II
Sotileza (1888) de José María de Pereda
III - Dónde había caído la huérfana de Mules
IV

III

Dónde había caído la huérfana de Mules



Tío Mocejón, el de la calle Alta (porque había otro Mocejón, más joven, en el Cabildo de Abajo), era un marinero chaparrudo, rayano con los sesenta, de color de hígado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en la cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. Tenía los andares como todos los de su oficio, torpes y desaplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar, en tierra, oscuro y desdeñoso. En tierra digo, porque en la mar, como andaba en ella, o por encima o alrededor de ella veía cuanto en el mundo podía llamarle la atención, ya era otra cosa. El vil interés y el apego instintivo al mísero pellejo le despertaban en el espíritu los cuidados; y no hay como la luz de los cuidados para que echen chispas los ojos más mortecinos. En cuanto a genio, mucho peor que la piel, que la barba, las greñas, los andares y la mirada; no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible. Unos calzones pardos, que al petrificarse con la mugre, el agua de la mar y la brea de la lancha, habían ido tomando la forma de las entumecidas piernas; unos calzones así, atados a la cintura, con una correa; unos zapatos bajos, sin tacones ni señal de lustre, en los abotagados pies; un elástico de cobertor, o manta palentina, sobre la camisa de estopa, y un gorro catalán puesto de cualquier modo encima de las greñas, como trapo sucio tendido en un bardal, componían el sempiterno envoltorio de aquel cuerpo, pasto resignado de la roña y muy capaz hasta de pactar alianzas con la lepra, pero no de dejarse tocar del agua dulce.

Pues con ser así tío Mocejón, no era lo peor de la casa, porque le aventajaba en todo la Sargüeta, su mujer, cuyo genio avinagrado y lengua venenosa y voz dilacerante, eran el espanto de la calle, con haber en ella tantas reñidoras de primera calidad. Era más alta que su marido, pero muy delgada, pitarrosa, con hocico de merluza, dientes negros, ralos y puntiagudos; el color de las mejillas, rojo curado; y lo demás de la cara, pergamino viejo; el pecho hundido, los brazos largos; podían contarse los tendones y todos los huesos de sus canillas, siempre descubiertas, y apestaba a parrocha desde media legua. Nunca se le conoció otro atalaje que un pañuelo oscuro atado debajo de la barbilla, muy destacado sobre la frente y caído hacia los ojos, para que no los ofendiera la luz; un mantón de lana, también oscuro y también sucio, y hasta remendado, cruzadas sobre el pecho las puntas y amarradas encima de los riñones; un refajo de estameña parda, y en los pies unas chancletas con luces a todos los vientos.

Sin embargo, hay quien asegura que era más llevadera esta mujer inaguantable, que su hija Carpia, moza ya metida en los diecinueve, tan desaliñada y puerca como su madre, pero más baja de estatura, más morena, más chata, tan recia de voz y tan larga de lengua, y, además, cancaneada. Era de oficio sardinera, y cosa de taparse la gente los oídos y los ojos, y aun las narices, cuando ella pasaba con el carpancho lleno, encima de la cabeza, chorreando la pringue sobre hombros y espaldas, cerniendo el corto y sucio refajo al compás del vaivén chocarrero de sus caderas, pregonando a gañote limpio la mercancía. Ninguna sardinera ponía la nota final más alta ni tan bien sostenida; se llegaba a perder la esperanza de que aquel grito áspero y penetrante tuviera fin. Pero que cualquier transeúnte le diera a entender esa sospecha con el menor gesto, o mostrara su desagrado con la más leve palabra; que cualquier fregona inexperta, después de preguntarle desde el balcón de la cocina «¿A cómo?», no replicara a su respuesta, o replicara de malos modos, o que después de haber replicado, por ejemplo, «A tres», y de haber dicho la sardinera: «Abaja», la fregona no bajara, o tardara en bajar...; ¡era cuando había que oír y que ver lo que decía y hacía Carpia entonces, con el carpancho en el suelo, en mitad de la calle, y la vista unas veces en su agresor, o en el sitio que éste había ocupado, si se retiró prudentemente a lo escondido temiendo la granizada, y otras en el primer transeúnte que cruzara a su lado, o en todos los transeúntes, o en todos los balcones de la calle! Mirándola en aquel trance, se dudaba cuál era en ella más asombroso, entre la palabra, la idea, el gesto, la voz y los ademanes; y todo ello junto parecía imposible que cupiera en una criatura humana, y del mismo sexo en el cual se vinculan el aseo y la vergüenza. Y, sin embargo, Carpia no estaba enfadada de veras: aquello no era más que un ligero desahogo que se permitía entre burlona y despechada, porque cuando se enfadaba, es decir, cuando reñía con todo el ceremonial del caso entre el gremio, que ha llegado a formar escuela y va a la hora presente en próspera fortuna... ¡Dios de bondad!... En fin, casi tan terrible como su madre, de quien tomó el estilo, ora oyéndola en la vecindad, ora aprendiendo con ella a correr la sardina, llevando por las asas el carpancho entre las dos.

Carpia tenía un hermano llamado Cleto, de menos edad que ella. Salía este hermano más a la casta de su padre que a la de su madre. Era sombrío y taciturno, pero trabajador. Andaba ya a la mar, y no se llevaba bien con su hermana. La daba patadas en la barriga, o donde la alcanzaba, cuando llegaba el caso de responder a las desvergüenzas de la sardinera.

No sabía hablarla de otro modo.

Esta apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del sur), que tenía siete a la vista, y cuya línea de fachada se extendía muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenía siete pisos a la vista, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaba a catorce las habitaciones de que se componía, o, si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allí, cada una en su agujero correspondiente, con sus artes de pescar, sus ropas de agua, sus cubos llenos de agalla con arena para macizo, sus astrosos vestidos de diario y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenían balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y sereñas, y que tenían la curiosidad de arrojar a la calle, o sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito a los terrestres que por su desventura necesitaban utilizarle; y en cuanto a los cubiles que no tenían estos desahogaderos, allá se las componían tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneas, ¿cómo remediarlo? No vivían mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba... Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio.

Volviendo a tío Mocejón, añado que era dueño y patrón de una barquía, por lo cual cobraba de la misma dos soldadas y media: una y media por amo y una por patrón; o, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados en esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los compañeros de la barquía, se tiraba él dos y media. Procedía de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fue una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarísimo el marinero que tenía una parte pequeña en la embarcación en que andaba; ni lo que influyó en la Sargüeta y en su hija Carpia para que llegaran a ser las más desvergonzadas y temibles reñidoras del Cabildo.

Como tío Mocejón era bastante torpe en números y se mareaba en pasando la cuenta de la que él pudiera echar con los dedos de la mano, bien agarrados, uno a uno, con la otra, la patrona, es decir, su mujer, era quien cobraba cada sábado el pescado vendido durante la semana al costado de la barquía, al volver ésta de la mar; lances en los cuales había acreditado, principalmente, la Sargüeta, el veneno de su boca, lo resonante de su voz, lo espantoso de su gesto, lo acerado de sus uñas y la fuerza de sus dedos enredados en el bardal de una cabeza de la Pescadería. Por eso, del cepillo de las Ánimas sacara una revendedora los cuartos, si no los tenía preparados el viernes por la noche, antes que pedir a la Sargüeta diez horas de plazo para liquidar su deuda. Aunque patronas se llaman todas las mujeres de los patrones de lancha, cobren o no por su mano las ventas de la semana, en diciendo «la patrona» del Cabildo de Arriba, ya se sabía que se trataba de la Sargüeta. ¡Qué tal patrona sería!

Ya se irá comprendiendo que no le faltaban motivos a la muchachuela Silda para resistirse a volver a la casa de que huyó. En cuanto a las razones que se tuvieron presentes para que la recogieran en ella cuando se vio huérfana y abandonada en medio de la calle, como quien dice, no fueron otras que la de ser Mocejón marinero pudiente, y, además, compadre de Mules, por haber éste sacado de pila al único hijo varón de la Sargüeta. Que costó Dios y ayuda reducir a Mocejón y toda su familia a que se hiciera cargo de la huérfana, no hay necesidad de afirmarlo; ni tampoco que el padre Apolinar y cuantas personas anduvieran con él empeñadas en la misma empresa caritativa, oyeron verdaderos horrores, particularmente de Carpia y de su madre, antes de lograr lo que intentaban; lo cual no aconteció hasta que el Cabildo ofreció a Mocejón una ayuda de costas de vez en cuando, siempre que la huérfana fuera tratada y mantenida como era de esperar. Mocejón quiso, por consejo de su mujer, que la promesa del Cabildo «se firmara en papeles por quien debiera y supiera hacerlo», pero el Cabildo se opuso a la exigencia, y como ya había más de una familia dispuesta a recoger a Silda por la ayuda de costas ofrecida, sin que se declarara en papeles la oferta, tentóle la codicia a la Sargüeta, convenció a los demás de su casa, contando con que a un mal dar, del cuero le saldrían las correas de la muchacha, diole albergue en su tugurio, y poco más que albergue, y mucho trabajo.

Por de pronto, no hubo cama para ella: verdad que tampoco la tenían Carpia ni su hermano. Allí no había otra cama, propiamente hablando, y por lo que hace a la forma, no a la comodidad ni a la limpieza, que el catre matrimonial, en un espacio reducidísimo, con luz a la bahía, el cual se llamaba sala porque contenía también una mesita de pino, una silla de bañizas, un escabel de cabretón y una estampita de San Pedro, patrono del Cabildo, pegada con pan mascado a la pared. Carpia dormía sobre un jergón medio podrido, en una alcoba oscura con entrada por el carrejo, y su hermano encima del arcón en que se guardaba todo lo guardable de la casa, desde el pan hasta los zapatos de los domingos. A Silda se la acomodó en un rincón que formaba el tabique de la cocina con uno de los del carrejo, es decir, al extremo de éste y enfrente de la puerta de la escalera, sobre un montón de redes inservibles y debajo de un retal de manta vieja. ¡Si la pobre chica hubiera podido llevarse consigo la tarimita, el jergón, las dos medias sábanas y el cobertor raído a que estaba acostumbrada en su casa... Pero todo ello, y cuanto había de puertas adentro, no alcanzó para pagar las deudas de su padre. Después de todo, aunque Silda hubiera llevado su cama a casa de tío Mocejón, se habrían aprovechado de ella Carpia o su hermano, y, al fin, la misma cuenta le saldría que no teniendo cama propia. No sé si discurría Silda de esta suerte cuando se acostaba sobre el montón de redes viejas del rincón de la cocina; pero es un hecho averiguado que tenderse allí, taparse hasta donde le alcanzaba la media manta y quedarse dormida como un leño, eran una misma cosa.

Algo más que la cama extrañaba la comida. No era de bodas la de su casa; pero la que había, buena o mala, era abundante siquiera, porque entre dos solas personas, repartido lo que hay, por poco que sea, toca a mucho a cada una. Luego, como hija única de su padre, que no se parecía en el genio ni en el arte a Mocejón, era, relativamente, niña mimada; por lo cual, de la parte de Mules siempre salía una buena tajada para aumentar la de su hija, al paso que, desde que vivía con la familia de la Sargüeta, nunca comía lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comía, malo, y nunca cuando más lo necesitaba, y, de ordinario, entre gruñidos e improperios, si no entre pellizcos y soplamocos. Siempre era la última en meter la cuchara común en la tartera de las berzas con alubias y sin carne, y todos los de la casa tenían un diente que echaba lumbres; de modo que, por donde ellos habían pasado ya una vez, era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡Tenían un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de hierba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salía al encuentro con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luego... luego nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, o si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca: ¡tan rápido era el movimiento, tan grande la sima de la boca, tan limpia la dentellada y tan enorme el tragadero por donde desaparecía lo que un segundo antes se había visto, chorreando caldo, a media cuarta de la tartera! No eran tan limpios en el comer Carpia y su hermano, aunque sí tan voraces; pero lo mismo los hijos que los padres, tenían la buena costumbre, antes de soltar en la tartera la cuchara que acababan de tener en la boca, de darla dos restregoncitos contra los calzones o contra el refajo, a fin de quitar escrúpulos al que iba a tomar con ella su correspondiente cucharada, por riguroso turno.

Porque Silda no lo hizo así el primer día que comió en aquella casa, la llamó puerca la Sargüeta y le dio Carpia un testarazo.

Cuando no había olla, cosa que no dejaba de ocurrir a menudo, si abundaban las sardinas, Silda consolaba el hambre con un par de ellas, asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no había sardinas o agujas, o panchos, o raya, o cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, o un par de pececillos crudos), una tira de bacalao o un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres días, o el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serían sus almuerzos y sus cenas.

Entretanto, tenía que andar en un pie a todo lo que se le mandara, si quería comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, ciertamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayudar a las mujeres de casa, dentro o alrededor de ella, en el aparejo de la barquía, es decir, componer las redes, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con las artes de pescar, etc. etc...

Cuando toda la familia, hombres y mujeres, iban a la pesca de bahía, especialmente a la boga (pescado que entonces abundaba muchísimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, a la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenían su pasto), a la pesca de bahía tenía que ir Silda también, y a trabajar allí, aunque niña, tanto o más que las mujeres, o que Carpia, pues la Sargüeta rara vez iba ya a la bahía con su marido; a ella se encomendaba preferentemente la engorrosa tarea de sacar la ujana, hundiendo en la basa las dos manos, con los dedos extendidos, como las layas de los labradores, y virar luego la tajada, y deshacerla en pedacitos para dar con las gusanas, que iba echando en una cazuela vieja, o en una cacerolilla de hoja de lata, con arena en el fondo. Otras veces se la veía con un cestito al brazo, picoteando el suelo con un cuchillo, a bajamar, para dar con las escondidas amayuelas; o en las playas de arena, sacando muergos con un ganchito de alambre. Pero, al cabo, estas tareas y otras semejantes, aunque penosas, sobre todo en invierno, le daban cierta libertad, y a menudo pasaba ratos muy entretenidos con niñas y muchachos de su edad, que también andaban al muergo y a la amayuela y a la gusana y al chicote. Esto fue siempre lo preferible para ella: coger la esportilla y largarse a la Dársena, al arqueo del chicote, de la chapita y del clavo de cobre. Allí conoció a Muergo, y a Sula, y a otros muchachos raqueros de la calle de la Mar, y sobre todo al famoso Cafetera (cuya biografía en libros anda hace años), que aunque de la calle Alta, no asomaba por ella jamás, y a Pipa y a Michero, y a más de una chicuela que andaban con ellos a todo lo que salía. Siguiendo a esta tropa menuda, se aficionó al Muelle-Anaos y a la vida independiente y divertida que hacía en aquel terreno famoso, en que cada cual campaba por sus respetos, como si estuviera a cien leguas de la población y de todo país civilizado. Insensiblemente fue retardando la hora de volver a casa, y volvía casi siempre con la espuerta vacía. En ocasiones no volvió hasta por la noche; y como lo mismo la sacudían el polvo por faltar una hora que por faltar todo el día, optó serenamente por lo último; y al Muelle-Anaos acudía casi diariamente, aunque la mandaran a la Peña del Cuervo, y con los del Muelle-Anaos aprendió a la Maruca. Así la conoció Andrés.

Es de advertir que Silda, aunque asistía a todas las empresas y a todos los juegos de la pillería del Muelle-Anaos, rara vez tomaba parte en ellos más que con la atención; no por virtud seguramente, sino porque era de ese barro: una naturaleza fría y muy metida en sí. Sabía dónde se upaba el cobre y el cacao y el azúcar, y de qué manera, y dónde se vendía impunemente, y a qué precio; sabía dónde se gastaban los cuartos, así adquiridos, en tazas de café con copa, y lo que se daba por un ochavo, y por un cuarto, y por dos cuartos, y hasta por un real; sabía cómo se jugaba al cané... y sabía muchísimas cosas más que se enseñaban en aquella escuela de cuantos vicios pueden arraigar en criaturas vírgenes de toda educación física y moral; pero jamás en su espuerta entró cosa que no pudiera cogerse a vista de todo el mundo; ni vendió en el barracón del tío Oliveros un triste clavo ni una hebra de cáñamo; ni tomó en sus manos un naipe para el cané, ni una piedra en las guerras de Bajamar entre raqueros y terrestres, o entre raqueros de la calle Alta y raqueros de la calle de la Mar. Satisfacíase con asistir a todo y enterarse de todo cuanto hacían los pilletes, impávida e insensible, por carácter, como se ha dicho ya, no por virtud.

Andrés tampoco tomaba parte en las empresas raqueriles de los muchachos del Muelle-Anaos; pero sí en sus pedreas, en sus zambullidas, en sus juegos de agilidad, en sus intentos, casi siempre logrados, de atrapar un perro y arrojarle al agua con un canto al pescuezo. Sus diversiones de preferencia allí eran remar con Cuco en su bote, y pescar con un aparejillo que tenía, desde las escaleras del Paredón. Esto le gustaba mucho también a Silda; y en cuanto Andrés calaba la sereña, ya estaba ella a su lado, muy calladita y con los ojos clavados en el aparejo.

-¡Que pican! -solía decir alguna vez que otra, muy por lo bajo, viendo que la sereña se estremecía.

-Es picada falsa -respondía Andrés sin halar el aparejo.

Y así se pasaban los dos larguísimos ratos. Cuando se trababa algún pancho, Silda ayudaba a Andrés a encamar los anzuelos; y si los panchos eran dos, ella destrababa el uno.

Y a todo esto, calladita, impasible, y siempre con la cara, las manos y los pies limpios como un sol. Era como la señorita de aquella sociedad de salvajes; a Andrés le hacía por eso mismo mucha gracia, y tenía con ella consideraciones y miramientos que jamás usaba con las otras niñas desharrapadas que solían andar por allí. En cambio, ella no mostraba mayor inclinación al vestido y a los modales de Andrés, que a la basura y a la barbarie de los raqueros. Al contrario, el objeto de sus visibles preferencias parecía ser el monstruoso Muergo, el más estúpido, el más feo y el más puerco de todos sus camaradas. Mas estas preferencias no se revelaban en el hecho solo de acercarse a él muy a menudo, pues a otros muchos se acercaba también, siempre que le daba la gana, sino en que con ninguno era tan cariñosa como con Muergo.

-¡Límpiate los mocos y lávate esa cara, cochino! -solía decirle; o-: ¿Por qué no te esquilan esa greña?... Dile a tu madre que te ponga una camisa.

Entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía a estas relativas delicadezas de Silda, riéndose de ella, dándola una patada, o arrimándola un tronchazo como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted a saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos a sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí.

Más fácil de explicar es la inclinación de Andrés al Muelle-Anaos y a la pillería que en él imperaba. Hijo de marino y llamado a serlo, los lances de la bahía le tentaban, y el olor del agua salada y el tufillo de las carenas le seducían; y escogió aquel terreno para satisfacer sus apetitos marineros, porque allí había botes de alquiler, y lanchas abandonadas, y barcos en los careneros, y ocasión de bañarse impunemente y en cueros vivos a cualquier hora del día, y correr la escuela, fumar con entera tranquilidad, y muy principalmente porque otros chicos de su pelaje andaban también por allí muy a menudo: ventajas todas que no podían hallarse reunidas ni en la Dársena ni en los cañones del Muelle. Sólo la Maruca las ofrecía alguna vez; y por eso iba también, de tarde en tarde, a la Maruca.

Por lo que hace a su amistad con los raqueros, no había otro remedio que elegir entre ella y la fatiga de entrar en su terreno por la fuerza de las armas, lo cual era algo pesado y expuesto para hecho diariamente. Por lo común, se hacía la primera vez. Después se firmaban las paces, y se vivía tan guapamente con aquella pillería, cuidando de tenerla engolosinada con cigarros y cualquier chuchería de la ciudad, especialmente a Cuco, que, por su corpulencia y barbarie, era el más temible en sus bromas, aunque, a su modo, fuera sociable y cariñosote.

Y como Silda iba apegándose más y más a la vida regalona del Muelle-Anaos, y sus ausencias de casa eran más largas cada día, y el Cabildo no parecía acordarse de dar la ofrecida ayuda de costas, y la familia de Mocejón estaba resuelta a no mantener de balde a una chiquilla tan inútil y rebelde, ocurrió una noche lo de la tunda aquélla, que obligó a Silda, que tantas había sufrido ya, a largarse a la calle y a dormir en una barquía, por no querer aceptar la oferta que, al bajar, la hizo al oído el bueno del tío Mechelín, marinero que, con su mujer, tía Sidora, ocupaba la bodega, o sea la planta baja de la casa.

Y como es preciso hablar algo de esta nueva familia que aparece aquí, y el presente capítulo tiene ya toda la extensión que necesita, quédese para el siguiente, en el cual se tratará de ese asunto... y de otro más, si fuere necesario.