Soledad (Mitre)/Capítulo VII

Capítulo séptimo - Después de seis años editar

Hay dos momentos hermosos en la vida: el momento en que uno se separa de una persona que aborrece, y el momento en que vuelve a unirse con otra persona que quiere. Enrique iba a gozar del primero. Después de seis años de ausencia iba a volver a ver a Soledad.

Como Soledad lo había dicho a su marido jamás había tenido por Enrique otro afecto que el de una hermana. Éste por su parte le correspondía con un cariño fraternal, aunque más vivo y exaltado, y se había familiarizado a asociar a su destino la imagen de Soledad. Pero no podía llamarse propiamente amor lo que sentía por ella. El amor es como esas flores que sólo brotan en medio de los rugidos de la tempestad. Una vida tranquila, un camino sin tropiezos más bien lo amortiguan que lo vivifican. Es por esto que muy rara vez se ve que dos jóvenes de distinto sexo que se han criado juntos lleguen a inspirarse una profunda pasión. Pero luego que Enrique se separó de la compañera de su infancia sintió que su recuerdo lo conmovía de una manera singular. La tenía siempre presente en sus sueños, y en sus largas horas de meditación sólo de ella se ocupaba. Entonces empezó a amarla verdaderamente, y aquel amor nacido lejos de la vista del objeto amado echó cada día raíces más profundas en su corazón. Así fue que la noticia del casamiento de Soledad fue un golpe mortal para el pobre Enrique. Sin embargo, su aflicción fue atenuada en parte conociendo al marido. No creía que ella lo amase y esto le evitaba el tormento de los celos. Esperaba volverla a ver algún día y consagrarle un amor puro y desinteresado, y embalsamar su existencia con los suaves perfumes que había atesorado en su alma para quemarlos a sus pies. Poseído de estos sentimientos había regresado del Perú, e iba a volver a ver a Soledad.

Al acercarse a la casa su corazón latía con más violencia. Llegado que hubo al patio preguntó por la señora, y habiéndosele contestado que estaba en la sala se hizo conducir a ella. Cuando entró al salón, Soledad estaba sentada frente al piano tocando el acompañamiento de la canción de la Estrella. Al sentir los pasos de Enrique levantó la cabeza, los fijó en él por un momento y levantándose inmediatamente se arrojó en sus brazos exclamando: -¡Enrique, te esperaba!

-Soledad, este momento me compensa de todas mis fatigas y sufrimientos, -la dijo Enrique besándola en la frente.

Después de hacerse varias preguntas recíprocas fueron a sentarse juntos en un sofá. Entonces por primera vez Enrique pudo fijar su atención en la persona de Soledad. Ya no era la niña tierna y juguetona que había dejado. La juventud, con todo el lujo de sus formas había reemplazado a la infancia; su semblante nublado por el dolor era más hermoso y más grave, y el metal de su voz tenía aquella armonía que sólo adquiere la mujer después de los diez y seis años. La realidad que tenía presente excedía a los sueños de su imaginación, y entonces se sintió más apasionado que nunca. Soledad por su parte admiraba con abandono la belleza varonil de Enrique, y en aquel momento los recuerdos de su infancia se presentaban a sus ojos adornados de los más ricos colores. Miraba a su amigo con cierta especie de respeto, y sentía en aquel momento un placer mayor que el que hubiese experimentado al volver a abrazar a un hermano. Después de algunos instantes de silencio y de recíproca contemplación, Enrique tomó la mano de Soledad y la apretó entre las suyas.

-Mi querida Soledad, -la dijo,- ¿eres feliz?

-Sí, Enrique, -le contestó ella,- después que te he visto.

-¿Y antes no?

Soledad suspiró.

-¡Ah! ese suspiro me dice lo que yo me había dicho muchas veces con dolor: Soledad no es feliz. ¡Pobre amiga mía! tú habías nacido para la felicidad, pero el dolor que veo esparcido en tu frente me anuncia que no la has alcanzado sobre la tierra. Pero hoy tienes un corazón donde depositar tus dolores, un seno donde descansar la frente, y unos brazos que siempre estarán abiertos para ti. Hallarás en mí el afecto de un padre, la solicitud de una madre, el cariño de un hermano y... aquí se detuvo porque temió traicionarse.

-Gracias, hermano mío, por eso te esperaba porque necesitaba un corazón amigo a quien depositar mis amarguras. Sí, a ti te lo diré todo, porque a ti te puedo abrir mi corazón como a Dios. No soy feliz, soy muy desgraciada. Sabes ya de que modo fui conducida al altar, cediendo a los deseos de mi madre moribunda. Desde entonces mi vida ha sido un perpetuo combate y no he tenido una sola hora de placer, hasta ahora que te he vuelto a ver, mi querido Enrique.

-Tus palabras me causan remordimientos, mi querida Soledad, porque me hacen sentir que jamás te debí haber abandonado. ¡Ah, yo te hubiera hecho tan feliz! Hubiera protegido tu vida sembrando de flores el camino que debías atravesar. Falté al deber sagrado que Dios y tu padre me habían impuesto y hoy sufro el merecido castigo encontrándote desgraciada.

-Como ha de ser, Enrique, si Dios lo ha querido así. Tú fuiste a llenar un deber más sagrado aún, y hoy vuelves cubierto de gloria, después de haberlo cumplido con honor. Siento un verdadero orgullo al volverte a ver así, y hoy como nunca me parece que mi corazón se abre a la vida y la alegría. Dios me debía esta compensación después de tantos años de sufrimiento.

-Querida mía, ¿y tu marido no está en casa? Quisiera saludarlo.

-Ha salido a cazar con un amigo y no tardará en volver.

-Dime, Soledad, ¿tu marido te trata del modo que tú mereces?

Soledad bajó la cabeza y nada contestó.

-Dímelo, Soledad, porque si creyese lo que tu silencio me dice, te protegería como si fueses mi hija, y sería capaz de hacer pedazos al infame que te tratase mal, -dijo Enrique con el fuego de la cólera en los ojos.

-No Enrique, no me trata mal, pero me atormenta pidiéndome un amor que no puedo darle, y esto trae cada día escenas violentas que han amargado mi existencia desde el primer momento de nuestra unión.

-Bien suponía que no podías amar a tu marido. ¿No has sentido jamás la necesidad de amar? ¿No has amado nunca?

Soledad se ruborizó y ya iba a contestar cuando se abrió la puerta del salón y entraron D. Ricardo y Eduardo en trago de cazadores con sus escopetas en la mano. D. Ricardo con el instinto de los celos reconoció inmediatamente a Enrique, aunque sólo conservaba un recuerdo confuso de su rostro. Enrique por su parte se levantó inmediatamente y presentó con cordialidad su mano a D. Ricardo que este tomó con visible frialdad. En seguida lo presentó a Eduardo. Los dos jóvenes se reconocieron inmediatamente por dos enemigos, y desde la primera mirada que cambiaron una antipatía recíproca se despertó en ellos. Parece que la antipatía nos hubiese sido dada por el cielo para suplir lo incompleto de nuestras facultades: la virtud presente por medio de ella el vicio de quien debe huir, y el malvado es advertido por el mismo sentimiento que está delante del justo que lo ha de castigar.