Teatro crítico universal: Astrología judiciaria y almanaques

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No pretendo desterrar del mundo los almanaques, sino la vana estimación de sus predicciones, pues sin ellas tienen sus utilidades, que valen por lo menos aquello poco que cuestan. La devoción y el culto se interesan en la asignación de fiestas y santos en sus propios días; el comercio, en la noticia de las ferias francas; la agricultura y acaso también la medicina, en la determinación de las lunaciones: esto es cuanto pueden servir los almanaques; pero la parte judiciaria que hay en ellos, sin embargo, de hacer su principal fondo en la aprensión común, es una apariencia ostentosa, sin substancia alguna, y esto no sólo en cuanto predice los sucesos humanos que dependen del libre albedrío, más aún en cuanto señala las mudanzas del tiempo o varias impresiones del aire.

Ya veo que, en consideración de esta propuesta, están esperando los astrólogos que yo les condene al punto por falsas las predicciones de los futuros contingentes que traen sus repertorios. Pero estoy tan lejos de eso que el capítulo por donde las juzgo más despreciables es ser ellas tan verdaderas. ¿Qué nos pronostican estos judiciarios sino unos sucesos comunes, sin determinar lugares ni personas, los cuales, considerados en esta vaga indiferencia, sería milagro que faltasen en el mundo? Una señora que tiene en peligro su fama, la mala nueva que contrista a una corte, el susto de los dependientes por la enfermedad de un gran personaje, el feliz arribo de un navío al puerto, la tormenta que padece otro; tratados de casamientos ya conducidos al fin, ya desbaratados, y otros sucesos de este género, tienen tan segura su existencia que cualquiera puede pronosticarlos sin consultar las estrellas; porque siendo los acaecimientos que se expresan nada extraordinarios y los individuos sobre quienes pueden caer innumerables, es moralmente imposible que en cualquier cuarto de luna no comprehendan a algunos. A la verdad, con estas predicciones generales no puede decirse que se pronostican futuros contingentes, sino necesarios, porque aunque sea contingente que tal navío padezca naufragio, es moralmente necesario que entre tantos millares que siempre están surcando las ondas alguno peligre, y aunque sea contingente que tal príncipe esté enfermo, es moralmente imposible que todos los príncipes del mundo, en cualquier tiempo del año, gocen de entera salud. Por esto va seguro quien, sin determinar individuos ni circunstancias, al navío le pronostica el naufragio, al príncipe la dolencia y así de todo lo demás.

Si tal vez señalan algunas circunstancias, obscurecen el vaticinio en cuanto a lo substancial del acaecimiento, de modo que es aplicable a mil sucesos diferentes, usando en esto del mismo arte que practicaban en sus respuestas los oráculos y el mismo de que se valió el francés Nostradamo en sus predicciones, como también el que fabricó las supuestas profecías de Malaquías. Así en este género de pronósticos halla cada uno lo que quiere, de que tenemos un reciente y señalado ejemplo en la triste borrasca que poco ha padeció esta monarquía, donde, según la división de los afectos, en la misma profecía de Malaquías, correspondiente al presente reinado, unos hallaban asegurado el cetro de España a Carlos VI, emperador de Alemania, y otros al monarca que por disposición del cielo, ya sin contingencia alguna, nos domina.


Pero ¿qué más pueden hacer los pobres astrólogos si todos los astros que examinan no les dan luz para más? No me haré yo parcial del incomparable Juan Pico Mirandulano en la opinión de negar a los cuerpos celestes toda virtud operativa fuera de la luz y el movimiento; pero constantemente aseguraré que no es tanta su actividad cuanta pretenden los astrólogos. Y debiendo concederse lo primero que no rige el cielo con dominio despótico nuestras acciones, esto es, necesitándonos a ellas, de modo que no podamos resistir su influjo; pues con tan violenta batería iba por el suelo el albedrío y no quedaba lugar al premio de las acciones buenas, ni al castigo de las malas, pues nadie merece premio ni castigo con una acción a que le precisa el cielo sin que él pueda evitarlo, digo que, concedido esto, como es fuerza concederlo, ya no les queda a los astros para conducirnos a los sucesos o prósperos o adversos otra cadena que la de las inclinaciones. Pero fuera de que el impulso que por esta parte se da al hombre puede resistirlo su libertad, aun cuando no pudiera es inconexo con el suceso que predice el astrólogo.

Pongamos el caso que a un hombre, examinado su horóscopo, se le pronostica que ha de morir en la guerra. ¿Qué inclinaciones pueden fingirse en este hombre que le conduzcan a esta desdicha? Imprímale norabuena Marte un ardiente deseo de militar, que es cuanto Marte puede hacer; puede ser que no lo logre, porque a muchos que lo desean se lo estorba, o el imperio de quien los domina o algún otro accidente. Pero vaya ya a la guerra, no por eso morirá en ella, pues no todos, ni aun los más que militan, rinden la vida a los rigores de Marte. Ni aun los riesgos que trae consigo aquel peligroso empleo le sirven de nada para su predicción al astrólogo, pues éste, por lo común, no solo pronostica el género de muerte de aquel infeliz, mas también el tiempo en que ha de suceder, y los peligros del que milita no están limitados a aquel tiempo, sino extendidos a todo tiempo en que haya combate.

Y veis aquí sobre esto un terrible embarazo de la judiciaria y no sé si bien advertido hasta ahora.

Para que el astrólogo conozca por los astros que un hombre por tal tiempo ha de morir en la batalla es menester que por los mismos astros conozca que ha de haber batalla en aquel tiempo; y como esto los astros no pueden decírselo, sin mostrarle cómo influyen en ella (pues es conocimiento del efecto por la causa), es consiguiente que esto lo vea el astrólogo. Ahora, como el dar la batalla es acción libre en los jefes de ambos partidos, o por lo menos en uno de ellos, no pueden los astros influir en la batalla sino inclinando a ella a los jefes. Por otra parte, esta inclinación de los jefes no puede conocerla el astrólogo, pues no examinó el horóscopo de ellos, como suponemos, y de allí depende en su sentencia toda la constitución de las inclinaciones y toda la serie de los sucesos.

Aún no para aquí el cuento. Es cierto que el jefe, influyan como quieran en él los astros, no determinará dar la batalla sino en suposición de haber hecho tales o tales movimientos el enemigo, y acaso de haber conspirado en lo mismo algunos votos de su consejo, de hallarse con fuerzas probablemente proporcionadas y de otras muchas circunstancias, cuya colección determina a semejantes decisiones, siendo infalible que el caudillo es inducido al combate por algún motivo, faltando el cual se estuviera quieto o se retirara. Con que es menester que todas estas disposiciones previas, sin las cuales no se tomará la resolución de batallar, por más fogoso que le haya hecho Marte al caudillo, las tenga presentes y las lea en las estrellas el astrólogo. Pasemos adelante. Estas mismas circunstancias que se prerrequieren para la resolución del choque dependen necesariamente de otras muchas acciones anteriores, todas libres. El tener el campo más o menos gente depende de la voluntad del príncipe y más o menos cuidado de los ministros; los movimientos del enemigo, de mil circunstancias previas y noticias, verdaderas o falsas, que le administran; los votos del consejo de guerra nacen en gran parte del genio de los que votan, y retrocediendo más, el mismo rompimiento de la guerra entre los dos príncipes, sin el cual no llegará el caso de darse esta batalla, ¿en cuántos acaecimientos anteriores, todos contingentes y libres, se funda? De modo que ésta es una cadena de infinitos eslabones, donde el último, que es la batalla, se quedará en el estado de la posibilidad faltando cualquiera de los otros. De donde se colige que el astrólogo no podrá pronunciar nada en orden a este suceso, si no es que lea en las estrellas una dilatadísima historia. Y ni esta historia está escrita en los astros, ni aun cuando lo estuviera pudieran leerla los astrólogos. No está escrita en los astros, porque éstos sólo pueden inferir tantas operaciones como se representan en ella, influyendo en las inclinaciones de los actores; y esta ilación precisamente ha de flaquear, porque entre tanto número de sujetos es totalmente inverosímil que alguno o algunos no obren contra la inclinación que conduce para que se dé la batalla, o por dictamen de conciencia, o por razón de conveniencia o por el contrapeso de otra inclinación más poderosa, como sucede en el avaro vengativo, que por más que la ira le incite, deja vivir a su enemigo por no arriesgar su dinero; y una operación sola que falte de tantas a que los astros inclinan y que son precisamente necesarias para que llegue el caso de darse la batalla, no se dará jamás.

Tampoco, aunque toda aquella larga serie de sucesos y acciones, que precisamente han de preceder al combate, estuviera escrita en las estrellas, fuera legible por el astrólogo. La razón es clara, porque casi todos esos sucesos y acciones dependen de otros sujetos, cuyos horóscopos no ha visto el astrólogo (pues suponemos que sólo vio el horóscopo de aquel a quien pronostica la muerte en la batalla), y no viendo el horóscopo de los sujetos, no puede determinar nada la judiciaria de sus acciones.


Esfuerzo esto de otro modo. Cuando el astrólogo, visto el horóscopo de Juan, le pronostica muerte violenta, es cierto que los astros no pueden representarle esta tragedia, sino porque la contienen en sí, como causas suyas. Pregunto ahora: ¿Cómo causarán los astros esta muerte? No influyendo derechamente en la acción del homicidio, porque, como son causas necesarias y no libres, no sería la acción del homicidio contingente, sino necesaria, y así no podría evitarla el agresor. Tampoco determinando la voluntad y brazo del homicida, porque se seguiría el mismo inconveniente de ser movidas necesariamente a la acción las potencias de éste; por cuya razón asientan los teólogos que si la primera causa obrase necesariamente, las segundas no podrían obrar con libertad. Luego sólo resta que los astros influyan en aquella muerte violenta, imprimiendo alguna inclinación que conduzca a ella. Pero esta inclinación ¿en quién la han de imprimir? No en Juan, porque éste nunca tendrá inclinación a ser muerto violentamente, ni el que le inspiren un genio colérico y provocativo hace el caso; porque los más de éstos expiran de muerte natural, como asimismo muchos pacíficos mueren a golpe de cuchillo. Con que quedamos en que esta inclinación se la han de imprimir al matador. Pero éste, con toda su inclinación a matar a Juan, es muy posible que no pueda ejecutarlo. Es muy posible también que el miedo del castigo, que el riesgo de sus bienes, que el amor de sus hijos le detengan. Mas concedámosle una inclinación tan violenta, que haya de superar todos esos estorbos y aun facilitarle los medios. ¿Cómo puede el astrólogo conocer esa inclinación del matador, cuyo horóscopo no ha visto, sino sólo del que ha de ser muerto? Y, por otra parte, los astros, que sólo por ese medio han de causar la muerte, sólo pueden representársela al astrólogo en cuanto contienen la inclinación del matador en su influjo.

Y que no depende ni el género ni el tiempo de la muerte de los hombres de la constitución del cielo que reina cuando nacen, se ve claro en que mueren muchísimos a un tiempo y de un mismo modo, los cuales nacieron debajo de aspectos muy diferentes. ¿Por ventura, como dice bien Juan Barclayo, cuando la tormenta precipita al fondo del mar una grande nao y perecen todos los que iban en ella, se ha de pensar que todos aquellos infelices nacieron debajo de un sistema celeste, que amenazaba naufragio, disponiendo los mismos astros que sólo se juntasen en aquella nave los que habían nacido debajo de aquel sistema? Buenas creederas tendrá quien lo tragare. Antes es cierto que en los mismos puntos de tiempo en que nacieron esos hombres nacieron otros muchísimos en el mundo que tuvieron muerte muy diferente. En la guerra llamada servil, donde conspiraron a recobrar con el hierro la libertad todos los esclavos de los romanos, murieron, sin que se salvase ni uno solo, cuantos seguían las banderas del pastor Atenion, que eran algunos, no pocos, millares. ¿Quién dirá que todos estos rebeldes nacieron debajo de tal constitución de astros que los destinaba a esa desdicha? Y más, cuando los mismos astrólogos asientan que son pocos los aspectos que pronostican muerte en la guerra. ¡Cuántos nacerían en el mundo al mismo tiempo que aquellos esclavos, los cuales murieron en su propio lecho y ni aun tomaron jamás las armas en la mano!


La correspondencia de los sucesos a algunas predicciones, que se alega a favor de los astrólogos, está tan lejos de establecer su arte, que antes, si se mira bien, lo arruina. Porque entre tantos millares de predicciones determinadas como formaron los astrólogos de mil y ochocientos años a esta parte, apenas se cuentan veinte o treinta que saliesen verdaderas; lo que muestra que fue casual y no fundado en reglas el acierto. Es seguro que si algunos hombres, vendados los ojos un año entero, estuviesen sin cesar disparando flechas al viento matarían algunos pájaros. ¿Quién hay -decía Tulio- que flechando aun sin arte alguna todo el día no dé tal vez en el blanco? Quis est qui totum diem jaculans, non aliquando collinet? Pues esto es lo que sucede a los astrólogos. Echan pronósticos a montones, sin tino, y por casualidad uno u otro entre millares logra el acierto. Necesario es -decía con agudeza y gracia Séneca en la persona de Mercurio, hablando con la Parca- que los astrólogos acierten con la muerte del emperador Claudio, porque desde que le hicieron emperador todos los años y todos los meses se la pronostican, y como no es inmortal, en algún año y en algún mes ha de morir: Patere mathematicos aliquando verum dicere, qui illum, postquam princeps factus est, omnibus annis, omnibus mensibus efferunt.

Este método, que es seguro para acertar alguna vez después de errar muchas, no les aprovechó a los astrólogos que quisieron determinar el tiempo en que había de morir el papa Alejandro VI, por no haber sido constantes en él. Y fue el chiste harto gracioso.

Refiere el Mirandulano que, formado el horóscopo de este Papa, de común acuerdo le pronosticaron la muerte para el año de 1495. Salió de aquel año Alejandro sin riesgo alguno, con que los astrólogos le alargaron la muerte al año siguiente, del cual habiendo escapado también el Papa, consecutivamente, hasta el año de 1502, casi cada año le pronunciaban la fatal sentencia. Finalmente, viéndose burlados tantas veces, en el año de 1503 quisieron enmendar la plana, tomando distinto rumbo para formar el pronóstico, en virtud del cual pronunciaron que aún le restaban al Papa muchos años de vida. Pero, con gran confusión de los astrólogos, murió el mismo año de 1503.


Añado que algunas famosas predicciones, que se jactan por verdaderas, con gran fundamento se pueden reputar inciertas o fabulosas. De Leoncio Bizantino, filósofo y matemático, se refiere que predijo a su hija Atenais que había de ser emperatriz, y por eso en el testamento, repartiendo todos sus bienes entre dos hijos que tenía, a ella no le dejó cosa alguna. Pero los mejores autores nada dicen del pronóstico; sí sólo que Leoncio, en consideración de la singularísima belleza, peregrino entendimiento y ajustada virtud de Atenais, conoció que no podía menos de ser codiciada para esposa de algunos hombres acomodados, teniendo harto mejor dote en sus propias prendas que en toda la hacienda de su padre, y por esto fue olvidada en el testamento, lo que ocasionó su fortuna; porque yendo a quejarse del agravio a la princesa Pulqueria, hermana de Teodosio el Segundo, enamoró tanto a los dos príncipes, que Pulqueria luego la adoptó por hija y después el Emperador la tomó por esposa.

Del astrólogo Ascletarion dice Suetonio que predijo que su cadáver había de ser comido de perros; lo cual sucedió, por más que Domiciano, a quien el mismo Ascletarion había pronosticado su funesto éxito, procuró precaverlo, para desvanecer el pronóstico de su muerte, falsificando el que Ascletarion había hecho de aquella circunstancia de la suya propia; porque habiendo, luego que mataron al astrólogo, arrojado, de orden del Emperador, el cadáver en una grande hoguera para que prontamente se deshiciese en ceniza, sobrevino al punto una abundante lluvia que apagó el fuego, y no con menos puntualidad acudieron los perros a cebarse en aquella víctima, inútilmente sacrificada a la seguridad del Príncipe sangriento. Pero todo este hecho, dice el jesuita Dechales, es muy sospechoso, porque no se señala en libro alguno de los que tratan de la judiciaria constelación aspecto o tema celeste a quien atribuyan los astrólogos tal circunstancia o especie de muerte.

Del célebre Lucas Gaurico cuentan algunos autores que, consultado de María de Médicis, reina de Francia, sobre el hado de su hijo Enrico II, pronosticó con harta individuación su muerte, diciendo que moriría de la herida que en una justa había de recibir en un ojo. Pero el citado Dechales y Gabriel Naudé lo refieren muy al contrario, diciendo que antes bien erró cuanto pudo errar la predicción pronosticándole a aquel Príncipe muerte natural y tranquila después de una vida muy larga, como erró asimismo pronosticando a Juan Bentivollo la expulsión de Bolonia y designando a Francisco II el año de su muerte.

De otro astrólogo se dice haberle vaticinado a María de Médicis que había de morir en San Germán, lo cual se cumplió, asistiéndola en aquel trance un abad llamado Juliano de San Germán. Pero fuera de que esto no fue verificarse la profecía, pues no había sido ésa la mente del astrólogo, sino que había de morir en el lugar o monasterio de San Germán, o no hubo tal vaticinio, o si le hubo no se fundó en las reglas de la judiciaria, pues en los libros astrológicos no se señalan aspectos significadores de los lugares que han de ser teatros de las tragedias, ni de los nombres de las personas que han de intervenir en ellas, ni esto podría ser sin crecer a inmenso volumen los preceptos de este arte.

Acaso no serían más verdaderas que las expresadas la predicción de Spurina a César, la de los Caldeos a Nerón, y otras semejantes, que, por la mayor parte, recibieron los autores que las escriben de manos del vulgo. Y bien se sabe que en el común de los hombres es bien frecuente, después de visto el suceso, hallar alusión a él en una palabra que anteriormente se dijo sin intento, y aun sin significación, y poco a poco mudando y añadiendo llegar a ponerla en paraje de que sea un pronóstico perfecto. De esto tenemos mil ejemplos cada día.


Una u otra vez puede deberse el acierto de las predicciones, no a las estrellas, sino a políticas y naturales conjeturas, gobernándose en ellas los astrólogos, no por los preceptos de su arte, de que ellos mismos hacen bien poco aprecio, por más que los quieren ostentar al vulgo, sí por otros principios, que, aunque falibles, no son tan vanos. Por la situación de los negocios de una república se pueden conjeturar las mudanzas que arribarán en ella. Sabiendo por experiencia que raro valido ha logrado constante la gracia de su príncipe, de cualquiera ministro alto, cuya fortuna se ponga en cuestión, se puede pronunciar la caída con bastante probabilidad. Y con la misma, a un hombre de genio intrépido y furioso se le podrá amenazar muerte violenta. Por la fortuna, genio, temperamento e industria de los padres, se puede discurrir la fortuna, salud y genio de los hijos. Es cierto que por este principio se dirigieron los astrólogos de Italia, consultados por el Duque de Mantua, sobre la fortuna de un recién nacido, cuyo punto natalicio les había comunicado. En la noticia que les había dado el Príncipe se expresaba que el recién nacido era un bastardo de su casa, cuya circunstancia determinó a los astrólogos a vaticinarle dignidades eclesiásticas, siendo común que los hijos naturales y bastardos de los príncipes de Italia sigan este rumbo; y así, en esta parte fueron concordes todas las predicciones, aunque discordes en todo lo demás. Pero el caso era que el tal bastardo de la casa de Mantua era un mulo, que había nacido en el palacio del Duque, al cual con bastante propiedad se le dio aquel nombre, para ocasionar a los astrólogos con la consulta la irrisión que ellos merecieron con la respuesta.

Algunas veces las mismas predicciones influyen en los sucesos, de modo que no sucede lo que el astrólogo predijo porque él lo leyó en las estrellas; antes sin haber visto él nada en las estrellas sucede sólo porque él lo predijo. El que se ve lisonjeado con una predicción favorable, se arroja con todas sus fuerzas a los medios, ya de la negociación, ya del mérito, para conseguir el profetizado ascenso, y es natural lograrle de ese modo. Si a un hombre le pronostica el astrólogo la muerte en un desafío, sabiéndolo su enemigo le saca al campo, donde éste batalla con más esfuerzo, como seguro del triunfo, y aquél lánguidamente, como quien espera la ejecución de la fatal sentencia, al modo que nos pinta Virgilio el desafío de Turno y Eneas. Creo que no hubiera logrado Nerón el imperio si no le hubieran dado esa esperanza a su madre Agripina los astrólogos, pues sobre ese fundamento aplicó aquella ardiente y política Princesa todos los medios. Acaso César no muriera a puñaladas si los matadores no tuvieran noticia de la predicción de Spurina, que les aseguraba aquel día la empresa. Lo mismo digo de Domiciano y otros.

Es muy notable a este propósito el suceso de Armando, mariscal de Virón, padre del otro mariscal y Duque de Virón, que fue degollado de orden de Enrique IV de Francia. Pronosticóle un adivino que había de morir al golpe de una bala de artillería, lo que le hizo tal impresión que, siendo un guerrero sumamente intrépido, después de notificado este presagio, siempre que oía disparar la artillería le palpitaba el corazón. Él mismo lo confesaba a sus amigos. Realmente una bala de artillería le mató; pero no le matara si él hubiera despreciado el pronóstico. Fue el caso, que en el sitio de Epernai, oyendo el silbido de una bala hacia el sitio donde estaba, por hurtarle el cuerpo se apartó despavorido, y con el movimiento que hizo fue puntualmente al encuentro de la bala, la cual, si se estuviese quieto en su lugar, no le hubiera tocado. Así el pronóstico, haciéndole medroso para el peligro, vino a ser causa ocasional del daño. Refiere este suceso Mezeray.

Últimamente, puede también tener alguna parte en estas predicciones el demonio, el cual, si los futuros dependen precisamente de causas necesarias o naturales, puede con la comprehensión de ellas antever los efectos. Pongo por ejemplo la ruina de una casa, porque penetra mejor que todos los arquitectos del mundo el defecto de su contextura, o porque sabe que no basta su resistencia a contrapesar la fuerza de algún viento impetuoso, que en sus causas tiene previsto; y aquí con bastante probabilidad puede, por consiguiente, avanzar la muerte del dueño, si es por genio retirado a su habitación. Aun en las mismas cosas que dependen del libre albedrío puede lograr bastante acierto con la penetración grande que tiene de inclinaciones, genios y fuerzas de los sujetos, y de lo que él mismo ha de concurrir al punto destinado con sus sugestiones. Por esto son muchos, y entre ellos San Agustín, de sentir, que algunos, que en el mundo suenan profesar la judiciaria, no son dirigidos en sus predicciones por las estrellas, sino por el oculto instinto de los espíritus malos. Yo convengo en que no se deben discurrir hombres de semejante carácter entre los astrólogos católicos. Sin embargo, de que Jerónimo Cardano, que fue muy picado de la judiciaria, no dudó declarar que era inspirado muchas veces de un espíritu, que familiarmente le asistía.


Establecido ya que no pueden determinar cosa alguna los astrólogos en orden a los sucesos humanos, pasemos a despojarlos de lo poco que hasta ahora les ha quedado a salvo; esto es, la estimación de que por lo menos pueden averiguar los genios e inclinaciones de los hombres, y de aquí deducir con suficiente probabilidad sus costumbres. El arrancarlos de esta posesión parece arduo y, sin embargo, es facilísimo.

El argumento que comúnmente se les hace en esta materia es que no pocas veces dos gemelos que nacen a un tiempo mismo descubren después ingenios, índoles y costumbres diferentes, como sucedió en Jacob y Esaú. A que responden que, moviéndose el cielo con tan extraña rapidez, aquel poco tiempo que media entre la salida de uno y otro infante a la luz basta para que la positura y combinación de los astros sea diferente. Pero se les replica: si es menester tomar con tanta precisión el punto natalicio, nada podrán determinar los astrólogos por el horóscopo, porque no se observa ni se puede observar con tanta exactitud el tiempo del parto. No hay reloj de sol tan grande que, moviéndose en él la sombra por un imperceptible espacio, no avance el sol, entre tanto, un grande pedazo de cielo, y esto aun cuando se suponga ser un reloj exactísimo, cual no hay ninguno. Ni aun cuando asistieran al nacer el niño astrónomos muy hábiles con cuadrantes y astrolabios pudieran determinar a punto fijo el lugar que entonces tienen los planetas, ya por la imperfección de los instrumentos, ya por la inexactitud de las tablas astronómicas; pues como confiesan los mismos astrónomos, hasta ahora no se han compuesto tablas tan exactas en señalar los lugares de los planetas, que tal vez no yerren hasta cinco o seis grados, especialmente en Mercurio y Venus.

Mas girando los planetas con tanta rapidez, en que no hay duda, es cierto que en aquel poco tiempo que tarda en nacer el infante desde que empieza a salir del claustro materno hasta que acaba, camina el sol muchos millares de leguas; Marte, mucho más; más aún Júpiter, y más que todos, Saturno. Ahora se pregunta: aun cuando el astrólogo pudiera averiguar exactísimamente el punto de tiempo que quiere y el lugar que los astros ocupan, ¿qué lugar ha de observar? Porque esto se varía sensiblemente entre tanto que acaba de nacer el infante. ¿Atenderá el lugar que ocupan cuando saca la cabeza? ¿Cuando descubre el cuello, o cuando saca el pecho, o cuando ya salió todo lo que se llama el tronco del cuerpo, o cuando ya hasta las plantas de los pies se aparecieron? Voluntario será cuanto a esto se responda. Lo más verosímil (si eso se pudiera lograr y la judiciaria tuviera algún fundamento) es que se debían formar sucesivamente diferentes horóscopos: uno para la cabeza, otro para el pecho y así de los demás; porque, si lo que dicen los judiciarios de los influjos de los astros en el punto natalicio fuera verdad, habían de ir sellando sucesivamente la buena o mala disposición de inclinaciones y facultades, así como fuesen saliendo a luz los miembros que le sirven de órganos; y así cuando saliese la cabeza, se había de imprimir la buena o mala disposición para discurrir; cuando el pecho, la disposición para la ira o para la mansedumbre, para la fortaleza o para la pusilanimidad, y así de las demás facultades a quienes sirven los demás miembros. Pero ni esa exactitud, como se ha dicho, es posible ni los astrólogos cuidan de ella.

Y si les preguntamos por qué los astros imprimen esas disposiciones cuando el infante nace y no anticiparon esa diligencia mientras estaba en el claustro materno, o cuando se animó el feto, o cuando se dio principio a la grande obra de la formación del hombre, lo que parece más natural, nada responden que se pueda oír. Porque decir que aquella pequeña parte del cuerpo de la madre interpuesta entre el infante y los astros les estorba a éstos sus influjos, merece mil carcajadas cuando muchas brazas de tierra interpuesta no les impiden, en su sentencia, la generación de los metales. Pensar, como algunos quieren persuadir, que por el tiempo del parto se puede averiguar el de la generación, es delirio, pues todos saben que la naturaleza en esto no guarda un método constante, y aun suponiendo que el parto sea regular, o novimestre, varía, no sólo horas, sino días enteros.

El caso es que aunque se formasen sobre el tiempo de la generación las predicciones, no salieran más verdaderas. Refiere Barclayo en su Argenis que un astrólogo alemán, ansioso de lograr hijos muy entendidos y hábiles, no llegaba jamás a su esposa sino precisamente en aquel tiempo en que veía los planetas dispuestos a imprimir en el feto aquellas bellas prendas del espíritu que deseaba. ¿Qué sucedió? Tuvo este astrólogo algunos hijos, y todos fueron locos5.

Ni aun cuando los astros hubiesen de influir las calidades que los genetliacos pretenden en aquel tiempo que ellos observan, podrían concluir cosa alguna. Lo primero, porque son muchos los astros y puede uno corregir o mitigar el influjo de otro y aun trastornarle del todo. Aunque Mercurio, cuando es de su parte, incline al recién nacido al robo, ¿de dónde sabe el astrólogo que no hay al mismo tiempo en el cielo otras estrellas combinadas de modo que estorben el mal influjo de Mercurio? ¿Comprehende, por ventura, las virtudes de todos los astros, según las innumerables combinaciones que pueden tener entre sí? Lo segundo, porque aun cuando esto fuera comprehensible y de hecho lo comprehendiera el astrólogo, aún le restaba mucho camino que andar; esto es, saber cómo influyen otras muchas causas inferiores que concurren con los astros, y con harto mayor virtud que ellos, a producir esas disposiciones. El temperamento de los padres, el régimen de la madre y afectos que padece mientras conserva el feto en sus entrañas, los alimentos con que después le crían, el clima en que nace y vive, son principios que concurren con incomparablemente mayor fuerza que todas las estrellas a variar el temperamento y cualidades del niño, dejando aparte lo que la educación y lo que el uso recto o perverso de las seis cosas no naturales pueden hacer. Si tal vez una enfermedad basta a mudar un temperamento y destruir el uso de alguna facultad del alma como el de la memoria, por más que se empeñen todos los astros en conservar su hechura, ¿qué no harán tantos principios juntos como hemos expresado? Y pues los astrólogos no consideran nada de esto y por la mayor parte les es oculto, nada podrán deducir por el horóscopo en orden a costumbres, inclinaciones y habilidades, aun cuando les concediésemos todo lo demás que pretenden.


A la verdad, cuanto hasta aquí se ha discurrido contra los genetliacos poco les importa a los componedores de almanaques; porque éstos, como ya se advirtió arriba, se contentan con unas predicciones vagas de sucesos comunes, que es moralmente imposible dejar de verificarse en algunos individuos, y cualquiera podrá formarlas igualmente seguras, aunque no sepa ni aun los nombres de los planetas. El año de 10 fue celebradísima una predicción del Gotardo, que decía no sé qué de unos personajes cogidos en ratonera, como muy adecuada a un suceso que ocurrió en aquel tiempo. Yo apostaré que cualquiera que supiese con puntualidad todas las tramas políticas de los reinos de Europa, en cualquiera lunación hallaría varios personajes cogidos en estas ratoneras metafóricas; siendo bien frecuente hallarse sorprendido el goloso de mejorar su fortuna en el mismo acto de arrojarse al cebo de su ambición. Y cuando hay guerras, de cualquiera que es cogido en una emboscada se puede decir, con igual propiedad, que cayó en la ratonera.

Pero dos cosas nos restan que examinar en los almanaques, que son: el juicio general del año y las predicciones particulares de las varias impresiones del aire por lunaciones y días.

En cuanto a lo primero, en sabiéndose que todo el sistema en que se funda este pronóstico es arbitrario y todos los preceptos de que consta fundados en el antojo de los astrólogos, está convencida su vanidad. Las doce casas en que dividen la esfera no son más ni menos porque ellos lo quieren así y fue harta escasez suya no haber fabricado en el cielo más que una corta aldea, cuando sin costarles más pudieron edificar una gran ciudad. El orden de estos domicilios, es de modo que el primero se coloca a la parte del oriente, debajo del horizonte, y así van prosiguiendo las demás debajo del horizonte, hasta que la séptima se aparece sobre él en la parte occidental y las restantes continúan el círculo hasta la parte oriental descubierta, todo es antojadizo. Las significaciones de esas casas y de los planetas en ellos son puras significaciones ad placitum. Es cosa lastimosa ver las ridículas analogías de que se valen para dar razón de esas significaciones. De modo que en todo y por todo estas casas se construyeron sin fundamento alguno, al fin como fábricas hechas en el aire. ¿Qué diré de las dignidades, ya esenciales, ya accidentales de los planetas? ¿De los grados de fortaleza o debilidad que les atribuyen en diferentes posituras? ¿De sus exaltaciones, sus triplicidades, sus aspectos? ¿De los dos domicilios, diurno y nocturno, que les señalan, exceptuando al sol y la luna, no valiéndole al sol ser el grande alquimista que produce tanto oro para redimirle de la pobreza de no tener más que una casa, y lo mismo digo de la luna, a quien atribuyen la producción de la plata? ¿De la grande disimilitud de influjos según se colocan los planetas en diferentes signos y según se consideran, ya rectos, ya oblicuos, directos, retrógrados o estacionarios y toda la demás baraúnda imaginaria de supuestos establecidos por capricho?


Añádese sobre esto, que no concuerdan los astrólogos en el método de erigir los temas celestes, de donde dependen en un todo los pronósticos. Los árabes, Firmico y Cardano siguieron el método de los antiguos caldeos, que se llama ecuable. El autor Alcabicio inventó otro, otro Campano y ninguno de estos tres se sigue hoy comúnmente, sino el que inventó Juan de Regiomonte, que se llama método racional; en que se debe advertir que el planeta mismo que erigiendo el tema según un método se halla en una casa donde promete buena fortuna, erigiendo el tema según otro método sucede encontrarse en otra casa donde significa muy adversa suerte. Y ¿por dónde sabríamos cuál método era el más acertado, aun cuando cupiese acierto en esta materia? Lo que se colige evidentemente de aquí es que las reglas de la judiciaria son arbitrarias todas.

Mas los mismos profesores de este arte convienen en que sus reglas sólo se fundan en la experiencia; porque no pudiendo haber razón alguna que demostrase a priori, como dicen los dialécticos, qué influjos tiene esta o aquella combinación de los planetas, sólo se pudo sacar esto por inducción experimental, después de ver muchas veces qué efectos se siguieron a esas diferentes combinaciones, y éste es otro atolladero terrible de la judiciaria; porque desde el principio del mundo hasta ahora no se ha repetido adecuadamente alguna combinación de astros y signos, siendo menester para esto, según todos los astrónomos, mucho mayor transcurso de tiempo, que algunos reducen al espacio de cuarenta y nueve mil años. Los antiguos caldeos quisieron evacuar esta dificultad, procurando persuadir que tenían recogidas las observaciones astrológicas de cuatrocientos mil años; falsedad que, sobre oponerse a lo que la fe nos enseña del principio del mundo, fue convencida por el grande Alejandro, habiendo, cuando entró en Babilonia, mandado a Calistenes registrar sus archivos; pero, dado caso que menos cantidad de siglos fuese bastante para hacer las observaciones necesarias, pregunto: Cuando Juan de Regiomonte inventó el método racional, que es el que hoy se sigue, ¿en qué experiencias se fundó para establecerle? Es fijo que en ningunas; pues no habiéndose usado antes, no hubo lugar de experimentarle, y ni su método ni otro alguno le aprovechó a Regiomonte para prever que le habían de quitar alevosamente la vida los hijos de Jorge de Trevisonda, temerosos de que la reputación de su sabiduría había de disminuir la de su padre. Desde que murió Regiomonte hasta ahora pasaron dos siglos y medio cabales. ¿Qué tiempo es éste para que quepan en él observaciones bastantes a autorizar el método racional?

Lo mismo digo de Campano, que floreció cuatro siglos antes que Regiomonte. ¿En qué experiencias fundó su nuevo método? Bien se ve en esto que los preceptos de la judiciaria se fundan sólo en capricho y no en razón ni experiencia.

Y hago ahora otra pregunta: ¿O a los pronósticos que se hacían, siguiendo el método de los caldeos, correspondían los sucesos o no? Si correspondían, errólo Regiomonte en mudarle, y los modernos lo yerran en no seguirle. Si no correspondían, son falsas, o fueron casuales aquellas predicciones famosas de los astrólogos antiguos, que los modernos alegan a favor de la judiciaria; pues es constante que los astrólogos antiguos siguieron el método de los caldeos. Lo que se ha dicho en este punto conspira igualmente a descubrir la vanidad del tema natalicio, por donde pronostican los astrólogos la fortuna de los particulares, que de los diferentes temas celestes que erigen para hacer el juicio general del año, porque unos y otros dependen de los mismos principios.

Y de los mismos dependen también las predicciones de las cualidades del tiempo en diferentes cuartos de luna y en cada día, aunque añadiendo nuevo y singular tema para cada cuarto de luna, y atendiendo para cada día en particular diferentes combinaciones de los planetas, ya entre sí, ya con las estrellas fijas. Comoquiera que discurran en esta materia, es constante que no yerran los astrólogos en ella menos que en todo lo demás. El gran Mirandulano examinó todo un invierno los almanaques que habían compuesto para aquel año los más famosos astrólogos de Italia y sólo en cinco o seis días los halló conformes a las impresiones del aire, que observó en todo aquel espacio de tiempo. El año de 1186 pronosticaron los astrólogos furiosísimos vientos y horrendas tempestades, por razón de cierta conjunción de los superiores e inferiores planetas; pero lograron los mortales en aquel tiempo quietos y pacatísimos los elementos. Refiere esto Escalígero, sobre la autoridad de Rigordo, monje de San Dionís y médico de Felipe Augusto, que floreció en aquel tiempo. El año de 1524, habiendo observado los astrólogos grandes conjunciones de los planetas en los signos que ellos llaman áqueos, por el mes de febrero, predijeron portentosas inundaciones y nunca vistas lluvias, lo que llenó de terror a Europa; de modo que muchos se previnieron de barcas y otros de habitación en sitios eminentes; pero tan lejos estuvo de venir el esperado diluvio, que ni una gota de agua cayó en todo aquel febrero. Así lo cuenta Dureto, que vivió en el mismo siglo.

Ni pueden menos los almanaquistas de caer en tan abultados errores; porque es falso, o por lo menos incierto, que los astros o constelaciones que ellos señalan produzcan fríos o ardores, vientos, lluvias o serenidades. Si los ardores del estío dependieran de hacer entonces el sol su curso por el signo de León, calientes estuvieran como nosotros en el agosto los que habitan a cuarenta o cincuenta grados de latitud austral, pues no tienen ni influye en ellos en aquel tiempo otro sol que el que camina por este signo; mas los pobres padecen en aquella sazón intensísimo frío, y si el cuadrado de Marte y Venus indujera lluvias, las había de mover en todo el mundo, pues ninguna región del mundo logra entonces a esos dos planetas en diferente aspecto. Nuestro mismo hemisferio y la propia región que habitamos desmentirá algún día a los astrólogos en esta parte si el mundo dura algunos millares de años, pues es infalible que llegará tiempo en que el oro de la canícula o conjunción del sol con ella suceda en los meses de diciembre y enero, y entonces ciertamente helará en la canícula.

Pero gratuitamente permitido que los astros tengan la actividad que para estos efectos les atribuyen los astrólogos, por lo menos es innegable que concurren a los mismos efectos otras causas, tanto más poderosas que los astros, que pueden, no sólo disminuir, mas estorbar del todo sus influjos. En Egipto nunca llueve o rarísima vez, y esto sólo en los meses de noviembre, diciembre y enero, y es cierto que giran sobre aquella región los mismos astros que sobre otras muchas donde caen lluvias copiosas. En el valle de Lima sucede lo mismo, donde toda la fertilidad de la tierra se debe a un blando rocío. No sólo entre regiones distintas hay esta oposición, mas aun la corta división que hace en la tierra la cima de un monte basta para inducir en las dos llanuras opuestas temperie muy diferente, como sucede en el que divide este principado de Asturias del reino de León, pues los ímpetus del norte, cuando sopla furioso, llenan de lluvias, nieves y borrascas todo este país, hasta cubrir aquella eminencia, y al mismo tiempo es común lograr de la otra parte perfecta serenidad. Váyanse ahora los astrólogos a determinar qué días ha de llover por las estrellas.

El padre Tosca juzgó que evacuaba en parte esta dificultad encargando que en la formación de los almanaques se tengan muy presentes las calidades del país; pero, sobre que para esto sería menester poner en cada país, y aun en cada lugar, un almanaquista, y hacer para cada uno distinto repertorio, pues en la corta distancia de tres o cuatro leguas se varia a veces el temple y calidad de la tierra y aire, y no es conveniente aumentar tanto el número de los astrólogos cuando sobran aún los pocos que hay; digo sobre esto que sería también inútil esa diligencia; lo uno, porque son incomprehensibles las calidades de los países, de modo que por ellas se puedan pronosticar las mudanzas de los tiempos; lo otro, porque éstas no dependen precisamente de los países donde se ejercitan, sino también de otros distantes, de donde vienen los vientos, humedades y exhalaciones, y no sólo de los países donde se engendran, mas también de aquellos por donde transitan. Las fermentaciones que se hacen en varias partes de las entrañas de la tierra ocasionan los vientos y contribuyen materia para las tempestades. ¿Qué entendimiento humano podrá apear cuándo y cómo se hacen? Aun después de elevarse vapores y exhalaciones en la atmósfera, ¿quién comprehenderá las varias determinaciones del rumbo del viento, que las ha de conducir a esta o a la otra región, ni las disposiciones que hay en una más que en otra, para que sobre ellas se liquiden las nubes o se enciendan las exhalaciones? Aun cuando supiese todo lo demás, ¿cómo he averiguar si la nube que en tal día ha de volar sobre el horizonte sensible que habito vendrá en estado de derretirse sobre este lugar en agua, o la guardará para la montaña o el valle, que dista de aquí algunas leguas?

Como quiera, la consideración del país sólo puede aprovecharle al astrólogo para pronosticar a bulto, sin determinación de tiempo, más lluvia en el país más húmedo, más calores en el más ardiente, más hielos en el más frío; pues a todos consta por experiencia que dentro de un mismo país, en cuanto a la determinación de tiempo, no hay consecuencia de un año para otro, sucediendo en un año una primavera muy enjuta y en otro muy mojada. Aún más hay en esto, y es que un mismo país, por un accidente, al parecer de poca importancia, suele variar sensiblemente de temple. La isla de Irlanda, después que abatieron los naturales muchos bosques que había en ella, es mucho menos lluviosa que era antes, y me acuerdo de haber leído (pienso que en el padre Kircher) que la tierra de Aviñón, que era antes muy húmeda y nebulosa, goza un hermoso cielo después que se enjugó una laguna de bien poco ámbito que había en ella.

Concurriendo, pues, a variar la temperie de las regiones tantas causas de acá abajo, que no sólo alteran, mas a veces, como se ha visto, estorban casi del todo la operación de las constelaciones, nada podrán averiguar en la materia los astrólogos por la precisa inspección de los cielos; y por otra parte, las demás causas cooperantes no están sujetas a su examen. Dirá acaso alguno que los astros ponen en movimiento esas mismas causas con todos los varios respectos y combinaciones que tienen hacia tales o tales países; y así de ellos desciende primordialmente que en esta región llueva y en la otra no, que aquí haga frío y allí calor; yo quiero pasar por ello; pero siendo así, el astrólogo no leerá en el cielo lluvia ni otro temporal alguno absolutamente para tal día, sino con distinción de regiones; y como éstas son tantas, es infinito lo que tendrá que leer en el cielo. Pongo por ejemplo: el día 4 de abril lluvia en España, en la Noruega, en la Mesopotamia; sereno en Persia, en la Tartaria y en Chile; viento en Grecia, en la Natolia, en Sicilia y en Marruecos; frío en la Prusia, en la Georgia, en el Mogol y en la isla de Borneo; calor en Egipto, en los Abisinios, en Méjico y Acapulco; vario en Francia, en la China y el Brasil; y así se irán leyendo en los astros truenos, granizo, helada, nieve, asignando cada diferencia de temporal a más de trescientas o cuatrocientas partes distintas del globo terrestre. Verdaderamente que para tanto es menester fingir en cada astrólogo el Icaro Menippo del graciosísimo Luciano, que, arrebatado al cielo, oía decretar a Júpiter lluvia en la Scitia, truenos en Libia, nieve en Grecia, granizo en Capadocia, etcétera. ¿Pues qué si se añade a esto la abundancia o penuria de tanta variedad de frutos, en cuya copiosa mies, como suya propia, entran la hoz del pronóstico los astrólogos? Y siendo las especies de frutos tantas y muchas más aún las provincias donde se puede variar la corta o larga cosecha, apenas se podrá comprehender en un gran libro lo que sobre este punto habrá menester estudiar en los astros el astrólogo.

Quien quisiere, pues, saber con alguna anticipación, aunque no tanta, las mudanzas del tiempo, gobiérnese por aquellas señales naturales que las preceden, y no sólo están escritas en muchos libros, mas también se pueden aprender de marineros y labradores, los cuales pronostican harto mejor que todos los astrólogos del mundo. Por eso Lucano, en el libro V de la Guerra civil, no introduce algún astrólogo vaticinándole al César la tempestad que padeció en el tránsito de Grecia a la Calabria, sino al pobre barquero Amiclas.

Y a este propósito es sazonado el chiste que refiere el padre Dechales, sucedido a Luis XI, rey de Francia. Había salido este príncipe a caza, asegurado por el astrólogo que tenía asalariado de que había de gozar un sereno y apacible día; encontró en el camino a un pobre carbonero, que le avisó se retirase, porque amenazaba una terrible lluvia. Salió el pronóstico del carbonero verdadero y el del astrólogo, falso; por lo cual el Rey, despidiendo al almanaquista, tomó por astrólogo suyo, señalándole salario como a tal, al carbonero.

Añadiré una reflexión de las más eficaces para convencer de vanas todas las observaciones astrológicas que se hicieron en todos los pasados siglos; y es que, desde que se inventaron los telescopios, se han descubierto tantas estrellas, ya fijas, ya errantes, que exceden en número a las que observaban los astrólogos anteriores, que miraban al cielo con los ojos desnudos. Sólo Juan Hevelio, burgomaestre de Dantzich y famoso astrónomo, descubrió de nuevo tantas estrellas fijas, que les puso el nombre de firmamento Sobieski, en honor del glorioso Juan III de este nombre, rey de Polonia. Ahora se arguye así. La ignorancia de los astros nuevamente descubiertos traía consigo necesariamente la ignorancia de sus influjos, y la combinación de los influjos de éstos con los demás que estaban patentes infería otros efectos muy diferentes de los que tuvieran éstos si obraban por sí solos. Luego todas las observaciones astrológicas que se hicieron antes de la invención del telescopio fueron inútiles y vanas, porque iban sobre el supuesto falso de que no influían otros astros que los que se descubrían entonces. El telescopio fue inventado el año de 1609 por el holandés Jacobo Mecio y perfecionado poco después por el insigne matemático florentino Galileo de Galileis. Todos los grandes maestros de la judiciaria por quienes se gobiernan los astrólogos modernos son anteriores. De aquí se infiere que unos ciegos guían a otros ciegos.


Omito muchos lugares de la Escritura, como también muchas autoridades de padres contra los judiciarios porque se hallan en muchos libros; pero no disimularé la bula del gran pontífice Sixto V contra los profesores de este arte que empieza: Caeli et terrae creator Deus, porque es en este asunto lo más concluyente que se halla en línea de autoridad; para lo cual es de advertir que a todos los demás textos, ya de la Escritura, ya de concilios, ya de padres, ya de bulas pontificias con que se les arguye a los judiciarios, responden éstos que en esos textos sólo se condena aquella judiciaria que pronostica como ciertos los futuros contingentes, dando por infalibles las amenazas de los astros; pero esta interpretación no tiene lugar en la bula de Sixto. La razón es porque manda a los inquisidores y a los ordinarios que procedan contra los astrólogos que pronostican los futuros contingentes, aplicándoles las penas canónicas, aunque ellos confiesen y protesten la incertidumbre y falibilidad de sus vaticinios: Etiam si id se non certo affirmare asserant, aut protestentur; permitiéndoles únicamente el pronosticar aquellos efectos naturales que pertenecen a la navegación, agricultura y medicina: Statuimus et mandamus, ut tam contra astrologos mathemmaticos et alios quoscumque dictae astrologiae artem, praeterquam circa agriculturam, navigationem et rem medicam exercentes, etcétera. Y así, en pasando de esta raya, deben proceder contra ellos los superiores por más que en el principio de sus libros y almanaques protesten que su arte es falible y en el fin de ellos pongan: «Dios sobre todo, por sánalo todo.»