III


El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes en tales injurias. En el fondo del alma, y a pesar de los elegantes trajes de paño inglés que se le había hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo escribiente de D. Diego, a quien había pagado sus favores con la más negra ingratitud.

Todos los Valcárcel eran para él los señoritos. En vano, allá en los rápidos días, ya remotos, de aquella luna de miel que Emma había decretado que fuese tan breve, en vano la enamorada esposa le había exigido más dignidad y tesón en el trato con los primos y tíos; él, Bonifacio, no podía menos de estimarlos siempre muy superiores a él por la sangre, por los privilegios de raza en que confusamente creía. D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría. Siempre que D. Juan daba noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida sobrina, exigía que Bonifacio1 estuviese delante; era inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia. -De ningún modo -gritaba el tío-; quiero que lo presenciéis todo, para que el día de mañana no diga ese (Bonifacio) que os he arruinado por inepto o por otra cosa peor. El todo que había de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que ni siquiera miraba. Si era una escena molesta, irritante para Emma la de asistir a las cuentas del tío, sin atender, sin sacar en limpio más que «aquello iba muy mal», para el marido era el tormento más insoportable. En vez de pensar en los números, pensaba en lo que le querrían decir aquellos ojos del administrador pariente. Le querían decir, en su opinión, «¿quién eres tú para pedirme cuentas, para fiscalizar mi administración? ¿Por qué estás tú metido en la familia, plebeyo miserable?». Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía, con gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes habían sido de buena familia, casi lo tenía olvidado, y comprendía que los demás, los Valcárcel especialmente, no querrían recordar, ni casi casi creer, semejante cosa.

Tan fuerte llegó a ser el disgusto que le causaban aquellas inútiles entrevistas, que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir en algo su propia voluntad, y se cuadró, como él dijo, y no quiso presenciar más la insoportable escena. Con gran extrañeza y mayor placer se vio victorioso en este punto sin gran resistencia por parte del tío. En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar el deseo de su esposo. Y fue porque se le ocurrió que detrás de la emancipación del otro vendría la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se prescindiera también de la suya. Y el tío, sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina, dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho viviente. Cada cual firmaba lo que tenía que firmar, sin leer un renglón ni una cifra, y no se hablaba del asunto.

Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no llegaba tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba de confesar que había sido un ingrato para con D. Diego dejándose robar por su hija. De todo lo demás no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo, que se complacía en que él no tuviese hijos, ni su mujer las necesarias condiciones para ser como todas las hembras. En cuanto se quedaban solos en la habitación de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito, y acto continuo se oía la voz chillona, estridente, que gastaba las pocas fuerzas de la anémica en una catilinaria de cuya elocuencia y facundia no era posible dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía dar tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.

-Me sucede esto -decía ella-, y hablaba de sus irregularidades íntimas; ¿qué te parece que será? ¿Qué debo hacer? ¿Continuaré con tal medicamento o tendré que suspenderlo?

Bonifacio palidecía, la saliva se le convertía en cola de pegar... ¿Qué sabía él? Compadecía a su esposa (por supuesto, mucho menos que a sí mismo), pero no sabía ni podía saber lo que la convenía; es más, ni siquiera tenía una idea exacta de los males de que ella se quejaba; estaba seguro de que tenían cierta gravedad y de que eran origen de la propia desesperación, porque le cerraban la esperanza de ser padre, de tener hijos legítimos; pero de medicamentos y pronósticos ¿qué podía decir él? Nada; y se echaba a temblar pensando en los oscuros fenómenos patológicos de que ella le hablaba, y barruntando la tormenta que traía aparejada su ignorancia del caso.

-Mujer, yo no puedo decirte... yo no entiendo... llamaremos al médico...

-¡Eso es, al médico! ¡Para estas cosas al médico! Ya que tú no tienes pudor, déjame a mí tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al médico no se debe recurrir sino en el último apuro... Tú debieras saber, tú debieras afanarte por averiguar lo que me conviene; aunque no fuera por cariño, por pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza, por remordimientos, por...

Ya se ha indicado que la facundia de Emma, llegados estos momentos, no tenía límites.

Un día, en que a ella se le antojó que tenía una inflamación del hígado... en el bazo, fue en busca de su esposo y le encontró en su alcoba tocando la flauta. Su indignación no encontró palabras; allí no había elocuencia posible, a no ser la del silencio... y la de los hechos. «Ella muriendo de un ataque al hígado y él... ¡tocando la flauta!». Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a la citación de Emma D. Juan Nepomuceno, Sebastián y otros dos primos. La indignación cundió por todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta estaba allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en su sitio, pero hecho una laceria. Bonifacio, que a pesar de todo quería a su mujer más que todos los tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse del mal que padecía la víctima; a duras penas pudo conseguir que Emma, tendida en un sofá y ahogando los sollozos, señalase con una mano en el lado izquierdo la región del bazo.

-Pero, hija... se atrevió a decir, si eso... no es el hígado. El hígado está al otro lado.

-¡Miserable! -gritó la esposa-. ¿Todavía te atreves a hablar? ¿No dices que tú no eres médico? ¿Que tú no entiendes de eso? Y ahora por contradecirme...

D. Juan Nepomuceno, amante de toda verdad, como no fuera del orden aritmético, en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía, declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella ocasión ¡rara avis! (dijo) Bonifacio tenía de su parte la razón; que el hígado estaba al otro lado, en efecto.

-No importa -dijo Sebastián-; puede ser un dolor reflejo.

-¿Y qué es eso?

-No lo sé; pero me consta que los hay.

No era tal cosa; era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos después lo sintió Emma en la espalda. Resultó, en fin, que no era nada; pero siempre sería cierta una cosa: que Bonifacio estaba tocando la flauta en el instante en que su esposa se creía a las puertas del sepulcro.

No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes; pero el marido, en cuanto se levantaba, que no era tarde, tenía la obligación de correr a la alcoba de su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la criada tenía irremediable torpeza en las manos; y en esta parte Emma hacía a su Bonifacio la justicia de reconocerle buena maña y dedos de cera. Rompía mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara. Y también reconocía ella de buen grado, y pensando a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de ser tan hábil en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil. Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.

Emma seguía sintiéndose orgullosa del físico de su Bonis, como llamaba a Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba, siempre de agradable y noble catadura a pesar de los oficios humildes en que allí se empleaba, experimentaba la alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas antes la harían pedazos que dejase traslucir semejantes afectos, y cuanto más guapo, más esclavo quería al mísero escribiente de D. Diego, más humillado cuanto más airoso en su humillación. Reñir a Bonifacio llegó a ser su único consuelo; no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de pagárselos con chillerías y malos modos. ¿Qué duda cabía que su Bonis había nacido para sufrirla y para cuidarla?

Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma en cultivar los resabios de sus pretéritas coqueterías; todavía pretendía parecer bien a los parientes a quienes un día desdeñara; un poco de romanticismo puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo único que, en presencia de los Valcárcel, y sólo entonces, revelaba la existencia de un espíritu dentro de aquella flaca criatura pálida y arrugada: lo demás del tiempo, casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el instinto de ir a morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del suave cónyuge.

Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.

«Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía D. Diego cuando insultaba a la parte contraria o al inferior en papel sellado, yo mismo lo firmaría sin inconveniente». Las voces, los gritos, eran los que le llegaban al alma, no los conceptos, como él decía.

Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle.