Su vida (Castillo)/Capítulo 6
Por librarme o dar alguna salida a las mormuraciones y reprensiones que me daban por el traje humilde y pobre que traía, solía decir que trataba de ser monja (cosa que miraba con horror) y como mis padres sentían tanto el oírme decir que quería ser monja, me dieron lugar para todo lo que yo quisiera, en orden al retiro, a salir todos los días a comulgar y andar pobremente vestida; y así me acomodó y compuso mi padre un aposento apartado y solo, y me hizo hacer un hábito o sotana, como la traen las beatas de la Compañía, y me dio licencia para todo, porque le había dicho una hermana mía (que sentía también mucho mi entrada) que ella sabía que con esto no trataría de ser monja. En este tiempo me confesaba con el padre Rector, que había seguido en el oficio al padre Calderón, porque visitando a mi madre le dijo: que sabía mi desconsuelo, que me llevara el día siguiente, y que él tendría cuidado de mí; y así lo hacía con mucha caridad; pero Dios, que tenía dispuesta otra cosa, por medio de Vuestra Paternidad hizo que entrara un día acaso, a su confesionario, a reconciliarme, y no se me olvidan las primeras palabras que me dijo, que fueron: "¡Ea, tenga ánimo, que aquí nos alentaremos a servir a Dios!". Hicieron tal impresión en mi corazón, que de allí adelante me dejé toda a su disposición y puse mi alma en sus manos para que la encaminara a Dios, no pudiendo ni queriendo apartarme de su parecer. La voz de que quería ser monja se fue extendiendo por las casas de los parientes y conocidos, y todos sentían mal de mis intentos, y me reprendían, y decían el pesar que daba a mis padres, que les costaría la vida. Poníanme delante la distracción que había en algunos conventos, la inquietud, los chismes, la variedad de los pareceres y naturales; la quietud de mi casa, la conveniencia para todo lo que fuera servicio de Dios y consuelo de mis padres, hermanos y criados; y que en entrando una vez, no tenía remedio. Yo tenía tanto horror a este convento, que no había menester que me dijeran nada; mas callaba y disimulaba mi corazón, buscando razones para desvanecer las suyas, y así me iba convenciendo a mí misma. Me acuerdo que era tanto el horror que tenía, que aun las campanas del convento, que se oían en mi aposento, me daban pena, tanta, que a veces no la podía tolerar, y me iba al cuarto de mi madre por no oírlas. Mi padre, en hablando en eso, empezaba a llorar (con ser hombre muy serio); y si estaba en la mesa, hacía quitar la comida. Parece que aquellos últimos tiempos que estuve en su casa, me cobró mayor amor, o me mostraba más el que tenía. Solía esperar mucho tiempo a la puerta de mi aposento hasta que yo acababa mi ocupación y abría. Entonces entraba, saludándome con palabras muy tiernas, y se estaba oyéndome leer algún libro espiritual. Algunas veces me decía: que si yo no estuviera en casa, no entrara él en ella, porque no tenía otro consuelo. Por pequeño mal que tuviera, me hallaba cerca de mis padres, hermanos y criados, a cuidarme y mirar por mí. El que más esfuerzo ponía en que no fuera monja, era un cuñado mío, que me quería mucho, y me proponía algunos casamientos con parientes suyos, ponderándome sus prendas. En fin, no hubo persona que (o por dar contento a mis padre o porque Dios lo debía de disponer) no me desaprobara y contradijera el ser monja. Religiosos y seglares, hombres y mujeres, propios y extraños; y todo no pesaba tanto como la contradicción que yo tenía en mí misma. De otra traza usó el enemigo, y fue el que algunas religiosas de aquí (a quien vine a ver un día, por tomar noticia del modo con que se pasaba o vivía) me dijo: que los padres de la Compañía le habían dicho que yo, por callejear, me había hecho beata, y que huyeran de mí, si entrara monja. Esto fue una grande turbación para mi alma por muchas causas, y quedé con más horror de ser monja, y así iba pasando en mi retiro, saliendo sólo a la Compañía; confesaba y recebía a Nuestro Señor Sacramentado por habérmelo mandado así el padre Rector. Tenía cinco horas de oración cada día. Proseguía en mis penitencias y hacía la limosna que podía; y podía hacerla, por haber abundancia de todo en casa de mi padre, y no negárseme nada. ¡No sé para qué digo estas cosas, Dios mío! Ni sé cómo proseguir adelante, porque ni mis padres querían, ni yo quería, ni había quien no me lo contradijera, ni se proponía ninguna razón de conveniencia en la entrada; y yo entré, no sé cómo. Sin duda, Dios mío, tu infinita bondad no me dejaría errar en una cosa en que tanto me iba, en que tanto me atropellaba a mí misma, y todo lo que podía tener o tener o querer en la vida. Con todo eso, me daba Nuestro Señor luz de que sería mayor servicio suyo entrar religiosa; que muchas santas a quien deseaba imitar, habían huido de la casa de sus padres y contra el gusto de ellos habían sido religiosas. Dábame un grande aprecio de los votos de la religión y de la dicha que tienen de vivir, donde a todas horas está el Santísimo Sacramento, y lo tienen de puertas adentro, su real y verdadera presencia, que tantos bienes puede y quiere hacer a las almas que se le llegan. También me inclinaba con grande fuerza a rezar el oficio divino, aunque no tenía más noticia que haber leído en la vida de María Magdalena, que era llevada por los ángeles siete veces al cielo, a imitación de las horas canónicas. Pero todas estas razones eran sólo para mayor guerra, porque unas y otras venían como olas sobre mi corazón, y lo quemaban y aturdían, y se avivó tanto en mí el amor de mis padres y hermanos, que hasta las piedras de la casa me tiraban y detenían como unos fuertes lazos y cadenas. En la oración pasaba con las penas que dije, porque luz o consolación en ella, no me acuerdo que la tuviera, ni hubiera jamás tenido. Solo tenía cierto en mi corazón que los días de vida que le faltaban a mi padre eran pocos, que breve moriría; mas no sé yo cómo entendía aquello, ni quién me lo decía con tanta certeza, que no podía dudarlo. Tomar estado de casada, no lo miraba posible, porque deseaba y había determinado darme toda a Nuestro Señor, sin que ninguna cosa que pareciera más perfecta dejara de hacer. Ni aun cuando más metida estaba en cosas de esta vida, por mi natural altivo y malo y soberbio, me parecía que por ninguna cosa del mundo sujetaría mi voluntad a otra criatura; y más cuando leía el premio y corona que se da a los que se consagran a Dios, sin tener otro esposo. Esto arrebataba mi corazón y mi afición. Cuando leía que las vírgenes seguían al Divino Cordero y Esposo Jesús, estaba firme en mi corazón que primero me dejaría martirizar, y pasaría por el fuego y cuchillo, que venir en otra cosa que ser toda suya. ¡Oh, Dios y amor limpísimo, estas misericordias tuyas acordáis a mi corazón y a mi alma para que se deshaga en agradecimiento y en confusión de mi ingratitud a este beneficio! ¿Quién más te rogó por mí que por otras? ¿No vías, Señor mío, quién yo era y había de ser? ¿Qué más premio de trabajos, afrentas y desprecios, que ser tuya, Señor mío, y haberme nombrado esposa tuya, aunque después no me hubieras de dar la gloria? También me hacía mucha fuerza el ser afuera inexcusable al salir a la calle para la misa, etc.