Su vida (Castillo)/Capítulo 7
Pues, como iba diciendo, esta guerra sentía en mí misma, y como desde que llegué a los pies de Vuestra Paternidad, hallé el amparo y caridad que se ha visto, y yo no sabré decir, me parece hallaba ya en mi camino compañía con que pasara con más aliento las soledades, espinas y noches de mi interior. No sé qué cosas de las que llevo referidas le debía de decir; sé que me mandó que viniera a ser monja, y que esto era lo que convenía; y yo, luego, sin pensar más en ello, traté de ponerlo en ejecución, aunque sintiendo los horrores y repugnancias que he dicho. Fue grande el sentimiento de mi naturaleza aquellos días antes de salir de casa; y la noche antes, recogida en mi aposento, me acuerdo que le pedí con cuanto afecto pude a Nuestro Señor crucificado, no permitiera que otra cosa que su puro amor me hiciera hacer una acción tan dificultosa. Aquella noche casi toda gasté en mis ejercicios que solía hacer, y a la mañana, tomando aquella imagen del Niño Jesús, entré al cuarto de mis padres. Las palabras que me dijeron, la ternura con que me miraron (sin saber lo que yo intentaba) y el sentimiento que tuvo mi corazón al volverles las espaldas, solo Nuestro Señor lo sabe. Yo salí, como quien se arranca las entrañas, y vine con la repugnancia que si viniera al suplicio. Las religiosas me esperaban y yo tuve vehementísimos impulsos de volverme, mas así entré. Yo venía sin saber qué sucedería de mí, acá dentro; pensaba quedaría esa noche en los claustros, o en algún zaguán, hasta que alguna religiosa me albergara en su celda, porque ya mi tía había muerto; mas Dios dispuso que una amiga suya, muy sierva de Nuestro Señor, me recibió y trajo a comulgar a la grada, porque entré antes de haber comulgado. Sería disposición de Nuestro Señor para mostrarme que acá Él había de ser mi refugio. Fue increíble el sentimiento y llanto de mis padres y hermanos, cuando tuvieron la noticia de mi entrada, y las nuevas que me daban de esto. Mi padre estuvo tres días, sin que hubiera quien le hiciera ni beber un trago de agua ni lo quitara de llorar, en la puerta de mi aposento. Mi madre enfermó mucho de gota coral, y así todo. Yo estaba aquí harto confusa con algunas cosas que iba experimentando, y con lo que me decían las religiosas mozas; a los tres días ya no cabían en mi corazón las penas, y lo que había disimulado, y así me fui donde el Santísimo Sacramento hecha un mar de dolor y llanto, no sé yo lo que le decía. Aquel día vino mi padre a verme, como si lo levantaran del sepulcro; mas con su mucha virtud que le dio Nuestro Señor, se vencía y esforzaba, y me hizo una plática y exhortación a que siguiera y oyera a Dios, que admiró e hizo llorar a todas. Era muy capaz, y había estudiado mucho, y lo que más es, muy buen cristiano. Mi madre tenía más recia condición, y así estuvo mucho tiempo enojada; esto me fue causa de muchas aflicciones, porque no tenía acá, ni aun cama en qué recogerme, y mi cortedad era tanta, que no sabía qué hacer de mí. Con la novedad de mi entrada, se me allegaban muchas, y yo empecé a ver y oír cosas que me descontentaban mucho, y por no descontentarlas (que éste ha sido siempre vicio mío), no reparar en descontentar a Dios, por no dar disgusto a las criaturas; así me lo han pagado, y llevado mi merecido, que jamás he acertado a tenerlas contentas) decía algunas cosas con llaneza e ignorancia, y todo se notaba, y de todo se hacía misterio. Fue cobrando mi corazón un tedio y aborrecimiento a todo, que me parecía estaba en el infierno, o en una cárcel de Inquisición: ni aun el día me alumbraba. Habían solicitado que me quitara la sotana o hábito que traía, y me vistiera de gala; hícelo también con el pretexto de dar gusto. Con el hastío y tormento que me daba todo, tenía por alivio el salir al locutorio; y allí, con una tristeza mortal, me pasaba los más días; y hallaba mi corazón tan mudado, tan frío y tan sin aliento, que ya yo no me conocía. No daba paso de donde no se levantara un chisme; iban a escuchar lo que hablaba con mi padre, y cuando salía del locutorio, sobre una palabra que les pareciera, se ardía la casa, y yo no hallaba dónde parar; porque si alguna, viéndome triste, me preguntaba la causa, y yo como imprudente y poco mortificada, decía alguna palabra, luego sobre aquélla se acrecentaban otras, y la iban a decir; con que yo andaba como en el aire, sin poder entrar por camino ni hallarlo. Pues como ya otra vez con mi traje seglar y el corazón en mala disposición que digo, estuviera tan continuamente en visitas de afuera, porque con mis padres y hermanos venían otras muchas personas, un sujeto de importancia venía también, y el enemigo para armar un lazo, que casi duró toda la vida, le puso que me escribiera muchas veces, y solicitara para conmigo esto que llaman devociones, que había entonces muchas. Yo hice mal, pues que a la primera, entendiendo lo que contenían, recebí la segunda y la tercera, aunque siempre respondí que no alcanzaba por qué me escrebía a mí, pues si alguna cosa se le ofrecía, podía avisarlo en mi casa, pues para mí no era el salir al locutorio. O porque se cargó con la respuesta, o porque ya comunicaba a una monja, se levantó contra mí una persecución tal, que cuando me vían pasar, me escupían, me decían cosas muy sensibles; y como eran muchas las amigas y criadas, por todas partes me hallaba acosada y afligida, y más cuando vía mi interior tan lejos de lo que siempre (o el tiempo antes) había pretendido. No es decible mi desconsuelo; parecíame que buscando la vida había hallado la muerte; que buscando a Dios había errado el camino, y encontrado mi perdición; miraba mis males como irremediables, y por todas partes solo encontraba penas; si alguna quería trabar conversación o consolarme, paraba en que no había de mirar ni hablar con otra. Todo esto era veneno para mí, y en huyendo, se hacían unos duelos y sentimientos que se volvían contra mí, reprendiéndome y despreciándome en público y en secreto; y lo que en ellas no era falta ni culpa, para mí era muerte y aflicción. Si me retiraba a pasar a solas mis desconsuelos, hallaba mi interior hecho un mar amargo, y decían que no habían visto virtud que menos entendieran; decían bien, porque en mí lo que había solo eran confusiones y culpas.
Tenía en medio de tantos ahogos el consuelo de que venía Vuestra Paternidad cada ocho días, mas yo estaba tal, que ni aun para admitir consuelo estaba. Oía sus palabras y muchas veces se me pasaba gran rato sin poder hablar, porque todo lo que no era remediar el haber entrado, me parecía cosa sin consuelo; y como el volver a salir no lo imaginé jamás como posible (aunque algunas veces se lo proponía) miraba mis males como sin remedio. Con todo eso, solo el rato que estaba en el confesionario sentía yo alivio, y así contaba los días hasta que volviera; mas aun esto permitió Nuestro Señor que me faltara, pues se fue Vuestra Paternidad de la ciudad, y yo me quedé sola, como en un desierto y noche oscura. Luego aquella monja amiga de mi tía, que me recibió en su celda, me apartó de ella, aunque con buen modo, porque era muy santa; mas tenía otras personas inmediatas a quienes debía atender, y ellas no podían tolerar mi compañía. Aquí fueron mayores mis desconsuelos y necesidades, porque aunque mi padre me enviaba alguna cosa, no tenía modo de disponerla para poder comer, ni las criadas que mandaron traer de mi casa servían más que de darme fatiga en verlas padecer. Por este tiempo entré en ejercicios, y en ellos conocí claramente que breve moriría mi padre; así fue que dentro de cuatro meses se lo llevó Nuestro Señor.