I
Sotileza (1888) de José María de Pereda
II - De la Maruca a San Martín
III

II

De la Maruca a San Martín



Estaba tentadora la Maruca cuando pasaron junto a ella los cuatro muchachos que se encaminaban a San Martín. Salía el agua a borbotones por el boquerón de la trasera del muelle, y regueros de espuma iban marcando el reciente nivel de la marea en el muro de la calzada de Cañadío y en la playa de la parte opuesta, cerrada por la fachada de un almacén que aún existe, y un alto y espeso bardal que empalmaba con ella en dirección al este, espacio ocupado hoy por la casa de los Jardines y la plaza del Cuadro, con cuantos edificios le siguen por el norte, hasta la pared de la huerta de Rábago. Esto era la Maruca de entonces, que comunicaba con la bahía por el alcantarillón que desembocaba en la punta del Muelle, antro temeroso que muy pocos valientes se habían atrevido a explorar, cabalgando en un madero flotante. Cuco aseguraba haber acometido esta empresa; es decir, entrar por el boquerón de la Maruca y salir por el del Muelle, a media marea; pero tales cosas contaba de tinieblas espesas, de ruidos espantosos, de ratas como cabritos y de ayes lastimeros, como de ánimas de pena, que me han hecho dudar después acá que fuera verdad la hazaña. Meter la cabeza en el negro misterio, pero sin abrir los ojos por no ver horrores, eso lo hicieron muchos, y yo entre ellos; pero lo de Cuco... ¡bah! ¿Por qué no citaba testigos cuando lo afirmaba? Y bien valía la pena de acreditarse así tal empresa, por ser la única que podía, ya que no compararse, ponerse cerca siquiera de otra, tan espantable de suyo, que ni en broma se atrevió ningún muchacho a decir que la hubiera acometido: dar cuatro pasos, no más, en la senda misteriosa que conducía al abismo en cuyo fondo flotaba el barco de piedra en que vinieron a Santander las cabezas de sus patronos, los mártires de Calahorra, San Emeterio y San Celedonio; antro cuya puerta de entrada, baja y angosta, manchada de todo género de inmundicias y cerrada siempre, contemplaban chicos y grandes, con serios recelos, en el muro del Cristo, cerca ya de San Felipe, al pasar por la embovedada calle de los Azogues. Según la versión popular, lo mismo era penetrar allí una persona, que caer destrozada a golpes y desaparecer del mundo para siempre. Se habían dado casos, y nadie los ponía en duda, aunque sobre los quiénes y los cuándos no hubiera toda la claridad que fuera de apetecer.

Repito que estaba tentadora la Maruca para los cuatro chicos que caminaban hacia San Martín.

La marea, a más de dos tercios (y eran vivas a la sazón), y todos los maderos flotando; y además de las perchas de costumbre (porque siempre había allí alguna), dos vigas que no estaban el día antes; dos vigas juntas, amarradas una a otra y fondeadas con un arpón, cerca de la orilla del bardal.

-¡Cosa de nada! -como dijo Andrés respingando de gusto cuando las vio-. Descalzarme, remangar las perneras hasta los muslos y en un decir «Jesús», atracar un poco las vigas, halando del cabo del arpón; saltar encima de ellas, y con el palo que tengo escondido donde yo sé, bien cerca de aquí... ¡Recontra, qué barco más hermoso!... ¡Y qué marea!

Lo mismo opinaban Sula y Muergo, y bien le tentaron para que no pasara de allí; pero la fuerza que le movía hacia San Martín era más poderosa que la que trataba de detenerle en la Maruca; y por eso, y porque Silda, acaso recordando el remojón consabido al ver la percha, que ya le había señalado Muergo con sus ojos bizcos y su risa estúpida, le apoyó con vehemencia, fue sordo en las seducciones de sus astrosos compañeros, y ciego a los atractivos que tenía delante.

Así es que duró poco la detención allí, y muy pronto se les vio trepar a los prados en busca del camino de la Fuente Santa. Aunque Andrés había visto, al asomarse al Muelle, el sitio conveniente, que aún no se había puesto el gallardete amarillo sobre la bandera azul en el palo de señales de la Capitanía, prueba de que la corbeta avistada no abocaba todavía al puerto, llevaba mucha prisa; porque resuelto a ver la entrada de su padre desde San Martín, creía que andaba el barco más que su pensamiento y temía llegar tarde.

Mientras caminaba, siempre delante de los demás, éstos le acribillaban a preguntas, o le detenía alguno de ellos para ver cómo se revolcaba Muergo sobre los prados, o se bañaba algún chico entre las peñas cercanas a la Cueva del tío Cirilo, o rendía la bordada un patache buscando la salida con viento de proa, o remedaba Silda el mirar torcido y el reír estúpido de Muergo.

-¡Buenas cosas traerá tu padre! -dijo la muchacha a Andrés.

-A veces las trae tal cual -respondió Andrés sin volver la cara.

-¿Para ti también?

-Y para todos. Una vez me trajo un loro.

-Mejor eran cajetillas -expuso Sula.

-U jalea -añadió Muergo.

-Para él las trae a cientos de Las tres coronas -dijo Andrés respondiendo a Sula.

-¡Bien sé yo qué es jalea, puño! -insistió Muergo relamiéndose-. Una vez la caté... ¡Ju, ju, ju! Se lo dio a mi madre una señora del muelle... Yo creo que lo trincó. ¡Ju, ju, ju! También yo se lo trinqué a ella una noche, y me zampé media caja... ¡Puño, qué taringa endimpués que lo supo!

-Puede que también traiga mantones de seda -dijo Silda, apretando la jareta de la saya sobre su cintura-. Si trae muchos, guárdame uno, ¿eh, Andrés?

Volvióse éste hacia Silda asombrado del encargo que acababa de hacerle, y vio a Sula, cabeza abajo, agarrado con las manos a la hierba, y echando al aire, ora una pierna, ora la otra; pero nunca las dos a la vez. Cabalmente el hacer pinos pronto y bien era una de las grandes habilidades de Andrés. Sintióse picado del amor propio al ver la torpeza de Sula, y alumbrándole un puntapié en el trasero, díjole para que se enteraran todos los presentes:

-Eso se hace así.

Y en un periquete hizo el pino perfecto, con zapateta y perneo, y la Y, y casi la T, y cuanto podía hacerse, sin ser descoyuntado volatinero, en aquella incómoda postura. Y tanto se zarandeó, animado por el aplauso de Silda y de Muergo, que se le cayó en el prado cuanto llevaba en los bolsillos, lo cual no era mucho: tres cuartos en dos piezas, un pitillo, un cortaplumas con falta de media cacha y unos papelejos.

En cuanto Muergo vio el pitillo, le echó la zarpa y se apartó un buen trecho; y antes que Andrés hubiera deshecho el pino y recogido del suelo los cuartos, papeles y navaja, ya él había sacado un fósforo de cartón que conservaba en el fondo insondable en un bolsillo de su chaquetón, y resobando el mixto contra un morrillo, y encendido el cigarro, dándole tres chupadas tan enormes, sin soltarle de la boca, y tan bien tapadas, que cuando se le fue encima el hijo del capitán de la Montañesa reclamando a piña seca lo que era suyo, Muergo, envuelta en humo la monstruosa cabeza, porque le arrojaba por todos los agujeros de ella y hasta parecía que por la mismas crines de su melena, sólo pudo entregar medio pitillo, y ése puerco y apestando. Así y todo, le consumió Andrés en pocas chupadas, pues si a Sula le vencía en hacer pinos, a taparlas no le ganaba Muergo. ¡Como que le había enseñado a fumar Cuco, que era el fumador más tremendo del Muelle-Anaos, lo cual era tanto como decir el fumador más valiente del mundo! Pues todavía alumbró Sula un par de bofetadas buenas a la colilla impalpable que tiró Andrés.

En la Fuente Santa se encaramaron en el pilón y bebieron agua, sin sed los más de ellos, y Silda se lavó las manos y se atusó el pelo. Después echaron por el empinado callejón de la «fábrica de sardinas», y salieron a los prados de Molnedo. Allí intentó Muergo hacer su poco de pino, quedándose rezagado para que no le vieran la prueba si le salía mal. En la brega para enderezar no más que el tronco sobre la cabeza, pues en cuanto a los pies, no había que pensar en despegarlos del prado, se le volvieron las faldas del chaquetón hasta taparle los ojos. En tan pintoresco trance le hallaron dos de sus camaradas, advertidos por Silda, que fue la primera en notar la falta del salvaje rapaz. Llegáronse todos a él muy queditos, y uno con ortigas y otro con una vara, y Silda con la suela entachuelada de un zapato viejo que halló en el prado, le pusieron aquellas nalgas cobrizas que echaban lumbres.

-¡Págame el tronchazo, animal! -le gritaba Silda, mientras le estampaba las tachuelas en el pellejo, cuando le dejaban sitio y ocasión la vara de Andrés y las ortigas de Sula.

Bramidos de ira, y hasta blasfemias, lanzaba Muergo al sentirse flagelado tan bárbaramente; pero sólo cuando imploró misericordia, logró que sus verdugos le dejaran en paz y rascarse a sus anchas las ampollas, que le abrasaban.

Sula, ya que estaba allí, quiso acercarse al Muelluco. Andrés le dijo que hartas detenciones iban ya para la prisa que él llevaba; pero Sula no tomó en cuenta el reparo y se bajó al Muelluco. En seguida empezó a gritar:

-¡Congrio, qué hermosura!... ¡Cristo, qué marca! ¡Madre de Dios, qué cámbaros!... ¡Atracarvos, congrio!

Y no hubo más remedio que atracarse todos al Muelluco. Buena era, en efecto, la marea, mas no para tan ponderada; y en cuanto a los cámbaros, los pocos que se veían, no pasaban de lo regular. Pero Sula estaba en lo suyo, y no podía remediarlo. El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, cubría en aquel sitio más de dos veces, y se podían contar uno a uno los guijarros del fondo.

-Échame dos cuartos, Andrés -le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco-. ¡Te los saco de un cole!

-No los tengo -contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto.

-¿Qué no los tienes? -exclamó admirado Sula-. ¡Y te los cogí yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes!

Andrés se resistía. Sula apretaba.

-¡Congrio!... ¡Échame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metí yo mesmo en la faldriquera...

Y Andrés que nones. Pero terció Silda a favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco fue echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendía en rápidos zigzags hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta a la vista.

-¡Contrales! -dijo Sula, rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que había comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo-. ¡Puede que haiga pulpe allí!

Cosa que a Muergo le tenía sin cuidado, puesto que, en un abrir y cerrar de ojos, desató el bramante de su cintura, largó el chaquetón que le envolvía hasta cerca de los tobillos y se lanzó al agua, de cabeza con las manos juntas por delante. Tan limpio fue el cole, que apenas produjo ruido el cuerpo al caer, y sólo burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allí se había colado aquel animalote bronceado y reluciente que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vio en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevárselo a la boca, invertir su postura con la agilidad de un bonito, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de cría.

-¿Echas la mota? -dijo a Andrés después de quitarse el cuarto de la boca y sosteniéndose derecho en el agua solamente con la ayuda de las dos piernas.

-Ni la mota ni un rayo que te parta -respondió Andrés, consumido por la impaciencia-. ¡Ni os espero tampoco más!

Y como lo dijo, lo hizo, camino de las Higueras, sin volver atrás la cara.

Cuando la volvió, cerca ya de los prados de San Martín, observó que no le seguía ninguno de sus tres camaradas. En el acto sospechó, no infundadamente, que el cuarto adquirido por Muergo era la causa de la deserción. Sula y la muchacha querrían que se puliera en beneficio de todos.

No le pesó verse solo, pues no le hacía mucha gracia andar en sitios públicos con amigos de aquel pelaje.

Menos le pesó cuando al atravesar, por el podrido tablero, el foso del castillo, vio su batería llena de gente que le había precedido a él con el mismo propósito de asistir desde allí a la entrada de la Montañesa; gente que le era bien conocida en su mayor parte, pues había entre ella marinos amigos de su padre, prácticos libres de servicio aquel día, a quienes había visto mil veces, no sólo en el muelle, sino en su propia casa; el mismo dueño y armador de la corbeta, comerciante rico, que le infundía un respeto de todos los diablos; las mujeres de algunos marineros de ella; el mismísimo don Fernando Montalvo, profesor de náutica, maestro de su padre y de todos los capitanes y pilotos jóvenes de entonces, personaje de proverbial rigidez en cátedra, al cual temía mucho más que al amo de la Montañesa, porque sabía que estaba destinado a caer bajo su férula en día no remoto; Caral, el conserje del Instituto Cántabro, que no perdía espectáculo gratis y al aire libre; su amigo el Conde del Nabo, con su casacón bordado de plata, resto glorioso de no sé qué empleo del tiempo de sus mocedades, y la sempiterna queja de que no le alcanzaba la jubilación para nutrir el achacoso cuerpo, que ya se le quebrantaba por las choquezuelas; don Lorenzo, el cura loco de la calle Alta, tío de un muchacho, amigo de Andrés, que se llamaba Colo y estaba abocado a matricularse en latín por exigencia y con la protección de aquel energúmeno; Ligo, mozo que iba a hacer ya su segundo viaje de piloto, y a cuya munificencia debía él algunos puñados de picadura... y no pocos coscorrones; Aniceto, el sastre inolvidable; Santoja, el famoso zapatero del portal del marqués de Villatorre... y muchos curiosos más de diversas cataduras, algunos con sus catalejos enfundados, y no pocos con sus sabuesos de caza o su borreguito domesticado... Porque en aquel entonces, la entrada de un barco como la Montañesa, de la matrícula de Santander, de un comerciante de Santander, mandado y tripulado por capitán, piloto y marineros de Santander, era un acontecimiento de gran resonancia en la capital de la Montaña, donde no abundaban los de mayor bulto. Además, la Montañesa venía de La Habana, y se esperaban muchas cosas por ella: la carta del hijo ausente, los vegueros de regalo, la caja de dulces surtidos, el sombrero de jipijapa, la letra de cincuenta pesos, la revista de aquel mercado, las noticias de tal cual persona de dudoso paradero o de rebelde fortuna, y, cuando menos, las memorias para media población y algunos indianos de ella, de retorno. La misma curiosidad, y por las mismas razones, excitaban la Perla, la Santander y muy pocas fragatas más de aquellos tiempos. Nadie ignoraba en la ciudad cuándo salían, qué llevaban, adónde iban ni por dónde andaban, como fuera posible saberlo. Sus capitanes y pilotos eran popularísimos, y sus dichos y sus hechos se grababan en la memoria de todos como glorias de familia. ¿Quién de los que entonces tuvieran ya uso de razón y vivan hoy, habrá olvidado aquella tarde inverniza y borrascosa en que, apenas avistada al puerto una fragata, se oyó de pronto el tañido retumbante, acompasado, lento y fúnebre del campanón de los Mártires?

-¡A barco! -exclamaron cientos y cientos de personas que conocían el toque.

-¡La Unión! -añadían consternadas, echándose a la calle, las que aún no habían salido de casa.

Porque no ignoraba nadie, desde por la mañana, que la Unión era la fragata avistada y que venía corriendo un temporal furioso.

Yo me hallaba en la escuela de Rojí al sonar el campanón, y ninguno preguntó allí: «¿Qué fragata es ésa?», cuando se nos dijo: «¡La Unión, que va a las Quebrantas!» Todos la conocíamos, y casi todos la esperábamos. Con decir que en seguida se nos dio suelta, pondero cuanto puede ponderarse la impresión causada en el público por el suceso. Medio pueblo andaba por la calle, y el otro medio se desparramaba desde el castillo de San Martín al del Hano, viendo consternado, primero, cómo se salvaba la tripulación, casi por milagro de Dios, y, después, cómo daba a la costa el hermoso buque, y se despedazaba a los golpes del embravecido mar, y caía sobre sus despojos una nube de aquellos rapaces costeños, de quienes se contaba, y aún se cuenta, que ponían una vela a la Virgen de Latas, siempre que había temporal, para que fueran hacia aquel lado los buques que abocaran al puerto. No cabe en libros lo que se habló en Santander de aquel triste suceso, que hoy no llevaría dos docenas de curiosos al polvorín de la Magdalena. Y aún fue, pasados los años, tema compasible de muchas y muy frecuentes conversaciones; y, todavía hoy, como se ve por la muestra, sale a colación de vez en cuando.

Y con esto, vuelvo a las personas que dejamos en San Martín esperando la llegada de la Montañesa.

A pesar de ser muchas, se hablaba muy poco entre ellas, lo cual acontece siempre que se aguarda un suceso que interesa por igual a todos los circunstantes, o están las gentes a cielo descubierto, delante de la naturaleza, que habla por los codos, sin dejar que nadie meta su cuchara en la conversación... ¡Y qué elocuente estaba aquel día! La mar, verdosa y fosforescente, rizada por una brisa que yo llamaría juguetona, si el término no estuviera tan desacreditado por copleros chirles y por impresionistas cursis que quizá no han salido nunca de los trigos de tierra adentro; el sol, despilfarrando alegre sus haces de luz, que centelleaba entre los pliegues de la bahía y en los rojos traidores arenales de las Quebrantas. Allá, en el fondo del paisaje, los azulados picos de Matienzo y Arredondo, y más cerca, las curvas elevadas y los senos sombríos de la cordillera que iba perfilando la vista desde el cabo Quintres y las lomas de Galizano, hasta los puertos de Alisas y la Cavada, transparentándose en una bruma sutil y luminosa como velo tejido por hadas con hilos impalpables de rocío; y allí, al alcance de la mano, los cerros del Puntal recibiendo en sus cimientos arenosos los besos amargos de la creciente marea. Por todo ruido, el incesante rumor de las aguas al tenderse perezosas en la playa contigua, o al mojar con sus rizos, agitados por el aire, las asperezas del peñasco. No se veía el pulmón bastante henchido nunca de aquel ambiente salino, ni la vista se hartaba de aquella luz reverberante, parlanchina y revoltosa, que se columpiaba en la bruma, en las aguas y en las flores.

No sé si irían precisamente por este lado todos los pensamientos de aquellas personas cuando discurrían de una a otra parte por la explanada del castillo, o se encaramaban en la paredilla del parapeto, o se tumbaban sobre la hierba de la braña exterior, sin hablar más de tres palabras seguidas y con la vista errabunda por todos los términos del paisaje; pero puede apostarse a que, si por arte de hechicería se les hubieran puesto delante, en lugar del miserable castillejo, los mayores prodigios de la industria humana, o las maravillas de los palacios de Aladino, los hubieran contemplado sin el menor asombro; señal, aunque sin darse cuenta de ello, de que, a sus ojos, valían mucho más las maravillas de la naturaleza. Andrés era el único de los espectadores que no paraba mientes en estas maravillas, ni las hubiera parado tampoco en las de la misma Pari-Banú, si allí se hubiera presentado para transformar de repente el castillo en un alcázar de oro con puertas de esmeraldas. Pensaba en la llegada de su padre, y el barco de su padre, y a lo más, en que toda aquella gente estaba allí para ver eso mismo que tanto le interesaba a él, por ser hijo de quien era; es decir, del héroe de la fiesta. ¡Si estaría hueco y gozoso y preocupado! Ligo le había tomado por su cuenta, y después de andar con él de un lado para otro, haciéndole reír o ponerse colorado con las cosas que preguntaba al Conde del Nabo sobre la flojedad de sus choquezuelas, o a Caral acerca de su canoa (sombrero), se habían acomodado juntos en lo más alto y saliente del promontorio.

Al fin se oyeron muchas voces que exclamaron a un tiempo:

-¡Ahí está!

Y allí estaba, en efecto, la Montañesa, que abocaba orzando, cargada de trapo hasta los topes, el pabellón ondeando en el pico de cangreja y con el práctico a bordo ya, pues que llevaba la lancha al costado. Apenas arribó sobre la Punta del puerto, ya se la vio pasar rascando la Horadada por el sur del islote, y tomar en seguida, como dócil potro bien regido, el rumbo de la canal. La brisa la empujaba con cariño, y sobre copos de blandos algodones parecían mecerse sus amuras poderosas.

Cada movimiento del barco arrancaba un comentario de aplauso a los inteligentes de San Martín y producía un tumulto en el corazón de Andrés, que era el más interesado de todos en las valentías de la corbeta y en la llegada de su capitán.

Así se fue acercando poco a poco, siguiendo inalterable su derrotero, como quien pisa ya terreno conocido, que es, además, camino de su casa; y tanto y con tal destreza atracaba a la costa de los espectadores, que cualquier ojo ducho en estas maniobras hubiera conocido que el práctico que la gobernaba se había propuesto demostrar a los contramaestres de muralla que allí no se trabajaba a lo zapatero de viejo, sino que se hilaba mucho y por lo fino. ¡Y vaya si el tío Cudón, que era el práctico que había tomado a la corbeta en el Sardinero, sabía, como el más guapo, meter como una seda el barco de mayor compromiso!

Y en esto continuaba arribando, con un andar de siete millas; y llegó a oírse el rumor de la estela, y el crujir de la jarcia al rehenchirse la lona, y el resonar de la cadena al ser sacada de sus cajas, y plegadas a proa las brazas suficientes de ella para dar fondo en el momento oportuno; algún espectador creía distinguir caras conocidas sobre el puente; llegó a verse claro y distinto al piloto Sama, sobre el castillo de proa, con sus botas de agua, su chaquetón oscuro y su gorra de galón dorado..., y Andrés, exclamando: «¡Mírale!», apuntó, con el brazo tendido, a su padre, de pie sobre la toldilla de popa, junto a la rueda del timón, y la diestra en la driza de la bandera, con la cual, momentos después, y al hallarse la corbeta casi debajo de la visual de los espectadores de San Martín, respondió a las aclamaciones y saludos de éstos, izándola tres veces seguidas, mientras se llenaba la borda de estribor de tripulantes y pasajeros que agitaban al aire sus gorras y jipijapas. Entonces pudieron gozarse a la simple vista todos los detalles de la corbeta... ¡La muy presumida! ¡Cómo había cuidado, antes de abocar al puerto, de sacudirse el polvo del camino y arreglarse todos sus perifollos! Sus bronces parecían oro bruñido; traía las vergas limpias de palletería y sin sus forros de lona, burdas y cantos de cofa; oscilaba en la batayola el catavientos de pluma, que sólo se luce en el puerto, y flameaban en los galopes de la arboladura la grímpola azul con el nombre del barco en letras blancas, la contraseña de la casa y la bandera blanca y roja de la matrícula de Santander.

Otra vez saludó el pabellón de la Montañesa, y otra vez más volvieron a cruzarse vítores, ¡hurras! y sombreradas entre la gente de a bordo y la de tierra; y como si el barco mismo hubiera participado del sentimiento que movía tantos ánimos, haciendo crujir de pronto todo su aparejo, hundió las amuras en el agua hasta salpicar las anclas, que ya venían preparadas sobre el capón y boza, y se tendió sobre el costado de babor, dejando al descubierto en el otro, por encima de las lumbres de agua, más de una hilada de reluciente cobre.

En esta posición gallarda, meciéndose juguetona en el lecho la hervorosa espuma que ella misma agitaba y producía, se deslizó a lo largo del peñasco, rebasó en un instante el escollo de las Tres hermanas, cargáronse en seguida sus mayores y se arriaron gavias, foques y juanetes; y muy poco más allá, a la voz resonante y varonil de ¡fondo! que se dejó oír perceptible y clara sobre el puente, caía un ancla en el agua y se percibía el áspero sonido de los eslabones al filar por el escobén más de cuarenta brazas de cadena. Con lo que la airosa corbeta, tras un fuerte estremecimiento, quedó inmóvil sobre las tranquilas aguas del fondeadero de la Osa, como corcel de bríos parado en firme por su jinete a lo mejor de su carrera.