V
Sotileza (1888) de José María de Pereda
VI - Un Cabildo
VII

VI

Un Cabildo


Lo que entonces se llamaba Paredón de la calle Alta, existe todavía con el mismo nombre, entre la primera casa de la acera del sur de esta calle y la última de la misma acera de Rúa-Mayor. Solamente faltan el pretil que amparaba la plazoleta por el lado del precipicio y la ancha escalera de piedra que descendía por la izquierda hasta bajamar, atracadero de las embarcaciones de aquellos mareantes, hoy parte de un populoso barrio, con la estación del ferrocarril en el centro. Allí, en el Paredón, celebraba sus cabildos el de Arriba, al aire libre, si el tiempo lo permitía, y, si no, en la taberna del tío Sevilla, que era, como su holgadero, su lonja, su banco, su fonda, su tribuna y, más tarde o más temprano, el pozo de sus economías.

Ya se sabe, porque lo dijo tío Mechelín en su casa, que al día siguiente habría Cabildo, «motivao a socorros y otros particulares». Y le hubo, en efecto, concurridísimo. No faltaba un mareante con voz y voto, al sonar en el reloj del Hospital las nueve y media de la mañana. El Sobano, alcalde de mar, o, si se prefiere, presidente del Cabildo, dio el ejemplo, acudiendo de los primeros. Era hombre de pocas palabras y mucha sentencia; y como había sido dos veces regidor del Ayuntamiento de la ciudad, en representación de ambos gremios de mareantes, aunque iba a la mar como cualquiera de ellos, y no los aventajaba mucho en rentas ni en calzones, había adquirido ese desparpajo o aire de suficiencia que da, entre ignorantes y pelones como él, el roce frecuente con personas de viso y de pesetas; y más si estas personas están constituidas en autoridad; y mucho más todavía si, como le ocurría al Sobano, había sido tan autoridad como cada una de ellas y participado de sus honores y magnificencias. Cierto que cuando los gremios le diputaron para tan alta magistratura, ya habrían visto en él prendas de entendimiento y de juicio y modales que no abundaban entre la gente de mar. Pero ¿y lo que había observado y aprendido aquel hombre mientras ejerció dos veces, a dos años cada una, el cargo de regidor? ¿Quién de los mareantes santanderinos dejó de verle en la procesión del Corpus o en las de Semana Santa, o en los bancos curules de la catedral, con su traje negro, de rigurosa etiqueta, y con su medalla de concejal sobre el pecho, y sus guantes blancos..., de algodón, porque no hubo modo de calzarle los de cabritilla en sus manazas encallecidas por el remo?

Pues, ¿y cuando, durante la semana de su turno, presidía el teatro, desde aquel palco con colgaduras de terciopelo y oro, arrellanado en su sillón de seda, con sus policías de respeto detrás de la cortina del antepalco, y era dueño de enviar a la cárcel al primer caballerete que hiciera méritos para ello, y de complacer o no a aquella muchedumbre de gentes principales, volviendo o no volviendo cara abajo, sobre la barandilla del palco, el cartel de la función, para que se repitiera o no se repitiera alguna parte de ella muy aplaudida por el público? ¿Qué mareante de Arriba no vio esto desde la cazuela alguna vez, o no lo supo, siquiera, por relatos de los dichosos que lo habían visto?

Pero quizá diga algún boquirrubio de los de hogaño, imberbe aspirante a gobernador, si no a ministro, que ninguna de esas prerrogativas es cosa del otro jueves. Cierto; y bien sé yo que, por ver, se han visto, como dice Mesio, hasta sastres con reloj; pero véngase acá ese boquirrubio; acérquese al Cabildo, que yo le resucito ahora en el Paredón de la calle Alta; fíjese en aquel hombre atezado, áspero de barba, rudo de greña, cargado de espaldas, torpe de movimientos, abultado y velloso de manos, y no muy aventajado de calzones; que le diga yo, apuntando al hombre aquél: «Ése es el que ha hecho todas esas cosas que a ti no te parecen del otro jueves», y a ver si no hay motivo sobrado para que se asombre y para que las personas del mismo pelaje del héroe, que le rodean, se juzguen diez codos por debajo de él. Que es adonde íbamos a parar con el propósito, aunque el camino haya sido algo más largo de lo conveniente a la impaciencia de los lectores boquirrubios.

Se reunía el Cabildo de Arriba:

Porque de un momento a otro iba a sacarse una leva, y sacándose una leva, había que socorrer con ciento cincuenta reales a cada matriculado de los comprendidos en ella, por orden riguroso de matrícula.

Porque el reparto de cuarenta reales por mareante cabeza de familia, y de diez por cada viuda, que debió haberse hecho en la semana anterior, a causa de no haber podido salir las lanchas a la mar en cerca de quince días de temporales, no se hizo en ocasión oportuna, ni por completo.

Porque, de dos meses a aquella parte, había muchos descubrimientos en el tesoro del Cabildo, a consecuencia de no haber ingresado en él todas las soldadas que semanalmente habían de ingresar, a razón de una por cada lancha de pesca o de pasaje, pinaza, barquía, etcétera...

Porque el boticario del gremio había advertido que no admitiría nuevo asalareao, cuando terminara el vigente, si no se le daban cuarenta duros más al año, o se asalariaba el Cabildo con otro médico que recetara menos.

Porque se acercaba el día de San Pedro, y urgía saber si, por la primera vez, desde tiempo inmemorial, dejaba el Cabildo de pagar el gasto de las fiestas, así religiosas como profanas: misa de tres, con música y sermón, y, entre otras menudencias de rúbrica, novillo de cuerda y el tamborilero de la ciudad durante dos días y tres noches.

Porque había cinco enfermos socorridos por el Cabildo, que ni sanaban ni se morían.

Y, por último, y sobre todo, porque el tesorero se declaraba incapaz de acudir a tantas necesidades, si los que más gritaban por no cobrar a punto los socorros no pagaban lo que debían al tesoro, o no se le autorizaba para meter mano a las reservas existentes para los grandes apuros y necesidades del gremio.

Tales eran los principales puntos que iban a tratarse aquel día en Cabildo. La Junta, digámoslo así, compuesta de dos alcaldes de mar (primero y segundo), tesorero y recaudador, ocupaba el sitio más visible, esparrancada en lo alto de la plazoleta, cerca del pretil, en cuyo lomo cabalgaban raqueros, o apoyaban ligeramente sus posaderas los congregados más viejos o más perezosos. Los demás se extendían en grupos por la explanada; grupos que se hacían o se deshacían, según que no hablara o que hablara la presidencia, o fuera menos interesante o más interesante lo que expusiera un orador de la masa.

Entretanto, se oía un rumor incesante de conversaciones a media voz, y sobre este rumor, el zumbido de Mocejón, que parecía un tábano por lo tenaz y molesto. Todo cuanto allí se decía o se acordaba, provocaba sus gruñidos; y con su pipa rabona entre los dientes, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y torcida, el gesto de ira y de tedio, y puerco y sin afeitar, iba, torpe y perezoso, de acá para allá, respondiendo a todo sin hablar con nadie y renegando hasta del sol que caldeaba la escena.

Aunque no con la brusquedad salvaje de este hombre, abundaban allí los recelosos y descontentadizos; y era muy curioso observar cómo aprovechaban precisamente la ocasión en que debían ser explícitos y dar la cara, para volverse de espaldas o, cuando menos, de costado, y murmurar una excusa maliciosa o una barbaridad cualquiera, hacia un colateral que no había desplegado sus labios.

Decía el Sobano, por ejemplo, que blanco.

-¡Yo digo que negro! -respondía, empeñándose, un vejete.

-¿Por qué? -replicaba el alcalde de mar.

-¡Porque sí! -decía el otro, virando de costado; y luego, haciendo un poco de barquín-barcón con la encorvada espalda, añadía, encarándose con los de atrás-. ¡A mí con ésas!... ¡Si cuando tú vas, ya estoy yo de vuelta, probetuco... rasolís!

Otra vez era un mozo de piel lustrosa, pelo encrespado, corto de labio y largo de dientes, que se había atrevido a apuntar un reparo, con voz airada, desde lo más trasero del concurso.

-¿Y qué hay con eso? -le preguntaba desde la paredilla alguien de la junta.

-Pos... ¡lo dicho! -respondía el mozo volviendo la cara a su derecha.

-¿Y qué es lo dicho? -le replicaban.

-Pa saberlo está usté ahí -respondía el del labio corto y los dientes largos, acabando de dar la media vuelta hacia atrás-; pa eso, pa saber lo que yo digo y hacer lo que nusotros quieramos, que pa eso semos Cabildo.

Palabras que recogía con gusto un cincuentón desaliñado, diciendo, con la cara vuelta al costado de babor:

-Pa largar sereñas semos Cabildo nusotros; que pa comerse la ujana, como si no juéramos naide.

-Ande va eso -exclamaba, un poco más allá, un mareante caído del hombro derecho y guiñando un ojo al preopinante-; ande va eso, bien lo sé yo... Angunos güen pellejo van echando de un tiempo acá... Mejor que el mío, ¡zonchos!

Por donde se murmuraba tan recio solía andar Mocejón.

-La barredera... ¡la barredera, hijos! -añadía por su parte, con la cabezona gacha y el ojo de cerdo-. ¡La barredera!... Aquí no se gasta menos..., a pie ensuto y cuerpo regalón; y tú, probe mareante, arrevienta allá juera jalando del remo, ¡y vengan julliscas...! Siempre largando lastre y nunca mus sale la cuenta...

¡Cómo ha de salir, ñules, si angunos hombres no tienen calo!

No era opinión muy corriente ésta del malévolo Mocejón en el concurso, ni, en honor de la verdad, existían razones para que lo fuera; pero, en cambio, abundaba, entre los que nunca habían podido lograr la tesorería, la de que el tesorero no sabía serlo; que todos los achaques del tesoro consistían en la falta de un hombre que supiera administrarle como era debido, y que el Sobano, con todo su saber, no alcanzaba a enderezar lo que torcían otros en punto a intereses del gremio.

Éstas eran las notas de color sombrío que salpicaban aquel cuadro tan alegre y pintoresco, y la base del rumor incesante que se observaba entre sus personajes. Porque el verdadero peso de la discusión le llevaban, en nombre de la junta, el Sobano; y entre el concurso, hombres de buena voluntad, como tío Mechelín y otros compañeros, que, aunque también trataban los puntos de medio lado, al fin los trataban racionalmente. Por lo común, el alcalde de mar era quien encauzaba y dirigía los discursos; cortando extravíos ociosos y razones impertinentes, llevaba los remates adonde debían y cuando debían llevarse, y formularse los acuerdos a los cuales no se oponían, al cabo, ni los más díscolos. Sin esta especie de dictadura, jamás hubiera sido posible en aquel Cabildo, ni en el de Abajo, ni en ningún concurso por el estilo, resolver cosa alguna.

Y se resolvió entonces, al cabo de hora y media de sesión al aire libre, bastante respetada de curiosos y transeúntes, y, lo que es más raro, de las hijas y mujeres de los congregados allí, hembras capaces de todo menos de desacatar los preceptos tradicionales que eran leyes para el gremio; se resolvió, digo:

Primero. Que pagaran, a contar desde aquel día, soldada y media por semana las embarcaciones deudoras, en este concepto, al tesoro del Cabildo, hasta la extinción de las respectivas deudas.

Segundo. Que se advirtiera al boticario del gremio que no se le darían los cuarenta duros de aumento que pedía para el nuevo asalareo, ni se despediría al facultativo, ni se pondría coto a sus recetas.

Tercero. Que cuando llegara el caso de marchar al servicio de la Armada los matriculados comprendidos en la leva, cobrarían puntualmente cada uno los ciento cincuenta reales de socorro a que tenían derecho.

Cuarto. Que en la taberna del tío Sevilla se pondría de manifiesto, acabado el Cabildo, las cuentas de la tesorería, y que con el remanente que arrojaran, y a medida que fueran recaudándose los créditos, se irían levantando todas las cargas pendientes, sin tocar al fondo de reserva; pues si sagrada era la obligación que tenía el Cabildo de dar socorro a los pescadores en épocas de temporal, no lo era menos la de pagar los pescadores las soldadas semanales al tesoro del Cabildo.

Quinto. Que se gastara la cantidad de costumbre en las fiestas de San Pedro.

Y, por último. Que los enfermos que ni sanaban ni se morían, continuaran percibiendo el socorro que se les pasaba, hasta que Dios dispusiera de ellos, según fuera su santísima voluntad.

Proclamados estos acuerdos a la luz del sol, y estampados en el fondo azul de los cielos, bajo la fe de la palabra honrada de los mareantes constituidos en Cabildo, libro que no admite raspaduras ni malicias de redacción, y por eso nunca dieron que hacer sus cláusulas a la Justicia, tosió el Sobano cuando ya el concurso comenzaba a disgregarse, alzó el brazo derecho y la cabeza, y dijo así, sobre poco más o menos:

-¡Alto, señores!... que falta un punto por arreglar, y hay que arreglarle antes de irnos de aquí.

La curiosidad movió a todas las gentes aquellas, y poco a poco fueron acercándose al alcalde de mar, hasta encerrarle en compacto círculo. Mocejón y el otro mareante, el mozo del labio corto y los dientes largos, se quedaron fuera de la línea, pero con mucho oído y refunfuñando.

El Sobano comenzó a hablar entonces, con gran parsimonia y pulsando mucho las palabras para que ofendieran menos, de cierto compromiso adquirido siete meses antes por el Cabildo, pero fuera de junta, de socorrer con una ayuda de costas a la familia que recogiera y tratara como era debido en josticia y caridá (esto lo recalcó mucho) a la huérfana del llamado Mules, «perecido en las rompientes de San Pedro del Mar, con todos sus compañeros, en la última costera del besugo».

Tío Mocejón, barruntando que aquel asunto iba con él, recibió las palabras del Sobano y las miradas codiciosas de la gente como un mastín el palo con que le hurgan los muchachos por debajo de la puerta.

Añadió el alcalde de mar que si el Cabildo no había cumplido lo que ofreció por boca de hombres de bien, era porque no se creía obligado a ello, visto que de sobra estaban pagados el escaso alimento que recibía la huérfana y el montón de guiñapos que se le daba por cama, con el trabajo y los castigos bárbaros que se le imponían por la familia que la había recogido.

-¡Uva! -exclamó una voz.

-¡Chova... ñules! -bramó la aguardentosa de Mocejón-. ¡Que se haga bueno eso!

-¡Se hará! -dijo con firmeza el Sobano-. Y todo lo que sea de menester. Pero más le valiera a anguno que me oye, aguantarse al remo mientras pasa esta noruestá, que isar tanta vela.

-¡Uva! -volvió a exclamar la voz de Mechelín.

-Y ése que me provoca -gruñó Mocejón-, ¿isa vela o no la isa? ¿Sopla aquí el nuroeste pa toos por igual, u sopla de otro modo?... ¡Ñules!... Y miá tú, chaquetín de la bodega, si quiés decir algo, lo dices claro y a la cara, y no escondío entre el porreto como los pulpes..., ¡ojo!

Hubo un poco de movimiento, como hervor de resaca, en el concurso, al oír a Mocejón, cuyo desconocimiento animó al Sobano, curado de escrúpulos ociosos, a contar en pocas palabras lo acontecido a Silda en casa de la Sargüeta, hasta que fue recogida en la de Mechelín.

Se preguntó al Cabildo si consideraba bastante aquella casa para refugio y amparo de la huérfana; y el Cabildo respondió que sí, entre los gruñidos, bandazos y manoteos del salvaje Mocejón, que no cerraba la boca ni paraba un punto, mientras el mozo de pelo crespo, de labio corto y de los dientes largos, iba con los ojos airados de Mocejón a los de adentro, y de los de adentro a Mocejón, sin saber a quién arrimarse con su parecer.

Tío Mechelín tomó entonces la palabra, y dijo:

-Se hace saber que por el amparo de la desvalida no se quiere sustipendio ni cosa anguna de naide; pero se pide al Cabildo mano y autoridá para que se deje hacer por ella, a quien quiere hacerlo de buena voluntá, lo que otros no han querido o no han podido hacer. ¿Vale, u no vale esto que se dice? ¿Se me entiende, u no se me entiende? ¿Hay seguranza, u no hay seguranza de que la cosa se haga como se pide?

-¡La hay! -respondieron muchas voces.

Y el Sobano añadió en seguida, con la proa puesta a Mocejón:

-El Cabildo ampara a esa muchacha... ¿Se oye bien lo que se dice?... Pues no se dice más, porque no es de menester más para que angunos entiendan lo que se quiere decir.

Mocejón, que no cesaba de rutar, protestando de todo y contra todo, al ver que el concurso se deshacía, fue soltando voz según iban creciendo los rumores de los que se dispersaban; y todavía cuando, arrollado por ellos y estorbando a la mayor parte, estaba cerca de la taberna del tío Sevilla, se le oía decir:

-¡Pos míate el otro... piojucos... chumpaoleas! ¡Ñules!... Se ha de ver si sirve ser un cuentero, lambecaras, como tú, pa disfamar a naide que vale más que tú, y la perra sarnosa que ha de volver a parirte a ti y a toa esa gatuperia que saca la cara por ti... ¡reñules!...