Sotileza/VII
VII
Los «marinos» de entonces
Aunque el lector de ultrapuertos quisiera permanecer un ratito en el Paredón, después de terminado el Cabildo, para dar recreo a los ojos contemplando el panorama que se descubre desde allí, describiendo con la vista un arco desde el monte Cabarga hasta el llano de las Presas; deteniéndola en el cercano fondeadero del Pozo de los Mártires, verdadero bosque de arboladuras, o en el más próximo aún del Dueso, salpicado de lanchas y barquías del Cabildo, bien ajeno éste a creer que su axioma tradicional de por mucho que apañes no fundarás en el Dueso, había de ser desacreditado por el genio emprendedor de las siguientes generaciones, plantando en el Dueso mismo la estación del ferrocarril, emblema del espíritu revolucionario y transformador de las modernas sociedades; haciendo, por curiosidad, desde lo alto de la escalera, algunas preguntas (que no quedarán sin sabrosa respuesta) a los muchachos de lancha, que canturrian o vocean debajo del Paredón mientras achican o desatracan las que están a su cuidado; o dando un vistazo, desde el crucero del alto de la cuesta del Hospital, a las dos filas de casas altas, angostas, desvencijadas, adheridas unas y otras, para sostenerse mejor, cargadas de balcones, de redes y de trapajos, con rabas de pulpo y artes de pescar secándose en las paredes del fondo; y tripas de sardinas y piltrafas de bonito por los aires; y madres desgreñadas y sucias, espulgando a sus hijos, medio desnudos, a la puerta de la calle; que todo eso y mucho más que no digo, porque se adivina, y porque no cabe en la pulcritud del arte, era el barrio de los mareantes de Arriba, y en la misma forma continuó siendo durante muchos años; aunque en la contemplación de éste y del otro espectáculo quiera detenerse, repito, el susodicho lector de ultrapuertos, y aunque se pare un instante a la puerta de la taberna del tío Sevilla, atestada de marineros, que más se ocupan en tomar la mañana que en examinar las cuentas del Cabildo, aún nos queda tiempo sobrado para llegar, poco a poco, a la calle de San Francisco, por la cual discurrían los elegantes de entonces, con sus tuinas de mezclilla verdosa, prenda recién introducida en la indumentaria al uso, y penetrar, con la debida licencia, en casa del capitán de la Montañesa, don Pedro Colindres, más conocido entre la gente de mar por su mote de Bitadura, en el instante de llegar, con su señora y su hijo, de la misa de once de la Compañía.
Y quiero que sea éste el momento de nuestra presentación a él, para que le vean con todas sus empavesadas de señor los que hayan podido verle a bordo, o desembarcar al día siguiente, con su ropaje del oficio sin arrastraderas, macizo y basto.
No era este personaje de mucha talla; quizá no pasaba de la regular; pero, en cambio, era doble, sobre todo de espaldas, de brazos y de manos...
Perdone la impaciencia del lector; pero necesito tomar esta figura desde más atrás, ab ovo casi, para que resulte con todo el relieve que debe tener en el momento de aparecer en el cuadro. Procuraré ser breve; pero, aunque no lo consiga, no se apure, pues esta digresión, además del fin inmediato que lleva, ha de ahorrarnos otras por el estilo, despejándonos el terreno en que vamos a entrar, porque la especie abunda en ejemplares, y ab uno disce omnes.
De cepa marinera por todos sus cuatro costados, apenas salió de la escuela de don Valentín Pintado, ingresó a estudiar náutica en el Consulado con don Fernando Montalvo; pero ya desde entonces, aunque sólo contaba trece años, fumaba valientemente de lo pasiego, si no había tabaco más suave a sus alcances; nadaba de espaldas y se sostenía derecho en el agua sin mover los brazos; se hacía el muerto, y, en fin, echaba un cole desde el paredón del Muelle-Anaos; daba torno a cualquiera de su parigual remando en un bote, había capitaneado dos guerras, y en la bofetada limpia era una reputación en la plaza de las Escuelas, en la Maruca, en el prado de Viñas y en otros holgaderos por el estilo; le temían de lumbre muchísimos zapateros de portal; tenía buenas amistades en el Paredón de la calle Alta, y en la mesa de la Zanguina llegó a dar las tres bolas y el cangrejo a un cabo de la guarnición, que había sido pinche de billar en su tierra, y así y todo, le ganó la partida.
Pero todavía conservaba en el vestir, y en el andar y en el decir, el aire terrestre; todavía era vivaracho, desorejado de borceguíes, gastaba cachucha, tiraba a rubio, decía ¡coila! cuando se enfadaba, y comía mucho pan, pellizcando, sin sacarle, el zoquete que llevaba siempre en el bolsillo.
En cuanto fue náutico, se asimiló poco a poco los aires y el estilo de aquella raza especialísima de estudiantes que no parecían nacidos de madre, como toda la descendencia de Adán, sino construidos de roble en las gradas de un astillero. De ello tomó la rudeza del acento, el apóstrofe crudo, el mirar osado, la falta de respeto a todo profesor que no fuera el suyo, el andar oscilante, con los hombros levantados, el horror a los faldones, la chaqueta abrochada, la gorra con galón dorado y visera de charol, muy pegada a la frente... y hasta la tez empañada.
Cuando concluyó los cursos de náutica necesitó hacer, en calidad de agregado, dos viajes redondos a la isla de Cuba. Y los hizo en un barco que mandaba un amigo de su padre. En estos viajes tuvo la categoría de mozo de a bordo, es decir, la de marinero principiante. Después se examinó en El Ferrol y allí, aprobados sus ejercicios, obtuvo el título de tercero, con el cual se embarcó en Santander en una fragata para hacer los tres viajes que se le exigían en aquella segunda etapa de su carrera. Los hizo también, en poco más de un año, a ratos navegando como en una palangana y a ratos con la vida en un hilo.
Del último de estos viajes volvió, aunque crisálida todavía, apuntándole las alas de mariposa. Ya el espeso pelambre de su cara, afeitada de quijadas arriba, era algo más que sombra de patilla a la catalana; sus manos comenzaban a ponerse velludas, su voz a embronquecerse y sus espaldas a encorvarse; era muy atezado, y formaba con «los marinos» en sus parrandas y rumantelas.
Preparóse, repasando con Montalvo una temporadita; fuese a El Ferrol por segunda vez, aprobáronle en el rígido examen a que fue sometido, y se le extendió su título, en toda regla, de segundo, o sea de piloto de derrotas, que es lo que iba buscando Pedro Colindres, ya, para entonces, conocido entre la gente del oficio con el nombre de Bitadura, no sé por qué... Y aprovecho esta oportunísima ocasión para advertir a los lectores de tierra adentro, persuadidos, quizá, de que es un capricho mío la coincidencia de que casi todos los personajes que van apareciendo hasta ahora en este libro tengan un mote por nombre, que no hay tal capricho ni cosa que lo parezca. Tan frecuente es el mote entre las gentes de mar de este puerto, y tan avezadas están a oírse llamar por él, que en el gremio de pescadores ha habido quien desconocía su propio nombre de pila, y muchos que no le conocieron hasta que le necesitaron para inscribirse en el libro de matrículas de mar. Lo mismo entre estas gentes ignorantes y zafias que entre las más elevadas y cultas, de carrera, el mote aparece sin saberse por dónde ni cómo. Generalmente procede de un dicho o de un hecho, o de una circunstancia cualquiera, de la persona, que se halla encima de la noche a la mañana; pero quién se lo puso y cuándo, no es fácil de averiguar. Bitadura tardó bastante en colocarse, después de recibir el título de segundo, porque estas plazas no abundaban, con ser entonces tan numerosa la marina mercante de vela; pero, al fin, halló barco, y en él hizo su primer viaje de piloto.
A la vuelta de este viaje fue cuando apareció en Santander en perfecto carácter de «marino»; ya era... como todos. Porque, yo no sé cómo diablo sucedía eso; pero sucedía: que fueran rubios o delgados, o altos, o bajos, los náuticos del Instituto o los agregados en su primer viaje, poco a poco iban transformándose; y cuando volvían de segundos, todos eran iguales: todos tenían mucha espalda, mucha mano y muy velluda; todos eran morenos, con patilla corrida, muy espesa; abierto de brazos, ásperos de voz, lentos en el andar, duros de ceño, secos de frase, pero pintorescos de palabra y de gustos pueriles y espíritu regocijado. Por último, todos vestían el mismo traje: la gorra con galón de oro y botón de ancla sin corona, el chaquetón pardo, las botas de agua sobre pantalón pardo también, y la corbata negra a la marinera; y acaso esta rigurosa uniformidad de vestido y de modales contribuyera a darles la extraordinaria semejanza que se notaba entre ellos.
Bitadura fue uno de los más populares de su tiempo, y cuando, después de haber corrido borrascas en todos los mares de los dos mundos, dio en antojársele que no le llenaban, por entero, al llegar a Santander, los entretenimientos del café de la Marina, las parrandas nocturnas, las culebras en la romerías y otras hazañas de rigor en el gremio, algunas de ellas harto pueriles, se armó un día de valor, él, que no se amilanaba entre los abismos del mar embravecido; se atusó un poco la greña, se puso camisa limpia y unas botas de charol debajo de las perneras y se fue a pedir a un piloto jubilado, más por falta de salud que por sobra de años, la única hija que tenía, moza a la sazón, en la flor de su primavera, y, como decía el mismo Bitadura, al describírsela a un amigo, después de confesarle su proyecto, «bien corrida de eslora, recia y levantada de amuras, airosa de raseles y alta de guinda».
Estaba hecha a poco la pretendida, porque en aquel tiempo aún había clases, y apenas gastaban seda las chicas solteras de más de siete familias de Santander; era bien afamado el pretendiente, porque no se tomaban a pecado las calaveradas temporeras, digámoslo así, de aquellos mozos tan honrados en el fondo de sus almas y tan valientes y sufridos en la mar; le estimaba mucho el padre, y la hija le había visto, por tres veces, barrer a bofetadas la acera de enfrente para quedarse él solo echándola requiebros, mentalmente, desde allá; de modo que, aunque todavía no había pasado de piloto y era tan desmañado en finiquituras y voquibles, que sudó brea para dar a entender lo que quería en aquel trance (porque claro del todo no acertó a decirlo), concediéronle la chica, que se llamaba Andrea, y tenía dos ojos como dos soles; un pelo que relucía de negro, y tan abundante, que no le cabía en la cabeza; y una boca y un color...; en fin, una buena moza en toda la extensión de la palabra.
Casóse con ella andando los días; y antes de un mes de casado, se embarcó para hacer su último viaje de piloto. Porque a la vuelta, habiéndose desembarcado el capitán por una larga temporada, le dieron a él el mando del buque, que era un bergantín bien afamado. Y hete aquí ya a Periquito hecho fraile. Ya era capitán; ya tenía una paga de sesenta pesos al mes, y no tardaría en disfrutar de los beneficios que generalmente conceden los fletadores o dueños del barco al capitán que le manda con celo e inteligencia... Pero, en cambio, ¡qué peso tan molesto el de los deberes que le imponía su repentina transformación! ¡Cómo le costaba amoldarse al ritual de su nueva categoría! Por de pronto, fuera chaquetones y botas de agua, y todo cuanto ésta y las demás prendas del hábito de un piloto representaban en su vida pública; la independencia, la holgura, la vida alegre de mozo descuidado, el lenguaje convencional y pintoresco... y hágase usted hombre formal, y hable en serio con mercaderes y corredores, y, sobre todo, vístase usted de paño fino, con alas y arrastraderas... y meta el corpachón macizo debajo de una levita; los pies dentro de una botas de charol; las manazas, gruesas y velludas, en guantes de cabritilla, y... ¡horror de los horrores!, sobre la cabeza arreglada por la hoz del peluquero, encájese el oprobio de la castora..., y échese usted con ese aparejo a la calle, sin atreverse a andar ni a revolverse las costuras, y salude a la moda en los escritorios y consulados, y mientras habla o le despachan, siéntese, por lo fino, en una silla, y mátele la duda de si pondrá la canoa en el suelo o la tendrá entre las manos, ¡o la arrojará por el balcón, que es lo que él preferiría!
La primera vez que se vio ataviado así delante de un espejo, soltó la carcajada.
-Con esto y un bastón -exclamó-, un matasanos de aldea.
-¿Por qué no le compras? -le dijo su mujer.
Bitadura la miró con el asombro pintado en la cara.
Decir a un capitán de aquellos que saliera con bastón equivalía a aconsejar a un coracero que llevara en la mano un abanico.
Pero, en fin, se fue acostumbrando a la librea, aunque no la usaba más que en actos oficiales, digámoslo así, o en momentos muy solemnes; fuera de esos casos, un traje holgado, de medio aparejo, entre piloto y capitán; cómodo, sin dejar de ser serio.
Cuando ya tenía un hijo de tres años, le dieron el mando de la Montañesa, uno de los mejores barcos de la matrícula de Santander. Como no era lerdo, se acostumbró primero al trato de gentes que al uso de las prendas finas; llegó a ser un capitán de los más atractivos para los pasajeros, y el armador de la Montañesa no tuvo motivos para arrepentirse de haberla puesto bajo su mando. Como, además, era un marino consumado y un administrador celosísimo, abriósele ancha mano, comenzando por concedérsele los abarrotes, con lo cual, llevando por su cuenta pacotillas de frutos peninsulares y trayéndolas de ultramarinos, se granjeó muy buenas ganancias en pocos viajes, y señalósele más tarde un buen interés en los cargamentos que se le encomendaban. A pesar de ello y de tener muy rebasados los cuarenta cuando el lector le ha conocido, continuaba siendo, fuera de servicio, el Bitadura de siempre, el muchacho grande, dado con pasión a las cosas chicas de su tierra, a los placeres sencillos, a la frase pintoresca y al vestido cómodo.
Andrea, que no tuvo más hijos que el que conocemos, se había ido ajamonando poco a poco, y era, en la ocasión en que aparece aquí, una mujer de gran estampa: blanca y apretada de carnes, rica en formas, y de rostro alegre y bello.
Había ido a misa de once aquel día del bracete de su marido, con vestido de gro negro, chal de Manila, mantilla de blonda, abanico de nácar y mitones de seda calados. Él, con levita y pantalón de paño negro finísimo, con trabillas de botín, chaleco de raso, sobre el cual serpenteaban dos enormes ramales de la cadena de oro de su reloj; chalina de seda, de cuadros oscuros, con dos alfileres de brillantes, unidos por una cadenilla de oro; sombrero de copa, muy reluciente; botas de charol y guantes de seda de color de ceniza. Sudaba el hombre de calor y de molestia, debajo de aquellas galas que le oprimían por el cuello, por la cintura, y por las manos, y por los pies; y relucía su atezado rostro, encuadrado entre las patillas, algo grises ya, y las alas del sombrero, mientras el almidonado cuello de la camisa se reblandecía y arrugaba con el sudor del pescuezo.
Todo aquello lo esperaba él, y bien sabe Dios lo que le desazonaba; pero la salida era de necesidad, porque su mujer había estado soñando con ella meses enteros: no conocía satisfacción más grande, y él quería demasiado a su mujer para no complacerla, sin regatear, en cosa tan hacedera. Por otra parte, ¿a qué negarlo?, si Andrea se creía más alta que una corregidora por ir del brazo de un marido como el suyo, Bitadura pensaba que, en opinión de cuantos pasaban a su lado, no había princesa que valiera en estampa lo que su mujer.
Y así marchaban los dos, calle de San Francisco arriba y plaza Vieja adelante, recibiendo a cada paso bienvenidas y apretones de manos él, y felicitaciones y saludos ella, mientras Andrés, que caminaba a la derecha de su madre, con su vestido de los domingos, compuesto de chaqueta entallada, con cuello de moaré, pantalón de mezclilla de lana, chaleco jaspeado, corbata de mariposa, borceguíes nuevos y gorra de felpilla imitando piel de tigre, saludaba muy ufano a los amigos de su mismo pelaje, o se hacía el desconocido cuando le guiñaba el ojo algún granuja, su camarada de hazanas del Muelle-Anaos. Al salir de misa, nuevos y más numerosos saludos, nuevas detenciones y bienvenidas; y vuelta a casa con el posible apresuramiento, porque no faltarían visitas que recibir en ella, amén de que había convidados a la mesa, se comía a la una en punto, y Andrea no se fiaba de la guisandera que había tomado para aquel lance, superior a los recursos culinarios de su criada.
El lector y yo llegamos en el momento en que el capitán largaba los guantes y la cacimba sobre una cómoda, y su mujer, después de plegar la mantilla y el pañolón de seda, los guardaba en un tirador del propio mueble. De buena gana hubiera cambiado Andrea su vestido de gro por otro más modesto, de raso de lana, y el capitán sus arreos de «señor del Ayuntamiento» por el atalaje de a bordo; pero como ya se ha dicho, aguardaban visitas, por ser el rigor en aquellas circunstancias, y las visitas de entonces no las recibía un recién llegado como Bitadura sin echarse encima el fondo del baúl, máxime siendo día de fiestas y teniendo una mujer tan escrupulosa en estos particulares, y tan guapota y apuesta como la que él tenía.
Mientras ésta se daba una vuelta por la cocina, se oyeron golpes a la puerta de la escalera y Bitadura salió corriendo a la sala..., sala de capitán de entonces, con los retratos de todos los barcos en que había navegado, desde piloto inclusive; un espejo con marco de papel dorado y dos o tres cuadritos de bordados de felpilla, obras de la capitana cuando iba al colegio, colgado en las blancas paredes; sobre las rinconeras y la consola de caoba, caracoles de la China, ramilletes de coral, monigotes de especias, una bandeja grande, puesta de canto, detrás de una caja de música, y entre dos fruteros de cera, con sendos fanales, y debajo de otro ovalado, un barco que se bamboleaba sobre una mar contrahecha, en cuanto se tocaba un resorte que tenía la peana; sillería de cerezo, una alfombra delante del canapé; cortinillas de muselina rameada en las vidrieras del balcón, en las de la alcoba, carrejo y gabinete; el suelo de tabla de pino, muy fregado..., y paren ustedes de contar. Las sillerías, de caoba, con embutidos de limoncillo y asientos de tejidos de cerda; el reloj de sobremesa, los candelabros de plata, dorada; el retrato de cuerpo entero, obra del pincel de Salvá o de Bardeló; el papel aterciopelado en las paredes, las cortinillas de tafetán encarnado en las vidrieras de las alcobas, y la alfombrita delante de cada puerta y de cada mueble importante de la sala, quedaban para un puñadito de familias, cuyas mujeres torcían el gesto cuando se rozaban con el vulgo de los mortales, y cuyos muchachos gastaban las únicas levitas forradas de seda que se vieron entre sus coetáneos, no bebían agua en las fuentes públicas aunque se murieran de sed, jugando finamente al marro con sus congéneres, y antes se hubieran dejado desollar que descalzarse en la Maruca para navegar un poco en sus flotantes perchas.
Y perdone otra vez el lector al ver que me marcho por los trigos nuevamente: puede más que mi propósito de no extraviarme en el relato, la fuerza de los recuerdos que vienen enredados a cada detalle que apunto de aquellas gentes y de aquellos tiempos que se grabaron en las tablas vírgenes de la memoria.
Vuelvo, pues, al asunto, y digo que la primera visita al recién llegado capitán fue la del matrimonio del cuarto piso, con la mayor de sus hijas, apreciable familia de tenderos por juro de heredad, pero harto insípida para unos gustos tan especiales como los de Bitadura. Algo más le entretuvo después el jubilado capitán Arguinde, con sus alegrías de carácter y su desatinada sintaxis de vizcaíno impenitente; no tanto doña Sinforiana Cantón, viuda desde muy joven, y ya pasaba de los cuarenta y cinco, de un piloto que murió de calenturas en la costa de África; mucho menos la señora y las hijas de un comandante retirado, amigas de su mujer, y menos todavía otras personas que acudieron a verle por razón de parentesco remoto, o de gratitud o de interés. Porque con los amigos y camaradas, con la gente del aligote, como él llamaba a los del oficio, ya se había visto despacio y en lugar conveniente para hablar sin trabas y reír sin medida.
De esta gente eran los tres convidados que aguardaban, además de su piloto Sama, y fueron llegando uno tras otro. Uno solo de ellos era capitán. De los dos pilotos, sin contar a Sama, uno se llamaba Madruga, prototipo de la especie; el otro era Ligo, el mozo que vimos en San Martín con Andrés. Éste era el más joven de todos, y quería ser el más elegante y culto; desde luego era el más aparatoso y el más desatinado. Madruga y él formaban un delicioso contraste. Madruga era impasible de fisonomía, hablaba bajo, poco y como de mala gana; pero lo que hablaba salía forrado en cobre de sus labios, cuya expresión de burla estaba tan cerca de la del enojo, que se confundían muy a menudo: de aquí el interés singularísimo de su pintoresca palabra. Ligo, al contrario, era locuaz, con grandes presunciones de hombre de mundo, o de ser capaz de serlo. Hablaba de todo en el estilo y con la brusquedad de lo que era, con términos finos, que él fabricaba a su gusto cuando la necesidad se lo exigía. De este modo, resultaban unos potajes, unas finezas tan burdas, unas groserías tan finas, que era todo lo que había que oír.
Había todavía señoras en casa de Bitadura cuando él llegó, y llegó el último. Madruga se había portado tal cual, quitándose la gorra y haciendo un poco de reverencia antes de sentarse. Sama tampoco se había metido en muchos dibujos, porque no los conocía, y se había achantado, muy calladito, en un rincón, donde se entretenía en dar vueltas a la gorra entre sus manos, mientras silbaba, casi mentalmente, una sopimpa de allá.
El capitán Nudos, algo más joven que Bitadura y tan bien vestido como él y cortado por el mismo patrón que él, no le aventajaba un ápice en perfiles de cortesía y ceremoniales de sociedad: verdaderamente estaba casi rapado a navaja en esos particulares; pero, al cabo, había tenido tratos de gentes por razón de su empleo, y tenía oído que, en una casa, la señora debe ser siempre la persona más atendida de propios y extraños; por lo cual, viendo desocupado un hueco en el canapé donde se sentaba entre otras amigas la capitana, allá se coló, y allí dio fondo junto a ella, sin más trabajo que el de removerse algo para agrandar la plaza en que no encajaban bien sus anchas posaderas. Y allí estaba, algo oprimido y molestando un poco a sus colaterales; pero, al cabo, como un señor y sin meterse con nadie.
Cuando entró Ligo, con gran estruendo de tacones y resoplidos y mucho zarandeo de arboladura, el amo de casa entretenía como Dios y su impaciencia le daban a entender aquellos fastidiosos; Andrea hablaba con las señoras; Sama, cansado de voltear la gorra, se había puesto de codos sobre los muslos, y se divertía en meter escupitinas, a plomo, por la juntura de dos tablas del suelo; Madruga, con el pie izquierdo descansando sobre la rodilla derecha, muy tirado el cuerpo hacia atrás, con una mano entre las solapas del chaquetón y en la otra la gorra, escuchaba, con una atención tan afectadamente grave que resultaba cómica, lo poco que en serio se le ocurría a Bitadura; y el capitán Nudos, a juzgar por la cara que ponía, le estaba pidiendo a Dios que le inspirara un modo de salir cuanto antes de aquellas estrecheces.
Al entrar Ligo y observar el cuadro, se ratificó en su creencia de que aquellos hombres no valían para el trance en que estaban metidos, y sospechó que las señoras se aburrían. Él lo iba a arreglar todo dando una lección de cortesía y travesura elegante a sus camaradas, y un poco de amenidad a la visita, para recreo de las señoras. ¡Y allá va! Apóstrofe a éste, palmoteo sobre la espalda del otro, indirectas a Bitadura, chicoleos a la capitana, fineza por aquí, galantería por allá, cómo se las arreglaría el bueno de Ligo, y de qué calidad serían sus discreciones y amenidades, que antes de que pensara en sentarse en la silla que arrastraba de un lado para otro, mientras hablaba y se revolvía dentro del corro, ya no quedaba en la sala una señora, y salía detrás de la última la capitana con las mejillas muy coloradas y mordiéndose los labios de risa.
En cuanto se vieron solos los cinco marinos, Bitadura cayó sobre su compañero, el del sofá, que comenzaba a desarrugar la faz y desentumecerse, diciéndole mientras le abrumaba a resobones:
-¡Osio, Macario!... ¡Desínflate ya, hijo, que tienes la cara como una ufía!
A lo que añadió Ligo:
-¡Si él no se metiera en manipulencias que no entiende!...
-Para manipulencias y pitiflanes, tú -dijo Madruga muy serio.
-Ya se ve que sí -repuso Ligo-. Aquí hay aparejo para navegar en todas aguas, lo mismo de aligote que de pitiminí. Y si no, ¡mira como se desguarnían de risa las señoras, que estaban, cuando yo entré, como en el cuarto de oración!... ¡Na, hombre, que sois toninas de la mar, y no más que eso!...
Y por aquí siguió la porfía; y al ruido del tiroteo y de las carcajadas, perdió Sama el respetillo que le infundía la presencia de Bitadura, que, al cabo, era su capitán; largó una sopimpa de cornetín, remedándole con los puños y con la voz, y cata a los cuatro restantes bailándola como los mismos negros de Cuba. Y no jugaron después a paso o al soleto, porque llegó la capitana, avisó que estaba la sopa en la mesa, y se fueron todos al comedor.
Cinco meses había estado fuera de su patria Bitadura, y cerca de dos de ellos acababa de pasarlos en la mar, sin comunicación alguna con el mundo. Lo primero que se le ocurriría hoy a un hombre en esas mismas condiciones, al volver a su casa y sentarse a la mesa entre amigos, sería preguntarles:
-¿Quién manda en España? ¿Qué hay de política? ¿Cuándo se hizo el último pronunciamiento? ¿Qué revolución se prepara? ¿Qué gobernador tenemos?...
A Bitadura, y a todos los Bitaduras de entonces, les tenían estas cosas sin cuidado. Lo que preguntó con grandísimo interés, tan pronto como se sentaron todos a la mesa y mientras servía a Madruga un plato de fideos encogollado, porque acababa de oírle decir que todavía estivaba tal cual en la bodega, fue del tenor siguiente:
-¿Y qué hace Nerín?... ¿Y Caparrota?... ¿Cómo está la Sietemuelas? ¿Y Tumbanavíos?
Éstos y otros tales fueron los temas de conversación, interrumpida a menudo para decir, por ejemplo, Madruga a Sama, que estaba enfrente de él: «atraca esos abarrotes», señalando unas aceitunas que deseaba; o Ligo a Andresillo: «pica esa bomba, motil», para que le escanciara el vino de una botella en la copa que le presentaba; y así por el estilo.
Hacia los postres se habló un poco, casi en serio, de los propósitos del capitán con respecto a la carrera de su hijo. Ya iba siendo éste muy grandullón, y deseaba su padre que se matriculara en náutica en pasando un año, para que hiciera a su lado todas las prácticas, antes que él se cansara de navegar, o le recogiera el mismo Dios la patente, dándole sepultura en el «campón de las merluzas»; con lo que a la pobre madre, cuya cruz más pesada era pensar incesantemente en ese mismo riesgo mientras su marido andaba navegando, se le oprimió el corazón. No podía resignarse, sin protesta, a que su hijo siguiera la carrera azarosa de su padre.
Viendo Bitadura que por aquel lado se enturbiaba el horizonte, torció el rumbo de la conversación; y con esto y con haberse acabado los postres y con aparecer en la mesa la ginebra y el marrasquino y los avíos de hacer café, como se hacía allí, a taza de polvo por barba, colado con agua hirviendo por manga de franela; y con retirarse Andrea y su hijo con sus correspondientes raciones en una bandeja, «para no estorbar a nadie», quedáronse los marinos mejor que querían.
Una hora después, Madruga bailaba el Cucuyé con Ligo; y, un poco más tarde, a instancias del anfitrión, su piloto, provisto de un cuchillo y una servilleta retorcida, cantaba y representaba el Sama-la-culé... (precisamente por representar esto tan a la perfección, se le había puesto el mote que llevaba), haciéndole el coro y ayudándole en la escena todos los demás...
Y en éstas y en otras tales, hasta la hora de irse a correr un largo a la Alameda de Becedo.
¡Y aquellos niños grandes eran los hombres que sabían conducir un barco a todos los puertos del mundo, y, con una plegaria ferviente y una promesa a la Virgen, afrontar cien veces la muerte, con faz serena y corazón impávido en medio del furor de las tempestades!
¿Ha cantado jamás la poesía cosa más grande y más épica que aquellas pequeñeces?