IV


Se iba a una tienda. Tenía tres o cuatro tertulias favoritas alrededor de sendos mostradores. Repartía el tiempo libre entre la botica de la Plaza, la librería Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de paños de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este último establecimiento era donde encontraba su espíritu más eficaz consuelo; un verdadero bálsamo en forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos. Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano del año cuarenta al cincuenta. Es de notar que en el pueblo de Bonifacio, como en otros muchos de los de su orden, se entendía por romanticismo leer muchas novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos de Zorrilla y del duque de Rivas, de Larrañaga y de D. Heriberto García de Quevedo (salvo error), y representar El Trovador y El Paje, Zoraida y otros dramas donde solía aparecer el moro entregado a un lirismo llorón, desenvuelto en endecasílabos del más lacrimoso efecto:

¿Es verdad, Almanzor, mis tiernos brazos
te vuelven a estrechar? ¡Pluguiera al cielo!, etc.

decía Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una melopea pegajosa y simpática, algo parecida a canto de nodriza. Y decían también, esto con más energía:

¡Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc.

Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía por romanticismo. Su complemento consistía en aplicar a las costumbres algo de lo que se leía, y, sobre todo, en tener pasiones fuertes, capaces de llevar a cabo los más extremados proyectos. Todas aquellas pasiones venían a parar en una sola, el amor; porque las otras, tales como la ambición desmedida, la aspiración a algo desconocido, la profunda misantropía, o eran cosa vaga y aburrida a la larga, o tenían escaso campo para su aplicación en el pueblo; de modo que el romanticismo práctico venía a resolverse en amor con acompañamiento de guitarra y de periódicos manuscritos que corrían de mano en mano, llenos de versos sentimentales. ¡Lástima grande que este lirismo sincero fuera las más veces acompañado de sátiras ruines en que unos poetas a otros se enmendaban el vocablo, dejando ver que la envidia es compatible con el idealismo más exagerado! En cuanto al amor romántico, si bien comenzaba en la forma más pura y conceptuosa, solía degenerar en afecto clásico; porque, a decir la verdad, la imaginación de aquellos soñadores era mucho menos fuerte y constante que la natural robustez de los temperamentos, ricos de sangre por lo común; y el ciego rapaz, que nunca fue romántico, hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento y del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, en suma, según confesión de todos los tertulios de la tienda de Cascos, la moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos años románticos; los adulterios menudeaban entonces; los Tenorios, un tanto averiados, que quedaban en la ciudad, en aquella época habían hecho su agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y de buena familia, se sabía de muchas que se habían escapado por un balcón, o por la puerta, con un amante; o sin escaparse se habían encontrado encinta sin que mediara ningún sacramento. La tertulia de Cascos y la tienda de los Porches habían sido, respectivamente, ocasión y teatro de muchas de aquellas aventuras, que se envolvían en un picante misterio y después venían a ser pasto de una murmuración misteriosa también y no menos picante. Aunque en nombre de la religión y de la moral se condenasen tales excesos, no cabe negar que en los mismos que murmuraban y censuraban (tal vez cómplices, por amor al arte, de tales extremos) se adivinaba una recóndita admiración, algo parecida a la que inspiraban los poetas en boga, o los buenos cómicos, o los cantantes italianos -buenos o malos- o los guitarristas excelentes. Aquel romanticismo representado en la sociedad (entonces todavía no se había inventado eso de hablar tanto de la realidad) era como un grado superior en la común creencia estética. En cambio, si los antiguos partidarios del clair de lune de la tienda de paños tenían que declarar la inferioridad moral -relativamente al sexto mandamiento no más- de aquellos tiempos, recababan para ellos el mérito de las buenas formas, del eufemismo en el lenguaje; y así, todo se decía con rodeos, con frases opacas; y al hablar de amores de ilegales consecuencias se decía: «Fulano obsequia a Fulana», v. gr. De todas suertes, la vida era mucho más divertida entonces, la juventud más fogosa, las mujeres más sensibles. Y al pensar en esto suspiraban los de la tienda de Cascos; de Cascos, que había muerto dejando a la viuda la herencia de los paños, de la clientela y de los tertulios ex románticos, ya todos demasiado entrados en años y en cuidados, y muchos en grasa, para pensar en sensiblerías trascendentales. Pero no importaba; se seguía suspirando, y muchos de aquellos silencios prolongados que solemnizaban la ya imponente oscuridad de la tienda con aspecto de cueva; muchos de aquellos silencios que tanto agradaban a Reyes, estaban consagrados a los recuerdos del año cuarenta y tantos. La viuda, señora respetable de cincuenta noviembres, tal vez había amado y se había dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D. Críspulo Crespo, relator, funcionario probo y activo e inteligente, de muy mal genio; sí, se habían amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en opinión de los amigos, seguían amándose; pero todos respetaban aquella pasión recóndita e inveterada; rara vez se aludía a ella, y se la tenía por único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto a tal documento póstumo del muerto romanticismo se mostraba tan sólo en dejar invariablemente un puesto privilegiado, dentro del mostrador, para D. Críspulo.

Bonifacio, que había sido uno de los más distinguidos epígonos2 de aquel romanticismo al pormenor, ya moribundo, se sentía bien quisto en la tertulia y se acogía a su seno, tibio como el de una madre.

Una tarde que Emma le arrojó de su alcoba por haber confundido los ingredientes de una cataplasma -¡caso raro!-, Bonifacio entró en la tienda de paños más predispuesto que nunca a la voluptuosidad de los recuerdos. Don Críspulo estaba en su asiento privilegiado. La viuda hacía calceta enfrente del relator. Ambos callaban. Los demás ex románticos, entre toses y largos intervalos de silencio que parecían parte del ceremonial de un rito misterioso, soñoliento, hablaban en la semioscuridad gris, fuera del mostrador, y repasaban sus comunes recuerdos. ¿Quién vivía en aquella plaza que tenían delante, el año cuarenta? El habilitado del clero, allí presente, hombre de prodigiosa memoria, recordaba uno por uno los inquilinos de todos aquellos edificios tristes y sucios, grandes caserones de dos pisos. «Las de Gumía habían muerto en la Habana, donde era el año cuarenta y seis magistrado el marido de la mayor; en el piso segundo de la casa grande de Gumía habitaba el secretario del Gobierno civil, que se llamaba Escandón, era gallego, muy buen poeta, y se había suicidado en Zamora años después, porque siendo tesorero se le había hecho responsable de un desfalco debido al contador. En el número cinco vivían los de Castrillo, cinco hermanos y cinco hermanas, que tenían tertulia y comedias caseras; la casa de Castrillo era uno de los focos del romanticismo del pueblo; allí se escribía el periódico anónimo y clandestino, que después se metía por debajo de las puertas. Perico Castrillo había sido un talentazo, sólo que entre las mujeres y la bebida le perdieron, y murió loco en el hospital de Valladolid. Antonio Castrillo había sido el mejor jugador de tresillo de la provincia, después se había ido a jugar a Madrid, y allí se agenció de modo, siempre jugando al tresillo, que se hizo un nombre en la política y fue subsecretario en tiempo de Istúriz. Pero este y los demás Castrillos habían muerto tísicos. En cuanto a ellas, se habían dispersado, mal casadas tres, monja una y perdida la otra por un seductor del provincial de Logroño, el capitán Suero».

Al llegar a la casa número nueve el habilitado del clero suspiró con gran aparato.

-Ahí... todos ustedes recuerdan quién vivía el año cuarenta...

-La Tiplona, dijeron unos.

-La Merlatti, exclamaron otros.

La Tiplona, la Merlatti había sido el microcosmos del romanticismo músico del pueblo. Era una tiple italiana que aquellos provincianos hubieran echado a reñir con la Grissi, con la Malibrán, sin necesidad de haber oído a estas. No concedían aquellos señores formales que en este mundo se hubiera oído cosa mejor que la Merlatti... ¡Y qué carnes! ¡Y qué trato! Era más alta que cualquiera de los presentes, blanca como la nieve, suave como la manteca y de una musculatura tan exuberante como bien contorneada; montaba a la inglesa, tiraba la pistola, y había abofeteado en medio del paseo a la Tiplona3, su rival la Volpucci, que también tenía sus aficionados. Esta era delgada, flexible como un mimbre y lucía más que la Tiplona en las fioriture; pero como voz y como carnes y buena presencia, no había comparación. La Tiplona había vencido, y había vuelto a la ciudad en varias temporadas, y por último se había casado con un coronel retirado, dueño de aquella casa de la plaza del teatro, el coronel Cerecedo; y allí había vivido años y años dando conciertos caseros y admirada y querida del pueblo filarmónico, agradecido y enamorado de los encantos, cada vez más ostentosos, de la ex tiple. Y ¡quién lo dijera!, también había muerto tísica, después de un mal parto. ¡La Tiplona! El que más y el que menos de aquellos señores la había amado en secreto o paladinamente, y el mismo Bonifacio, muy joven entonces, tenía que confesarse que su afición a la ópera seria había crecido escuchando a aquella real moza, que enseñaba aquella blanquísima pechuga, un pie pequeño, primorosamente calzado, y unos dientes de perlas.

El habilitado del clero siguió pasando revista a los inquilinos del año cuarenta; de aquella enumeración melancólica de muertos y ausentes salía un tufillo de ruina y de cementerio; oyéndole parecía que se mascaba el polvo de un derribo y que se revolvían los huesos de la fosa común, todo a un tiempo. Suicidios, tisis, quiebras, fugas, enterramientos en vida, pasaban como por una rueda de tormento por aquellos dientes podridos y separados, que tocaban a muerto con una indiferencia sacristanesca que daba espanto. El vejete terminó su historia al por menor con los ojos encendidos de orgullo. ¡Qué memoria la suya!, pensaba él. ¡Qué mundo este!, pensaban los demás.

A Bonifacio aquella narración le había hecho recordar el espectáculo tristísimo de las ruinas de la casa donde él había nacido; sí, él había visto desprenderse las paredes pintadas de amarillo y otras cubiertas de papel de ramos verdes; él había visto como en un plano vertical la chimenea despedazada, al amor de cuya lumbre su madre le había dormido con maravillosos cuentos; allá arriba, en un tercer piso... sin piso, quedaba de todo aquel calor del hogar el hueco de una hornilla en una medianería agrietada, sucia y polvorienta. ¡Al aire libre, siempre expuesta a las miradas indiferentes del público, estaba la alcoba en que había muerto su padre! Sí; él había visto en lo alto los restos miserables, la pared manchada por las expectoraciones del enfermo, las señales del hierro de la cama humilde en la grasa de aquella pared... ¿Qué quedaba de toda aquella vivienda, de aquella familia pobre, pero feliz por el cariño? Quedaba él, un aficionado a la flauta, en poder de su Emma, una furia, sí, una furia, no había para qué negárselo a sí mismo. La casa había desaparecido; aquellas ruinas de su hogar habían estado siendo el escándalo de la gacetilla urbana. «¿Pero cuándo se derriba la inmunda fachada de la esquina asquerosa de la calle del Mercado?». Esto había gritado la prensa local meses y meses, y al fin el Municipio había aplicado la piqueta de doña Urbana, como decía el periódico, a los últimos restos de tantos recuerdos sagrados. ¿Y él mismo, pensaba Bonifacio, qué era más que un esquinazo, una ruina asquerosa que estaba molestando a toda una familia linajuda con su insistencia en vivir, y ser, por una aberración lamentable, el marido de su mujer? Todas aquellas ideas tristes y humillantes las había despertado en su espíritu el diablo del habilitado con aquella ojeada retrospectiva al año cuarenta. ¡La historia! ¡Oh!, la historia en las óperas era una cosa muy divertida... Semíramis, Nabucodonosor, Las Cruzadas, Atila... magnífico todo... pero las de Gumía, las de Castrillo... tanta muerte, tanta vergüenza, tanta dispersión y podredumbre... esto encogía el ánimo. Por fortuna la conversación volvió a la Tiplona4, y con motivo de esto se recordó las óperas que se cantaban entonces y las que se cantaban ahora en comparación con aquellas. La verdad era que ahora no se cantaban óperas en el pueblo, pues casi hacía ocho años que no parecía por allí un mal cuarteto. Entonces el habilitado, que tanto había entristecido al concurso, se dignó dar una noticia de actualidad, contra su costumbre. Su costumbre era despreciar altamente todos los sucesos próximos, pasados o futuros, que no exigían, para ser referidos o inducidos, gran retentiva, como él llamaba a la memoria. Con aire displicente dijo el buen hombre:

-Pues ópera la van ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el alcalde que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi y la Gorgheggi.

-¡La Gorgheggi! -gritaron a una los presentes.

Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su silla, metido en la sombra, y la viuda de Cascos le miró y suspiró discretamente.

Ocho días después estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos los teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula la Gorgheggi. Cantaron La Extranjera la primera noche, y aunque el diario más filarmónico de la capital «no se atrevió a emitir juicio por una sola audición», el público, menos circunspecto (verdad es también que con menos responsabilidad ante la historia del arte), se entusiasmó desde luego y juró en masa que «desde la Tiplona acá no se había oído prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna. Bonifacio vio dos actos de La Extranjera la noche del estreno, y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque su esposo la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría en pocos minutos. Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final de La Extranjera, que estarían entonces cantando.

Y se acostó Bonifacio, discurriendo: «¡Sí, es muy hermosa, pero lo mejor que tiene es la frente; no sé lo que dice a mi corazón aquella curva suave, aquella onda dulce!... Y la voz es una voz... maternal; canta con la coquetería que podría emplear una madre para dormir a su hijo en sus brazos: parece que nos arrulla a todos, que nos adormece... es... aunque parezca un disparate, una voz honrada, una voz de ama de su casa que canta muy bien: aquella pastosidad, como dice el relator, debe de ser la que a mí me parece timbre de bondad; así debieran cantar las mujeres hacendosas mientras cosen la ropa o cuidan a un convaleciente... ¡qué sé yo!, aquella voz me recuerda la de mi madre... que no cantaba nunca. ¡Qué disparates! Sí, disparates para dichos, pero no para pensados... En fin, ¿qué tengo yo que ver con ella? Nada. Probablemente Emma no me dejará volver al teatro...». Y se durmió pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi.

Al día siguiente, a las doce de la mañana había ensayo, y allí estaba Bonifacio, más muerto que vivo, barruntando la escena que le preparaba, de fijo, su mujer, a la vuelta. Se había escapado de casa. Y tenía que confesarse que el placer de estar allí era mayor, por lo mismo que era un acto de rebeldía su presencia en tal sitio.

Los ensayos siempre habían sido el encanto de Reyes. No se explicaba él bien por qué los prefería a las funciones más solemnes y magníficas. A su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de las ramas de la selva que mecía la brisa...». Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo. Porque allí veía al artista tal como era, no como tenía que fingir que era. Por un instinto de buen gusto, de que él no podía darse cuenta, lo que aborrecía en las representaciones públicas era la mala escuela de declamación, la falsedad de actitudes, trajes, gestos, etc., etc., de los cómicos que iban por aquel pobre teatro de provincia. En el ensayo no veía un Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un Atila semejante a un cabrero, sino un caballero particular que cantaba bien y estaba preocupado de veras con sus cosas, verbigracia, la mala paga, el mal tiempo que le tomaba la voz, o el correo que le traía malas noticias. Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos. -¡Cómo hay valiente -pensaba él-, que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta pasable, pero ¡por cuanto hay no me atrevería a escaparme de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia, tapando huecos en una orquesta! Acaso a mi dignidad y a mi independencia les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me tiro al agua! El azar... lo imprevisto... el pan dudoso, ¡qué miedo! Y por lo mismo que él se creía incapaz de ser artista, en el sentido de echar a correr sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos hombres, que eran indudablemente de otra madera.

Ya la cualidad de extranjero, y aun la menos extraordinaria de forastero, era para Bonifacio muy recomendable; no ser de su pueblo, de aquel pueblo mezquino donde habían nacido él y su mujer, constituía una ventaja; ser de muy lejos era una maravilla... El mundo... el resto del mundo ¡debía de ser tan hermoso! Lo que él conocía era tan feo, tan poca cosa, que las bellezas que había soñado y de que hablaban los versos y los libros de aventuras, deberían de estar, de fijo, en todos esos lugares desconocidos... En Méjico había visto poco bueno; pero al fin Méjico había sido colonia española, y se le había pegado la pequeñez de por acá. El verdadero extranjero era otro. Y de este venían los artistas, los cantantes... Ser italiano, ser artista... ser músico, esto era miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando el extranjero, el artista, el músico... era hembra, entonces el respeto y admiración de Bonifacio llegaban a ser religión, idolatría... Por todo lo cual, y por lo antes apuntado, prefería con mucho ver a los cómicos tal como eran, a verlos pintados de reyes o de sacerdotisas respectivamente. En el ensayo, en el ensayo era donde se conocía al artista...

Entró en el palco proscenio, a que estaban abonados desde tiempo inmemorial sus amigos de la tienda de Cascos; era el más bajo de los claros, que así se llamaba entonces a los que después se denominó plateas, y tenía, por ser de proscenio y estar medio escondido por una pared maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante bolsa). No había nadie en el palco. Reyes abrió la puerta, procurando evitar el menor ruido. Para él era el teatro el templo del arte, y la música una religión. Se sentó con movimientos de gato silencioso y cachazudo; apoyó los codos en el antepecho y procuró distinguir los bultos que como sombras en la penumbra cruzaban por el oscuro escenario. No había entonces baterías de gas y no podía llevarse la luz por delgados tubos, como años adelante se vio allí mismo, a una altura discrecional; las humildes candilejas alumbraban lo poco que podían, desde el tablado, como estrellas... de aceite, caídas. A la derecha del actor (así pensaba Reyes), alrededor de una mesa alumbrada apenas por un quinqué de luz triste, había un grupo de sombras que poco a poco fue distinguiendo. Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y un hombre gordo y pequeño, de panza extraordinaria, vestido con suma corrección, muy blanco, muy distinguido en sus modales; era el signor5 Mochi, empresario y tenor primero... y último de la Compañía. Otros grupos taciturnos vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo de señoras estaba sentado en corro a la izquierda. Donde quiera que se juntaban aquellas damas pálidas y mal vestidas tendían, por la fuerza de la costumbre, a formar arcos de círculo, semicírculos y círculos según las circunstancias.

Reyes había leído la Odisea en castellano y recordaba la interesante visita de Ulises a los infiernos; aquella vida opaca, subterránea del Erebo, donde opinaba él que tanto debían de aburrirse las almas de los que fueron, se le representaba ahora al ver a los tristes cómicos, silenciosos y vagabundos, cruzar el escenario oscuro, como espectros. Ya sabía él que otras veces reinaba allí la alegría, que aquello iría animándose; pero había siempre en los ensayos cuartos de hora tristes. Cuando al artista no le anima esa especie de alcohol espiritual del entusiasmo estético, se le ve caer en un marasmo parecido al que abruma a los desventurados esclavos del hachís6 y del opio... Reyes había hecho a su modo un profundo estudio psicológico de los pobres tenores ex notables que venían a su pueblo averiados, como barcos viejos que buscan una orilla donde morir tranquilos, acostados sobre la arena; también sabía mucho de tiples de tercer orden que pretendían pasar por estrellas: aunque era muy joven todavía cuando había tenido ocasión de hacer observaciones, la reflexión serena le había ayudado no poco. Observaba compadeciendo, y compadecía admirando, de modo que el análisis llegaba verdaderamente al alma de las cosas. Lo que él no veía era el lado malo de los artistas. Todo lo poetizaba en ellos. Los contrastes fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores con la mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces ásperos con la necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos de poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos.

Aquel día procuró, como siempre, atraer hacia sí la atención de las partes (el tenor, la tiple, el barítono, el bajo y la contralto), y esto solía conseguirlo sonriendo discretamente cuando algún cantante le miraba por casualidad después de atacar con valentía una nota, o de hacer cualquier primor de garganta, o también después de decir un chiste.

Mochi, el tenor bajo y gordo, era como una ardilla y hablaba más que un sacamuelas, pero en italiano cerrado, y con suma elegancia en los modales. Hablaba con el maestro director que se reía siempre, y Reyes, que no entendía a Mochi, pero que creía adivinarle, sonreía también. Como no había nadie más que él en calidad de mero espectador del ensayo, el tenor no tardó en notar su presencia y sus sonrisas, y al poco rato ya le consagraba a él, a Reyes, todos sus concetti. Tanto se lo agradeció Bonifacio, que al tiempo de levantarse para salir del palco deliberó consigo mismo si debía saludar al tenor con una ligera inclinación de cabeza. Miró Mochi a Reyes... y Reyes, poniéndose muy colorado, sacudió su hermosa cabellera con movimientos de maniquí, y se fue a su casa... impregnado del ideal.