónica, entregó aquella ciudad al furor de los soldados, los cuales hicieron en ella un horrible estrago, degollando algunos millares de personas. Este es el único lunar que se encuentra en la vida de Teodosio; grande, a la verdad, si se mide a bulto; pero debe descontarse al rigor del castigo todo lo que de parte del príncipe faltó de previsión en orden al daño, siendo muy verosímil que no esperase ejecución tan sangrienta. Debe también rebajarse a la culpa otro tanto, cómo la ira robó de advertencia al discurso. En fin, este delito, comoquiera que se mida, dio ocasionalmente a conocer toda la grandeza del espíritu de Teodosio, motivando la más gloriosa penitencia, la más heroica humildad que jamás se vio en príncipe alguno. ¿Cuándo se esperó ni aun creyó posible que, no digo ya el dueño augusto de todo el imperio romano, más aún cualquiera que poseyese en soberanía cuatro palmos de terreno, no sólo tolerase que un obispo le corrigiese delante de todo el pueblo, mas también se rindiese a su sentencia para abstenerse de entrar en la iglesia para hacer penitencia pública?
Miren este grande ejemplo aquellos desnaturalizados políticos que de los príncipes quieren hacer, no sólo deidades, sino deidades crueles; no sólo ídolos, sino ídolos como el de Saturno, que no se saciaba de humanas víctimas. ¡Cuántos estadistas se hallarán, no sólo entre los bárbaros de Asia o África, más aún en las más cultas cortes de Europa, a quienes si se les propone un desacato contra la majestad, semejante al que se cometió en Tesalónica, resolverán como castigo proporcionado que se lleve a sangre y fuego todo el pueblo, que no se haga distinción entre el culpado y el inocente, que no quede piedra sobre piedra en la ciudad tumultuante! Dirán que toda esta satisfacción pide el ultraje de la corona. No llegó a tanto el rigor de Teodosio y lo lloró como gravísima culpa. ¡Oh, sangre humana! ¡Qué licor tan vil eres para los que no tienen más religión que la política!
Habiendo sido nuestro Teodosio por tantos capítulos plausible, lo que obró por la religión católica constituye su mayor gloria, pues cuanto hizo en esta parte el gran Constantino se puede decir que es menos que lo que hizo Teodosio. Aquél empezó la grande obra de destruir el paganismo; éste la perfeccionó. Hizo aquél mucho, pero mucho dejó por hacer, y de lo mismo que hizo, lo más fue deshecho por el apóstata Juliano, que sucedió en el imperio a Constancio, hijo de Constantino; de modo que cuando Teodosio se ciñó la diadema, halló reinante la idolatría y cuando salió de este mundo a recibir la corona del cielo la dejó, no sólo abatida, sino totalmente arruinada. Fue, pues, un español el instrumento de que se sirvió la mano omnipotente para arrasar todos los templos del paganismo.
XII
editarPues con ocasión de Teodosio hemos tocado en la mayor gloria de España, esto es, el influjo que tuvo nuestra nación en el establecimiento de la fe católica, razón es detenernos algo en un asunto que constituye la suprema honra de los españoles.
Admirable es, sin duda, el cuidado que puso la Providencia divina en la conversión de España a la religión verdadera. Con estar esta Península en los últimos fines de la tierra y tan distante de Palestina, dos apóstoles destinó para su conversión: Santiago el Mayor y San Pablo. De la venida del primero ya no se puede dudar razonablemente, después de tantos y tan doctos escritos como la han comprobado. La del segundo está asegurada con los superiores testimonios de San Atanasio, San Cirilo Jerosolimitano, San Epifanio, San Juan Crisóstomo, Teodoreto, San Jerónimo y San Gregorio el Grande. Véase Natal Alejandro en el tercer tomo de la Historia eclesiástica, donde eruditamente prueba este asunto y satisface a las objeciones contrarias.
El esmero del dueño de esta viña en su cultivo es argumento de que había de sacar de ella copiosísimo fruto. ¿Quién beneficia con especial aplicación un terreno estéril, que sabe ha de corresponder a su fatiga con una cortísima cosecha? Dos apóstoles, apóstoles tan grandes, empleados, por misión divina, en plantar la fe católica en España, muestran que España abultaba mucho en la soberana mente, como quien había de servir, sobre todas las demás naciones, a la exaltación de la fe católica.
En los tres primeros siglos de la Iglesia, cuando los cristianos no tenían otros templos que las cavernas más oscuras ni otras imágenes de Dios y de sus santos que las que traían grabadas en sus corazones, porque el furor de los emperadores gentiles no permitía otros templos ni otros simulacros que los de sus falsas deidades, entonces tenía España, según nos enseña la piadosa tradición, templo y simulacro consagrados a la Virgen María, Señora nuestra, no retirados entre algunos escarpados cerros, sino patentes a todo el mundo en la insigne ciudad de Zaragoza. Oponen a esta tradición los extranjeros que no es verosímil que gobernando en España los idólatras romanos, permitiesen aquel monumento público de nuestro culto. Pero esto, cuando más, probará que ni el templo ni la imagen pudieron subsistir sin especial protección del cielo. ¿Y por dónde, pregunto, se hace ésta increíble? ¿Por qué entre tantos millares de prodigios como Dios obró en la grande empresa de desterrar del mundo la idolatría, no podremos asentir a que hizo uno continuado por tres siglos, a fin de mantener el templo e imagen del Pilar? Si para dar prudente asenso a un milagro no basta el testimonio de la tradición, será preciso condenar como fabulosos casi todos cuantos se hallan escrito en las historias eclesiásticas. Si la valiente fe de una alma sola basta para recabar de la divina piedad un prodigio, ¿por qué en atención a tantos millares de fervorosísimos espíritus como se debe creer dejaría en España la predicación de los apóstoles, no haría Dios el de conservar para su consuelo el templo e imagen de Zaragoza?
Correspondió España a tan señalado favor con su constancia en la fe, por la cual ofreció a Dios innumerables, preciosas víctimas en tantos insignes mártires como la ilustraron, cuya gloriosa multitud excede a todo guarismo. Un monasterio solo de San Benito (el de Cardeña) dio de una vez doscientos. Una ciudad sola (la de Zaragoza) da con justicia a los suyos el epíteto de innumerables. La calidad no fue inferior a la cantidad, pues entre los mártires españoles no pocos se descuellan como estrellas de primera magnitud del cielo de la Iglesia. Díganlo un Lorenzo y un Vicente, a quienes la Iglesia, en las deprecaciones públicas, prefiere a todos después del protomártir Esteban; una Eulalia y un Pelayo que en la edad más tierna lograron el triunfo más alto; hermosas flores que, de cándidas, hizo el cuchillo purpúreas, y fueron tantos más mártires cuanto padecieron más niños; siendo cierto que hace mayor sacrificio quien, anticipándose en temprana edad la muerte, se corta por Dios mayor porción de vida.
XIII
editarNo sirvió menos España a la religión con la doctrina que con el ejemplo. A los primeros amagos de la sangrienta persecución de Diocleciano se congregaron nuestros obispos en el Concilio Iliberitano, cuyos cánones, destinados a la observancia de la más severa disciplina y a la confirmación de los fieles contra el rigor de los edictos imperiales, admitió y aprobó la Iglesia. Presidió en este Concilio el grande Osio, obispo de Córdoba, cuya virtud y erudición se descolló tanto en los reinados de Constantino y de Constancio, que fue mirado como el más ilustre campeón de la Iglesia contra los portentosos esfuerzos de la herejía arriana. Este es aquel a quien San Atanasio con veneración reconoce por su gran patrono, a quien apellida el grande Osio, a quien llama padre de los obispos, príncipe de los Concilios y terror de los herejes. Pudiera España gloriarse de haber servido mucho a la Iglesia aun cuando no hubiera hecho más que lo que hizo por medio de este nobilísimo hijo suyo. Presidió Osio no menos que cuatro Concilios: el Iliberitano, de que hemos hablado; el Alejandrino primero, el general Niceno primero y el Sardicense. Por esto le dio San Atanasio el singularísimo atributo de príncipe de los Concilios. En el Niceno, donde presidió en nombre de San Silvestre, pontífice máximo, a él sólo fió la Iglesia, y él solo compuso el famoso símbolo, donde está recapitulada toda la sana y católica doctrina.
Flaqueó Osio, no lo disimulemos; flaqueó Osio al fin de sus días, suscribiendo a una confesión de fe compuesta por los arrianos. Discúlpanle los escritores eclesiásticos con el quebranto de sus fuerzas, porque tenía cien años, o muy cerca de ellos, cuando las amenazas, rigores y malos tratamientos del emperador Constancio le redujeron a aquella indignidad. Pero yo extraño que en tan alta edad no se atribuya el desliz antes a flaqueza de la razón que a imbecilidad corporal. Esta disculpa es mucho más verosímil, y verdaderamente disculpa. Es accidente rarísimo abandonar en la vejez la religión que se profesó desde la infancia, sin perder antes el juicio. Los viejos son muy tenaces de sus antiguas máximas. Cuando va creciendo la edad se va aumentando el tesón. Profundan más y más sus raíces los dictámenes en el espíritu, del mismo modo que los vegetables en la tierra. No hace a los muy ancianos mudar creencia la fuerza del argumento, sino la extinción del discurso. El rigor de la persecución también hace menos impresión en ellos que en los jóvenes cuando está fortificada la tolerancia con una larga costumbre de padecer y resistir, como sucedió en Osio. Fuera de esto, mientras están capaces de alguna reflexión, es naturalísimo ocurrirles que es muy poco lo que la tiranía puede quitarles de vida y de conveniencia. Así, el accidente de Osio se debe atribuir a una perfecta decrepitez, la cual, sin milagro, es casi inseparable de la edad centenaria. Acaso a aquel venerable Eleazaro, que a los noventa años sufrió constantemente la muerte por la religión, si hubiera vivido diez más, sucediera lo mismo que a Osio.
Debajo de este supuesto subsiste ilesa la fama de tan gran varón aun cuando fuese verdad lo que Marcelino y Faustino, cismáticos, sectarios de Lucifero Calaritano, citados por San Isidoro, esparcieron contra Osio; esto es, que dos años que vivió después de la apostasía, permaneció tenaz en ella. Sea así por cierto. La decrepitez es una enfermedad de quien nadie convalece jamás, antes siempre va creciendo. Si Osio desvarió a los cien años, como decrépito, nada le faltaría para serlo a quien esperase que a los ciento dos, revocado su antiguo juicio, conociese el yerro cometido. Sin embargo, algunos que asienten a que Osio erró con conocimiento, aseguran su pública enmienda y que a la hora de la muerte dejó como en testamento, recomendada a todos los fieles la detestación de la arriana perfidia. Comoquiera que sea, los altos y repetidos elogios con que, aun después de su muerte, le coronó San Atanasio, son prueba, a lo menos, de que fue santa la muerte, ya que no canonicen todas las acciones de su vida. Un desliz solo en cien años, casi nada disminuye su gigante mérito a quien llenó todo el resto de gloriosísimas acciones. ¿Qué proporción hay del descuido de un instante a los servicios de un siglo?
XIV
editarEl espíritu y aplicación de Osio en servir a la Iglesia fueron heredados con grandes mejoras por otros muchos prelados españoles. La religión sola de San Benito dio a España cuatro excelsas constantes columnas de la fe en San Leandro, San Isidoro de Sevilla, San Fulgencio y San Ildefonso. Los innumerables Concilios de Toledo muestran claramente cuánto era el ardor de nuestros obispos en promover la disciplina eclesiástica y purgarla de todo género de abusos, y el grande aprecio que siempre hizo la Iglesia de aquellos Concilios adoptando varios establecimientos suyos, califica la prudencia y doctrina de los padres que los componían. La erección de Seminarios para educar la juventud destinada al estado eclesiástico tuvo origen del Concilio Toledano segundo, de quien lo tomaron después varios Concilios provinciales, como el Vacense, Cabilonense, Turonense y Aquisgranense, y en fin, el Concilio Tridentino lo hizo ley universal. En el toledano tercero se ordenó decir el Símbolo niceno en la misa, y de aquí se extendió a toda la Iglesia. Lo mismo sucedió con otras muchas saludables ordenanzas de los Concilios toledanos, hasta que, con ocasión de la guerra de los moros, se interrumpieron por más de seis siglos aquellas venerables asambleas.
Pero el mismo motivo de la interrupción sirvió a avivar el celo de los españoles por la fe, y juntamente a hacer lucir su valor. España, siempre admirable, fue más admirable que nunca en aquel espacio de tiempo. Castigó Dios los desórdenes de un rey con las desdichas de toda la nación; y de estas desdichas nacieron sus mayores glorias, habiéndose con esta ocasión dignado el cielo de abrir en nuestro terreno un amplísimo teatro de virtudes y maravillas.
XV
editarNunca puedo acordarme de la pérdida de España sin añadir al dolor de tan grande calamidad otro sentimiento por la injusticia que comúnmente se hace al más inculpable instrumento de ella. Hablo de la hija del conde don Julián, que, violada por el rey don Rodrigo, participó la injuria a su padre; y no habiendo hecho más que buscar este inocente desahogo a la aflicción que le reventaba el pecho, sin persuasión o influjo alguno de su parte para que el Conde introdujese los africanos en España, sobre ella cargan toda la culpa de nuestra ruina. ¡Oh feliz Lucrecia! ¡Oh desdichada Florinda! ¿Qué hizo esta española que no hubiese hecho primero aquella romana? Una y otra recibieron la misma especie de injuria, una y otra la revelaron: aquélla, al esposo; ésta, al padre; una y otra deseaban la venganza, y que ésta cayese sobre el príncipe que había hecho la ofensa. ¿Por qué, pues, es celebrada Lucrecia y detestada Florinda? Sólo porque el común de los hombres, ni para el aplauso ni para el vituperio, considera las acciones en sí mismas, sino en sus accidentales resultas. Fue saludable a Roma la queja de Lucrecia; fue funesta a España la de Florinda. Pero del bien y el mal fueron autores únicos el esposo de una y el padre de otra, sin intervención ni aun previsión de las dos damas. Y aun el que la venganza fuese fatal para una república y útil para otra dependió menos del designio de los autores que de las circunstancias y positura de las cosas. Es cierto que si el conde don Julián hallase en los españoles para cooperar a su desagravio toda la disposición que Colatino halló en los romanos, no se valdría para vengarse de tropas forasteras. Y es creíble también que el marido de Lucrecia no tropezaría en el escrúpulo de socorrerse de alguna potencia enemiga de Roma no hallando en los suyos medio para desquitarse de la injuria. Espero me perdone el lector esta breve digresión, por ser en defensa de una principal señora española, a quien algunos porfiados maldicientes persiguen aún, después de la apología que por ella hice en el Discurso diez y seis del primer Tomo, acerca de la defensa de las mujeres.
XVI
editarVolviendo al propósito, digo que la pérdida de España dio ocasionalmente a España el supremo lustre. Sin tal fatal ruina no se lograra restauración tan gloriosa. Cuanta sangre derramó el cuchillo agareno en estas provincias sirvió a fecundarlas de palmas y laureles. Ninguna nación puede gloriarse de haber conseguido tantos triunfos en toda la larga carrera de los siglos como la nuestra logró en ocho, que se gastaron en la total expulsión de los moros. No se recobró palmo de tierra que no costase una hazaña. No se podía adelantar un paso sin que las manos abriesen camino a los pies. No había otra senda que la que rompía la punta de la lanza. No había movimiento sin peligro, no había peligro sin combate, y por el número de los combates se contaban las victorias. Verdad es que interpuso la Omnipotencia muchas veces en nuestro favor extraordinarios auxilios. Pero ese es nuestro mayor blasón. Tan unidos estaban los intereses del cielo y los de España, que en los mayores ahogos de España se explicaba como auxiliar suyo el cielo. ¿Qué grandeza iguala a la de haber visto los españoles a los dos celestes campeones Santiago y San Millán mezclados entre sus escuadras? Era el empeño de la guerra de España común a la triunfante milicia del empíreo; porque juntándose en los españoles los dos motivos del amor de la libertad y el celo por la religión, cuanto para sí ganaban de terreno, tanto aumentaban al cielo de culto.
Pero en esta causa suya y de los españoles dispensaba Dios con sabia conducta sus asistencias extraordinarias, de modo que quedaba mucho, y muy mucho, que vencer a nuestras naturales fuerzas. Tomaba la Omnipotencia a cargo suyo, no las empresas comunes, ni aun las arduas, sino las imposibles, dejando a cuenta del valor español todo aquello de que el humano esfuerzo es capaz. Milagros hacían los españoles con el valor, y donde no alcanzaba el valor, obtenían de Dios otros milagros de superior orden con la fe. Así se llenó de maravillas todo aquel tiempo, que fue menester para la total restauración de España; de maravillas digo, ya del esfuerzo humano, ya de la virtud divina.
XVII
editarLástima es que los sucesos de aquellos siglos no quedasen delineados a la posteridad con alguna mayor especificación. La obscura o imperfecta imagen que nos resta de ellos basta a representarnos que todos los triunfos de los antiguos héroes son muy inferiores a los que lograron nuestros españoles. ¿Qué hazañas pueden Roma o Grecia poner en paralelo con las del Cid y de Bernardo del Carpio? ¿Quién duda que en ocho siglos, en que apenas se dejaron las armas de la mano, y en que los españoles se llevaban casi siempre en la punta de la lanza la victoria, habría otros muchos famosísimos guerreros, poco o nada inferiores a los dos que hemos nombrado? Pero al paso que todos se ocupaban en dar asuntos grandes para la historia, ninguno pensaba en escribirla. Todos tomaban la espada, y ninguno la pluma. De aquí viene la escasez de noticias que hoy lloramos. Y aún no es lo más lamentable que con muchos de nuestros ilustres progenitores se haya sepultado la memoria de ellos y de sus hazañas, por faltar autores que la comunicasen, sino que haya hoy autores que quieran borrar la memoria de algunos pocos que por dicha especial se eximieron de aquel común olvido.
Un historiador aragonés, que escribió el siglo pasado, dudó de la existencia del famoso Bernardo del Carpio, sin exponer algún fundamento para la duda, ni se juzgó que tenía otro que cierto espíritu de emulación, manifestando en varias partes de su historia que le inclinaba a cercenar parte de sus glorias a los castellanos, para exaltar sobre éstos a sus aragoneses. Pero a más se adelantó poco ha un historiador castellano (el doctor don Juan de Ferreras), pues se atrevió a estampar resueltamente que no hubo tal Bernardo del Carpio en España, sin más motivo que hallar mezcladas algunas fábulas en las hazañas de este héroe y algunas contradicciones en las varias noticias que nos han quedado de él.
Debilísimo fundamento, por cierto, pues con él mismo se podría negar la existencia de casi cuantos hombres ilustres tuvo la antigüedad. ¿Quién ha habido en cuyas acciones y circunstancias concuerden, sin discrepancia alguna, todos los autores? ¿Qué hombre cuerdo negará (pongo por ejemplo) que hubo en la Asia un príncipe, famoso por sus conquistas, llamado Ciro? Pues ve aquí que en su historia se han mezclado muchas más fábulas y contradicciones que en la de Bernardo del Carpio. Es infinita la discrepancia que hay entre las narraciones de Herodoto y Jenofonte, y ni aquél ni éste concuerdan en todo con alguno de los demás autores que escribieron del mismo príncipe. Si queremos saber cómo murió Ciro, en Herodoto hallamos que pereció en una batalla contra Thomiris, reina de los scitas; en Diodoro Sículo, que no fue muerto, sino prisionero en aquella batalla, y después Thomiris le hizo crucificar; en Ctesias, que cayó atravesado de una saeta, batallando contra los dervicios, pueblos vecinos de la Hircania; en Jenofonte, que murió en Persia de muerte natural. En fin, en otros, que pereció en una batalla naval contra los samios. Añádese el que nadie duda que Jenofonte introdujo muchas fábulas en la vida que escribió de Ciro; que los mejores críticos convienen en que no está exento de ellas Herodoto, y que Ctesias es autor sospechoso por muchos capítulos. ¿Será lícito concluir de aquí que Ciro es un héroe fabuloso?
XVIII
editarHe dicho que no usa el doctor Ferreras de otro fundamento que el expresado para negar la existencia de Bernardo del Carpio; porque aunque también aplica al asunto presente aquel cuasi trascendental argumento suyo de que se sirve para negar innumerables hechos históricos, esto es, no hallarse la noticia en autores coetáneos o inmediatamente posteriores a los sucesos, esta prueba ha sido tantas veces concluyentemente rebatida sobre otros asuntos, que en el presente se debe reputar como ninguna. Sin embargo, ya que se ofreció la ocasión, diré algo sobre esta materia.
No se halla, arguye el doctor Ferreras, noticia de Bernardo del Carpio en algún autor o escrito anterior al arzobispo don Rodrigo y a don Lucas de Tuy, luego no hubo tal Bernardo. ¡Consecuencia infeliz! Para que ésta fuese buena, sería menester probar que esa noticia anterior, no sólo hoy no se halla, mas tampoco se hallaba cuando aquellos dos autores escribieron; y esto jamás podrá probarse, antes lo contrario, se debe tener por moralmente cierto, porque de dos escritores de tanta gravedad y sabiduría, como todos los críticos reconocen en aquellos dos prelados, es totalmente increíble, o el que forjasen en su cabeza la persona y hazañas de Bernardo del Carpio, o que asintiesen a las noticias que podría ministrarles algún vano rumor del vulgo.
En las naciones más cultas y amantes de las letras perecieron infinitos escritos de autores muy recomendables. Claro se ve que es mucho más natural que esto sucediese en España en aquellos tiempos, cuando casi todo el cuidado se llevaban las armas y ninguno las letras. Llegarían, pues, y llegaron, sin duda, a los dos prelados instrumentos y memorias seguras de la persona de Bernardo del Carpio, las cuales después se perdieron. Instemos de nuevo en el ejemplo alegado arriba. Herodoto, Ctesias, Jenofonte, Diodoro Sículo y Trogo Pompeyo, cuya historia abrevió Justino, fueron un buen espacio de tiempo posteriores a Ciro. No se halla algún autor contemporáneo o inmediatamente posterior a aquel príncipe que dé noticia de él. ¿Deberá inferirse de aquí que no hubo tal príncipe, y que cuanto de él se cuenta es fabuloso? Es claro que no, y no por otra razón sino porque debe creerse que aquellos autores escribieron sobre memorias o escritos que entonces existían y después se perdieron. Es cierto que antes de los nombrados hubo varios historiadores que escribieron las cosas de la Asia y de la Grecia, como Simias, Rhodio, Eumeles Corintiaco, Cadmo Milesio, Caron Lampsaceno, Janto Lidio y otros de quienes sólo sabemos los nombres. De éstos pudieron copiar los historiadores que les sucedieron las noticias, que por sus manos llegaron a nosotros, y es de creer que lo hicieron así. Perecieron las historias primitivas de Grecia y Asia y quedaron las segundas, a las cuales damos aquella fe que es proporcionada al carácter de los autores y calidad de los sucesos, persuadiéndonos la recta razón que las segundas se tomaron de las primeras.
Vaya otro ejemplo. Las historias más antiguas que tenemos de las cosas de Alejandro son las de Plutarco, Arriano y Quinto Curcio. El más antiguo de estos autores es más de trescientos años posterior a Alejandro. ¿Será motivo éste bastante para disentir positivamente a cuanto hallamos escrito de aquel héroe? De ningún modo; porque aunque ninguno de ellos fue testigo de sus hazañas ni alcanzó a los que lo fueron, se debe creer que las participaron de otros escritos anteriores, que hoy no existen. De Arriano se sabe, porque él lo dice, que arregló su narración a la de Aristóbulo, historiador griego, contemporáneo del mismo Alejandro; pero el manifestarnos la fuente de donde derivó su historia fue un accidente, sin el cual ésta no dejaría de ser copia de aquel original. Y como el caso de callarla sería temeridad insigne repudiar como fabulosa la historia de Arriano, por ignorar de qué autor anterior se había copiado, del mismo modo, y aun con más fuerte razón, en el nuestro será temeridad insigne condenar como fabuloso lo que el arzobispo don Rodrigo y el obispo don Lucas refieren de Bernardo del Carpio por ignorar de qué instrumentos o escritos se tomaron aquellas noticias. Dije con más fuerte razón, porque estos dos prelados, en virtud de las graves circunstancias que concurren en ellos, fundan un evidente derecho contra toda sospecha de ficción o vana credulidad, a menos que de aquélla o de ésta se exhiban pruebas ciertas y positivas.
Con esta reflexión se derriban, digámoslo así, de un golpe casi todas las opiniones especiales que el doctor Ferreras lleva en la historia de España, porque casi todas se fundan en la misma especie de argumento; quiero decir, en la ignorancia de los escritos o memorias primitivas de donde tomaron sus noticias los autores que hoy tenemos. No negará el doctor Ferreras, ya se ve, que en muchos de éstos concurren todas aquellas calidades y señas que pueden acreditarlos de sabios, prudentes y sinceros; luego tienen evidente derecho para que no presumamos, o que forjaron en su celebro las noticias, porque esto sería. capitularlos de mentirosos, o que las tomaron de algún vano rumor, porque sería acusarlos de imprudentes.
XIX
editarTodavía se puede oponer contra la existencia de Bernardo del Carpio y el testimonio de los dos prelados el silencio de los cronicones o crónicas anteriores, en las cuales no se halla noticia alguna de nuestro héroe. Pero este argumento sólo podrá hacer fuerza a quien no haya visto aquellos cronicones o ignore el carácter, intento y forma de tales escritos, los cuales no son otra cosa que unos brevísimos compendios de la Historia de España; de tal modo, que algunos reinados, abundantes en grandes y notabilísimos sucesos, apenas ocupan en ellos media página. ¿Cómo es posible hallar expresado el nombre y hazañas de Bernardo del Carpio, ni de otros muchos caudillos que rigieron las escuadras españolas, en unos sumarios que en algunos reinados sólo dicen a secas que tal y tal rey ganaron muchas victorias, sin expresar cuántas, ni cuándo, ni dónde, ni contra quién, ni con qué gente, ni otra circunstancia alguna? Es innegable, como poco la argüía muy bien un famoso antagonista del doctor Ferreras, que en aquellos siglos en que los españoles lograron tan continuadas victorias, hubo entre ellos algunos ilustres guerreros y excelentes capitanes. No obstante, de ninguno de ellos se hace memoria en los cronicones. Luego como el silencio de éstos no prueba contra la existencia de famosos caudillos en común, tampoco prueba contra la existencia de Bernardo del Carpio en particular.
XX
editarNo pretendo en esta crítica contra los argumentos del doctor Ferreras defraudar aun en una mínima porción el respeto que merecen su doctrina, virtud, sinceridad y modestia, prendas que notoriamente resplandecen en este autor, y que así como me inclinan a amarle y venerarle, me alejan mucho de sospechar que la singularidad de sus opiniones nazca de algún principio vicioso o reprehensible, como algunos han imaginado. Lo que juzgo es que ésta se ha originado de que, queriendo huir con demasiado conato de un escollo de la historia, dio, sin pensarlo, en otro escollo opuesto. Con movimiento tan violento quiso apartarse de la vana credulidad, que no paró hasta caer en la nimia desconfianza. No siendo capaz de evidencia la Historia, debemos contentarnos en ella con un asenso prudente, y será prudente el asenso siempre que estribe en motivo grave, cual lo es el testimonio de autores juiciosos y fidedignos, aunque ignoremos por qué conducto llegaron a su conocimiento los sucesos, porque debemos creer tuvieron alguno que no fue despreciable.
No ignoro que algunos escritores extranjeros, especialmente franceses, acusan a los españoles de fáciles en creer y escribir noticias mal comprobadas, y acaso esta nota ayudó a inclinar al doctor Ferreras al extremo opuesto. Refiere Esteban Balucio en la vida de Pedro de la Marca, que habiéndole escrito a este grande hombre nuestro monje español el maestro fray Francisco Crespo el designio que tenía formado de escribir la historia del celebérrimo monasterio de Monserrate, Pedro de la Marca, en su respuesta, después de aprobar el propósito, le previno que no usase en aquella historia, de testimonios falsos, como suelen hacer los españoles: Admonetque Crespum, ne in ea historia scribanda, falsis, uti Hispani solent, testimoniis utatur. Pero la injusticia de esta acusación es notoria. En España hay de todo, historiadores buenos y malos, del mismo modo que en Francia. La nota que más frecuentemente nos imponen los críticos franceses de que admitimos todo género de tradiciones, creo que más cae sobre sus historiadores que sobre los nuestros. Digan lo que quisieren de la venida del apóstol Santiago a España, de la imagen del Pilar y otras tradiciones nuestras, es visible la retorsión sobre ellos en la identidad de San Dionisio, obispo de París, con el Areopagita; en el arribo de los tres hermanos Lázaro, Marta y María, a Marsella; en las tres lises traídas del cielo por un ángel a Clodoveo; en la santa ampolla de Reims, dejando aparte la ley sálica, la fundación de la monarquía por Faramundo, y otras cosas de este género. Apuremos la probabilidad de estas tradiciones francesas.
El que San Dionisio Areopagita haya sido obispo de París tiene contra sí, lo primero, el silencio de todos los autores por todo el espacio de los ocho primeros siglos, pues el abad Hilduino, que floreció en el nono, es el primero en cuyos escritos se halla esta noticia. Tiene, lo segundo, que Sulpicio Severo, hablando de la persecución que se suscitó contra los fieles en tiempo de Marco Aurelio, dice que entonces empezó a haber mártires en Francia, lo cual es incompatible con el martirio atribuido mucho antes al Areopagita dentro de las Galias. Tiene, lo tercero, que San Gregorio Turonense afirma que San Dionisio, obispo de París, vino a Francia en el tiempo del emperador Decio, esto es, cerca del año 250 de nuestra redención, y del Areopagita se sabe que murió en el primer siglo de la Iglesia.
El arribo de los tres santos hermanos a Marsella tiene también contra sí, lo primero, el silencio de todos los escritores eclesiásticos por ocho o nueve siglos, exceptuando únicamente a Desiderio, obispo de Tolón, de quien alega Natal Alejandro no sé qué recopilación de actas de los santos tutelares de aquella Iglesia, escrita hacia el fin del siglo sexto. Mas la autoridad de este escritor se debilita mucho, ya por ser único, ya por la carencia de toda noticia anterior en el espacio de cinco siglos. Tiene, lo segundo, el testimonio de Honorio Augustodunense, que refiere haber Lázaro transmigrado a la isla de Chipre, donde fue treinta años obispo, lo que es incomposible con la otra navegación a Marsella, la cual suponen los autores que la afirman haber sido hecha en derechura desde Palestina, poco después del martirio de San Esteban. Tiene, lo tercero, la autoridad de Modesto, patriarca de Jerusalén, el cual dice consta de las historias que la Magdalena murió en la ciudad de Éfeso.
Contra la santa ampolla hay, lo uno, que Hincmaro, arzobispo de Rems, fue el primero que refirió aquel prodigio, y éste floreció trescientos cincuenta años después del bautismo de Clodoveo, en cuya ceremonia se dice haber sido presentada por una paloma la ampolla del precioso bálsamo con que se ungen los reyes franceses. Hay, lo otro, que San Gregorio Turonense, que floreció mucho antes que Hincmaro, tratando en su historia del bautismo de Clodoveo, no habla palabra de aquel prodigio, siendo así que fue sumamente exacto, y no pocos dicen que nimiamente crédulo, en referir cuantos milagros llegaron a su noticia. Hay también que en la vida de San Remigio (este santo bautizó a Clodoveo), escrita por Venancio Fortunato no mucho después de su muerte, tampoco se dice palabra del prodigio, siendo tan propio de aquella historia, que parece imposible se omitiese siendo verdadero. Hay, en fin, que la vida de San Remigio, atribuida a Hincmaro, fue escrita sobre poco fieles memorias, pues en ella se lee que Clodoveo fue bautizado el día antes de la Pascua de Resurrección, lo cual ciertamente es falso, constando por una carta de Alcimo Avito, arzobispo de Viena, en el Delfinado, al mismo Clodoveo, que el bautismo de este príncipe fue celebrado la Víspera de Navidad.
La historia de las lises traídas por el ángel es un cuento de mucho más reciente data que los antecedentes. En ningún autor antiguo se halla vestigio de esta maravilla, ni yo sé quién fue el primero que la inventó. Pero parece indubitable que esta fábula se forjó después que los reyes de Francia dieron en tomar por armas las lises; lo que, según el Diccionario universal de Trevoux, tuvo su principio en Ludovico VII, que fue coronado el año de 1131. Dicen los autores del Diccionario que este príncipe tomó tal divisa por la alusión de la voz lis al nombre Luis, y porque le llamaban Ludovicus Floridus.
Tan mal fundadas, como se ha visto, están las tradiciones francesas. Sin embargo, muchos críticos de aquella nación sólo tienen ojos para ver la flaqueza de las españolas. Y lo más admirable es que pretendan hacer valer contra las nuestras el argumento negativo tomado del silencio de los autores antiguos, siendo así que éste, bien miradas las cosas, es, sin comparación, más fuerte contra las suyas. La disparidad consiste en que nosotros padecimos en muchos siglos suma penuria de escritores. Por la continua inquietud de las guerras, o no había quien escribiese, o faltaba quien atendiese a conservar lo que se escribía. Sólo han quedado esos pocos míseros y descarnados cronicones, o porque sólo hubo ocio para escribir unos volúmenes de tan poco bulto, o porque su pequeñez ayudó a preservarlos de la injuria del tiempo. Míseros y descarnados los llamo, porque en ellos no se atendió a dar noticia de aquellos sucesos ilustres en que se funda la vanidad de las naciones, sí sólo un diminutísimo resumen de los diferentes reinados. Así es preciso que muchas cosas grandes y dignas del mayor aprecio sólo llegasen por tradición verbal a nosotros, al contrario en Francia. Así como desde que se plantó en ella la religión cristiana nunca se vio la nación en las angustias que la nuestra, nunca les faltó oportunidad para escribir y para conservar lo que escribían. Así nosotros con justicia podemos pedirles los instrumentos o memorias antiguas de donde derivaron lo que en gloria suya nos refieren hoy sus historiadores, y el argumento negativo, tomado de la falta de tales instrumentos, que es muy débil contra nosotros, viene a ser eficacísimo contra ellos.
Todos debemos convenir en que las tradiciones populares, destituidas del apoyo de instrumentos antiguos, son generalmente muy falibles. Mil veces me he explicado sobre esta materia. El transcurso de un siglo sólo basta a propagar la ficción o ilusión de un individuo, de modo que se haga voz de todo un pueblo. De la voz del pueblo pasa el error a la pluma, ya de este, ya de aquel escritor menos advertido. Puesto en este estado, si en él se interesa la vanidad del público, ya no hay contradicción que le contraste. Son muy pocos, tal vez ninguno, los que se atreven a impugnarle, y contra esos pocos luego se hace un gran ruido, que les sofoca la voz con aquel argumento sumamente poderoso con el vulgo, de que es temeridad oponerse a la opinión común, y será imprudencia creer antes a esos pocos que a los innumerables que están por la sentencia opuesta, mayormente que entonces se pondera gravemente la sabiduría de éstos y se desacredita cuanto se puede la de aquéllos. Si se hace juicio que la tradición presta algún fomento a la piedad, ya no sólo es empresa desesperada combatirla, mas sumamente peligrosa al que la intenta. Exclámase contra el combatiente, fingiéndole o aprehendiéndole enemigo, por lo menos oculto, de la religión. Ármase tan furiosamente el celo como si viese poner fuego al santuario. Con que al más osado se le hace abandonar un intento en que no ve otro éxito que la ruina de su fortuna y pérdida de su fama.
Cuando, no obstante, haya argumentos eficaces contra las opiniones recibidas, considero indispensablemente obligados los escritores a batallar por la verdad y purgar al pueblo de su error. ¿Para qué se escribe la historia, o cómo se puede escribir bien sin apartar las fábulas de las realidades? Ni en este caso se debe desesperar del triunfo. Será probablemente tan tardo, así sucede comúnmente, que el autor no le goce por estar ya colocado en el túmulo. Pero quien como debe sacrifica su pluma al bien común, a éste atiende y no a su interés particular.
Mas cuando no hay argumento positivo contra las tradiciones, sí sólo el negativo de la falta de monumentos que las califiquen, como sucede por la mayor parte a las de nuestra nación, dos reglas me parece se deben seguir: una en la teórica, otra en la práctica; una dictada por la crítica, otra por la prudencia. La primera es suspender el asenso interno o prestar un asenso débil acompañado del recelo de que la ilusión o embuste de algún particular haya dado principio a la opinión común. Puede ser ésta verdadera, y puede ser falsa, porque la creencia popular es como la fama.
Tam ficti pravique tenax, quam nuntia veri.
La segunda es no turbar al pueblo en su posesión, ya porque tiene derecho a ella siempre que no puede apurarse la verdad, ya porque de mover la cuestión no puede cogerse otro fruto que disensiones en la república literaria y dicterios contra el que emprendió la guerra. Cuando yo, por más tortura que dé al discurso, no pueda pasar de una prudente duda, me la guardaré depositada en la mente y dejaré al pueblo en todas aquellas opiniones que entretienen su vanidad o fomentan su devoción. Sólo en caso que su vana creencia le pueda ser perjudicial, procuraré apearle de ella, mostrándole el motivo de la duda, y entonces le clamaré con el profeta: Popule meus, qui te beatum dicunt, ipsi te decipiunt et viam gresuum tuorum dissipant.
Volvamos ya de la crítica a la historia, para dar una vista a las postrimeras glorias de España.
XXI
editarDespués que con repetidos millares de proezas insignes fueron arrinconando los españoles a los sarracenos en las provincias meridionales, poniéndolos a la vista del África, de donde habían salido, parecía que tenían poco que hacer en arrojarlos de la otra parte del Estrecho, pues bien consideradas las fuerzas de uno y otro partido, apenas se podía considerar que fuese obra más que de ocho o diez años la total expulsión de los moros; pero divididas ya entonces las provincias reconquistadas en varios dominios, las discordias de unos príncipes con otros hicieron lo fácil difícil, retardando mucho tiempo la conclusión de tan grande obra.
No obstante estos embarazos, no faltaron ocasiones en que brillase extremadamente el valor y religión de los españoles. Singularmente fue glorioso el reinado de Fernando III, cuyas virtudes tiene canonizadas la Iglesia. Este príncipe, grande en el cielo y grande en la tierra, héroe verdaderamente a lo divino y a lo humano, en quien se vio el rarísimo conjunto de gran guerrero, gran político y santo, bastaría por sí solo para dar gloria inmortal a nuestra nación; pues si se atiende al todo de sus virtudes cristianas, militares y políticas, se puede asegurar con toda verdad que en otra nación alguna non est inventus similis illi. Gobernó en paz y justicia a sus vasallos. Fue amado de los buenos, temido de los malos, padre de todos, especialmente de los pobres. Juntó las dos coronas de Castilla y León, adquiriendo con su conducta y valor esta segunda, que la injusticia de su padre y ambición de sus hermanas doña Sancha y doña Dulce, querían desmembrar de la primera. Ganó para Castilla y para el cielo los reinos de Murcia, Córdoba y Sevilla. Estableció el Supremo Consejo de Castilla, obra grande para la recta administración de la justicia en estos reinos; instituyó excelentes leyes y empezó la colección de las Partidas, que absolvió su sucesor. En fin, lleno de todo género de laureles, subió al empíreo a recibir otra corona infinitamente más ilustre que la que dejó en la tierra.
Debajo de sus tres inmediatos sucesores se vio España muy trabajada de guerras civiles, lo que atrasó mucho los progresos militares sobre los enemigos de la fe, hasta que en el cuarto sucesor, Alfonso, con justicia llamado el Grande, lograron la religión y la patria grandes ventajas, porque este príncipe, igualmente político que magnánimo y guerrero, empleó felizmente sus altos talentos en supeditar a todos sus enemigos domésticos y extraños a la reserva de uno solo que tenía dentro de sí mismo, esto es, su desordenada pasión por el otro sexo.
XXII
editarEn el reinado de su hijo don Pedro mudó tanto España de semblante, cuanto distaba el hijo del padre, Pedro, de Alfonso, un bruto feroz, de un héroe esclarecido. Con mucha razón dan a aquel príncipe el nombre de Cruel, y con suma injusticia el de Justiciero, si no es que quiera llamarse justicia la inhumanidad, la rabia, la fiereza. ¡Qué espectáculo tan funesto dio España en aquel tiempo a las demás naciones, cuando la vieron padecer las furias de un rey sanguinario, los destrozos de las guerras civiles!
In sua victrici conversum viscera dextra.
Con todo, aun entonces, en medio de tanto nublado, resplandeció para ilustrar a España un clarísimo sol. Este fue aquel insignísimo prelado, honor de España y de la Iglesia, don Gil Carrillo de Albornoz, para cuyo gigante mérito faltan voces a la retórica; de cuyos raros talentos, si se dividiesen, se podrían sin duda hacer cinco o seis varones eminentísimos; pues él lo fue en virtud, en valor, en las letras, en las armas, en el manejo de negocios políticos y eclesiásticos; de modo que siendo su nobleza regia, pues por el padre descendía de los Reyes de León y por la madre de los de Castilla, lo menos estimable que hubo en él fue la nobleza. Fueron grandes los servicios que hizo a esta monarquía en el reinado de don Alonso, pero mucho mayores a la Iglesia en los pontificados de Clemente VI y Urbano V; tanto, que se puede decir que la soberanía temporal que goza en Italia la silla de San Pedro, o en el todo o en la mayor parte, se la debe al cardenal Albornoz. Sabida es aquella generosa y valiente satisfacción que dio a Urbano V, cuando este papa, incitado de algunos émulos o envidiosos de la gloria de este grande español, quiso pedirle cuenta de las grandes sumas de dinero que, siendo general de las armas de la Iglesia, había consumido en la guerra de Italia, que fue ponerle delante al Papa un carro cargado de llaves y cerraduras de las puertas de todas las ciudades y villas que había restaurado para la silla apostólica, diciéndole que en la compra de aquel hierro había expendido todo el dinero cuyo cargo se le hacía; lo que, visto por Urbano, abrazándole con amorosa ternura, convirtió el acto de residencia en cordialísimas demostraciones de agradecimiento por los grandes servicios que había hecho a la Iglesia romana. No hubo cosa en este hombre que no fuese admirable. Todas sus acciones tenían un género de sublimidad de espíritu que se remontaba mucho sobre el común de nuestra naturaleza. Era natural en el heroísmo. Ni para acometer las más arduas empresas necesitaba su corazón de extraordinarios esfuerzos, ni para hallar expediente en los más difíciles negocios había menester su entendimiento prolijos discursos. Era su ánimo tan extraordinariamente excelso y desembarazado, que pisaba como tierra llana las cumbres, caminaba sin perplejidad por los laberintos. En fin, aun estando a la pintura que de este grande hombre hacen los extranjeros, juzgo que ninguna otra nación dio héroe igual al Colegio apostólico.
XXIII
editarComo es imposible terminar la larga carrera que sigo en los angostos límites de un discurso sin dar algunos largos saltos sobre espacios de tiempo que podían llenar una grande historia y sobre hechos ilustres que podían honrar a cualquiera grande monarquía, no se debe extrañar que desde el infeliz reinado de don Pedro, sin tocar en los intermedios, vaya a buscar el gloriosísimo y feliz de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, debajo de cuya dominación se muestra España brillando con tantas y tan copiosas luces, que sólo con los ojos de la admiración pueden ser examinadas.
Empezando por los príncipes, en Fernando vemos el más consumado y perito en el arte de reinar que se conoció en aquel y en otros siglos y a quien reputan comúnmente por el gran maestro de la política, en cuya escuela estudiaron todos los príncipes más hábiles que después acá tuvo Europa; en Isabel, una mujer, no sólo más que mujer, pero aun más que hombre, por haber ascendido al grado de heroína. Su perspicacia, su prudencia, su valor la colocaron muy superior a las ordinarias facultades, aun de nuestro sexo, por cuya razón no hay quien no la estime por uno de los más singulares ornamentos que ha logrado el suyo.
Si atendemos a los hechos de armas y extensión que con ellos adquirió la dominación española, discurriendo por los dos ámbitos del tiempo y del mundo, sólo hallaremos algún paralelo a la multitud y rapidez de nuestras conquistas en las del gran Alejandro. Purgóse España de la morisma, agregóse el reino de Navarra a la corona de Castilla, conquistóse dos veces el reino de Nápoles contra todo el poder de la Francia; en fin, se descubrió y ganó un nuevo mundo.
Si consideramos los instrumentos inmediatos que destinó la Providencia a tales empresas, esto es, jefes y soldados, dicho se está que unos y otros necesariamente fueron supremamente insignes. Por parte de los dos jefes principales se puede decir que aún eran para más de lo que hicieron. Hablo de aquellos dos rayos de la guerra, Gonzalo Fernández de Córdoba y Hernán Cortés: el uno que mereció a todas las naciones ser apellidado por antonomasia el Gran Capitán; el otro, que hubiera logrado el mismo epíteto, a no hallarle ya preocupado. Digo que, aun habiendo hecho tanto, eran para más de lo que hicieron. Al primero le ató más de una vez las manos la escasez de los socorros. Pero el mayor embarazo a sus progresos no estuvo en la nimia economía, sino en el genio suspicaz de Fernando. Fue tan grande el famoso Córdoba, que no sólo le temieron los enemigos del Estado, mas aun su propio príncipe, y este temor fue su mayor enemigo. Era hombre capaz de hacer al Rey Católico dueño de toda Europa, si el Rey Católico, conociendo que no podía recompensar dignamente tan altos servicios, no temiese que él mismo se buscase el premio haciéndose dueño de una Monarquía. Estos recelos hicieron arrinconar a un hombre en quien la determinación de la batalla era prenda segura de la victoria.
El segundo ya se sabe cuántos estorbos padeció de parte de los suyos. No dio paso en que no rompiese por mil dificultades. No era la mayor tener siempre enfrente a los enemigos, sino tener siempre a las espaldas a los émulos. ¡Y cuántas veces, por más doméstico, fue mayor el riesgo en sus propios soldados! Ningún caudillo se vio jamás en tan peligrosas circunstancias. Con tan corto número de gente, que apenas bastaba a rendir una pequeña villa, estaba empeñado en la conquista de un grande imperio. La débil autoridad que tenía sobre ella era un quebranto de fuerza, que debajo de otro caudillo haría inútil el ejército más numeroso. La envidia le estaba combatiendo al mismo tiempo, ya con armas en la campaña, ya con negociaciones en la corte. No había momento en que no tuviese tanto el honor como la vida en manifiesto peligro. Cuando estaba ganando tierras y tesoros para su príncipe, le capitulaban con éste de inobediente y rebelde. ¡Qué lástima ver arriesgado el honor de tan gloriosas conquistas en las cavilaciones de un letradillo, que oraba en el tribunal por el furor de un envidioso! Todo lo vencieron la valentía de aquel invencible brazo y la perspicacia de aquel superior entendimiento; dejando únicamente a sus enemigos el torpe consuelo de ver, después de tantos triunfos, al gran Cortés poco atendido, pues dentro de la misma ciudad de Méjico, que acababa de conquistar, recibió graves desaires por la malevolencia de mal intencionados ministros, en cuya tolerancia y disimulo se mostró igual aquella incomparable magnanimidad, que en ningún momento de su vida le desamparó el corazón.
No ignoro que algunos extranjeros han querido minorar el precio de las hazañas de Cortés, poniéndoles por contrapeso la ineptitud de la gente a quien venció y a quien han procurado pintar tan cobarde y tan estúpida, como si sus ejércitos fuesen inocentes rebaños de tímidas ovejas. Pero ¿de qué historia no consta evidentemente lo contrario? Bien lejos de huir los mejicanos como ovejas, se arrojaban como leones. Era en muchos lances vicioso su valor, porque pasaba a la ferocidad. Eran ignorantes en el arte de guerrear; mas no por eso dejaba de sugerirles su discurso tan agudos estratagemas, que fueron admirados de los mismos españoles. Hacíanles los nuestros grandes ventajas en la pericia militar y en la calidad de las armas. Pero, por grandes que se pinten estas ventajas, no equivalen, ni con mucho, al exceso que ellos hacían en el número de gentes, pues hubo ocasiones en que para cada español había trescientos o cuatrocientos mejicanos. Finalmente, si por la ventaja que hace el vencedor al vencido en la disciplina de las tropas y pericia de los jefes se le ha de robar el aplauso de la victoria, sin entrar en cuenta la desproporción del número, será preciso decir que Alejandro hizo poco o nada en conquistar el Asia toda; porque ¿qué duda tiene que los macedonios eran muy superiores en ciencia y disciplina militar a todos los asiáticos?
XXIV
editarEl mayor honor que de tantas conquistas recibió el reinado de don Fernando y doña Isabel no consistió en lo que éstas engrandecieron el Estado, sino en lo que sirvieron a la propagación de la fe. Cuanto camino abría el acero español por las vastas provincias de la América, otro tanto terreno desmontaba para que se derramase y fructificase en él la evangélica semilla. Este beneficio grande del mundo, que empezó felizmente en tiempo de los Reyes Católicos, se continuó después inmensamente en el de su sucesor el emperador Carlos V, en que nos ocurre celebrar una admirable disposición de la divina Providencia, enlazada con una insigne gloria de España.
Si miramos sólo a la Europa, funestísimos fueron aquellos tiempos para la Iglesia, cuando Lutero y otros heresiarcas, levantando bandera por el error, sustrajeron tantas provincias de la obediencia debida a la silla apostólica. Mas si volvemos los ojos a la América, con gran consuelo observamos que el Evangelio ganaba en aquel hemisferio mucha más tierra que la que perdía en Europa. Así disponía el cielo que se reparasen con ventajas por una parte las ruinas que se padecían por otra; y lo que hace más a nuestro propósito, que cuando las demás naciones trabajaban en desmoronar el edificio de la Iglesia, España sola se ocupaba en repararle y engrandecerle. Al paso que en Alemania, Francia, Inglaterra, Polonia y otros países se veían discurrir mil infernales furias, poniendo fuego a los templos y sagradas imágenes, iban los españoles erigiendo templos, levantando altares, colocando cruces en el hemisferio contrapuesto con que ganaba el cielo más tierra en aquel continente que perdía en estotro.
XXV
editarNo pudiendo los ojos mal dispuestos de las demás naciones sufrir el resplandor de gloria tan ilustre, han querido obscurecerla pintando con los más negros colores los desórdenes que los nuestros cometieron en aquellas conquistas. Pero en vano; porque, sin negar que los desórdenes fueron muchos y grandes, como en otra parte hemos ponderado, subsiste entero el honor que aquellas felices y heroicas expediciones dieron a nuestras armas. Los excesos a que inducen, ya el ímpetu de la cólera, ya la ansia de la avaricia, son, atenta la fragilidad humana, inseparables de la guerra. ¿Cuál ha habido tan justa, tan sabiamente conducida, en que no se viesen innumerables insultos? En la de la América son sin duda más disculpables que en otras. Batallaban los españoles con unos hombres que apenas creían ser en la naturaleza hombres, viéndolos en las acciones tan brutos. Tenía alguna apariencia de razón el que fuesen tratados como fieras los que en todo obraban como fieras. ¿Qué humanidad, qué clemencia, qué moderación merecían a unos extranjeros aquellos naturales, cuando ellos, desnudos de toda humanidad, incesantemente se estaban devorando unos a otros? Más irracionales que las mismas fieras, hacían lo que no hace bruto alguno, que era alimentarse de los individuos de su propia especie. A este uso destinaban comúnmente los prisioneros de guerra. En algunas naciones casaban los esclavos y esclavas que hacían en sus enemigos, y todos los hijos que iba produciendo aquel infeliz maridaje servían de plato en sus banquetes, hasta que, no estando los dos consortes en estado de prolificar más, se comían también a los padres. La crueldad de otras naciones no se saciaba con dar muerte a los prisioneros, sino que se la hacían prolija y dolorosa con cuantos géneros de tormentos les dictaban el odio y la venganza.
Todo lo demás iba del mismo modo. En unos países no había religión alguna; en otros se profesaba una religión tan bestial, que horrorizaba más que la total carencia de religión. El hurto, el engaño, la perfidia, si no se celebraban como virtudes, a lo menos no se reprendían como vicios. Los horrores de su lascivia pasaban mucho más allá del término a donde puede llegar nuestra idea. Abusaban de uno y otro sexo públicamente sin pudor, sin vergüenza alguna, en tanto grado, que, según refiere Pedro Cieza, había templos donde la sodomía se ejercía como acto perteneciente al culto. En consideración de tantas y tan horribles brutalidades, no podían los españoles mirarlos sin grande indignación, aun cuando eran bien recibidos de ellos. ¿Qué sería cuando los hallaban armados? ¿Qué sería cuando sucedía la fatalidad de que, sorprendidos algunos de los nuestros, eran cruelmente sacrificados a sus ídolos? Puede decirse que el bárbaro proceder de aquella gente tenía a los españoles en tal disposición de ánimo, o en tal abominación y tedio, que a cualquiera ofensa llegaba a las últimas extremidades la cólera.
Si otras naciones, en los países donde entraron, fueron más benignas con los americanos, que lo dudo, no es de creer que esto dependiese de tener corazón más blando que los españoles, sino de tener mejor estómago para ver tales atrocidades y hediondeces. Puede ser que la mayor delicadeza de los españoles en materia de religión y costumbres los hiciese más intratables para aquellos bárbaros. Sin embargo, yo me holgara de saber a punto fijo cómo se portaron los franceses con los salvajes de la Canadá. Lo que algunas naciones de aquel vasto país ejecutaban con los prisioneros de guerra, y practicaron con los mismos franceses, era atarlos a una columna, donde con los dientes les arrancaban las uñas de manos y pies, y con hierros encendidos los iban quemando poco a poco, de modo que tal vez duraba el suplicio algunos días, y nunca menos de seis o siete horas, tan lejos de condolerse de aquellos desdichados, que a sus llantos y clamores correspondían con insolentes chanzonetas y carcajadas. Quisiera, digo, saber si después de esta experiencia trataban los franceses muy humanamente a los prisioneros que hacían de aquella gente. Puede ser que lo hiciesen; pero lo que yo me inclino a creer es que los excesos de los españoles llegaron a noticia de todo el mundo, porque no faltaban entre los mismos españoles algunos celosos que los notaban, reprehendían y acusaban; los de otras naciones se sepultaron, porque entre sus individuos ninguno levantó la voz para acusarlos o corregirlos.
También se debe advertir que no fue tan tirano y cruel el proceder de los españoles con los americanos como pintan algunos extranjeros, cuya afectación y conato en ponderar la iniquidad de los conquistadores de aquellos países manifiesta que no rigió sus plumas la verdad, sino la emulación. Entre éstos sobresale con muchas ventajas el señor Jovet en la Historia, que escribió, de las religiones de todo el mundo, donde sin ser perteneciente a su asunto, no habla de provincia alguna de la América donde no se ponga muy despacio a referir cuanto hicieron de malo los españoles en su conquista, y aun cuanto no hicieron, pues mucho de lo que refiere es totalmente increíble y contrario a lo que leemos en nuestras historias: ¿a qué conducía, para darnos a conocer la religión que profesaron un tiempo o profesan hoy aquellos pueblos, noticiarnos tan por extenso las maldades que en ellos hicieron los españoles? ¿No se conoce en esto la pasión furiosa del autor? ¿Y no es cierto que quien escribe con pasión no merece alguna fe?
Aquí he determinado concluir este discurso, porque aunque los dos últimos siglos están tan llenos de acciones ilustres de los españoles como todos los antecedentes, la inmediación a nuestro tiempo las hace tan notorias, que sería ocioso dar noticia de ellas.