- XXVII -

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Pasó la noche sentado sobre una silla en una de esas piezas de hotel de pueblo de campo, roñosas y pulguientas, mirando la cama con horror, hirviendo en chinches probablemente, sin querer acostarse ni aun vestido.

Al través de los tabiques de lienzo, llegaba hasta él el áspero ronquido del sueño de sus vecinos. Un olor acre a pucho de cigarrillo del país había filtrado por las grietas del papel, apestaba el cuarto, mientras remolineando en tomo de su cabeza sin cesar, una nube hambrienta de mosquitos dejaba oír su chirrido exasperante.

Al alba, sin poder aguantar más, abrió la puerta.

Garuaba; un agua desmenuzada, en polvo, como bocanadas de vapor condensadas en la atmósfera.

Sin un relámpago, sin un trueno, en la tristeza gris de un cielo bajo y chato, las nubes pasaban corriendo del sudeste; hacía frío.

Los peones, llegados desde el día antes del establecimiento de Andrés y levantados ya, se ocupaban en enganchar el carruaje, una especie de silla de posta ancha con pescante, tirada a cuatro caballos:

-¿Y, alcanzaremos a ponernos en el día? -dijo Andrés dirigiéndose al que hacía cabeza.

-¡Quién sabe patrón! Los caminos han de estar pesados y los arroyos crecidos. Ha llovido fuerte toda la noche.

Repentinamente tuvo una idea: preguntar; ellos eran de la estancia, debían saber, podría salir de dudas así.

Pero una secreta repugnancia lo detuvo, un inconfeso pudor de poner en boca de aquella chusma lo que tan de cerca le tocaba.

Una sonrisa, una palabra de comentario osada o desmedida, lo habría herido como un ultraje brutal, como una profanación de lo que en los trasportes de su soñado afecto, consideraba ya sagrado para él:

-Aten de una vez y péguenle sin lástima... Aunque revienten los mancarrones y quede el tendal por el camino, quiero llegar hoy a la estancia -se limitó a agregar entonces secamente, volviendo a dar orden al sirviente que cargara su valija.

Pocos momentos después, en medio de un copioso golpe de agua, el carruaje se ponía en marcha.

Penosamente los caballos lo arrastraban, forcejeaban enterrándose en las huellas de las calles convertidas en un espeso barrial.

Por entre los cristales empañados, Andrés al salir a campo abierto, tendió la vista.

El campo era un mar, las lagunas desbordadas se juntaban; desde lo alto de la loma cuya cima desenvolvía la cinta negra del camino semejante a un puente sin fin, solo las poblaciones, los montes de las estancias alcanzábanse a distinguir como islas a lo lejos.

Ni un caballo, ni una vaca; ni un pájaro, tras de la inmensa cortina de agua sacudida por el azote furioso del sudeste, descolgándose a torrentes, como empeñada en llenar el aire después de haber cubierto el suelo:

-¡Día cochino, solo esto me faltaba! -murmuró Andrés hablando solo, exasperado y rabioso ante la pérdida de tiempo que la lluvia le originaba, en presencia de ese nuevo obstáculo opuesto como de intento al colmo de sus deseos.

Maquinalmente permaneció un instante inmóvil. Miraba correr el agua a chorros sobre la tersa superficie de los cristales.

Luego, bruscamente, acostándose a lo largo de los asientos, recogió las piernas y se echó encima una manta de viaje.

Sentía el cuerpo dolorido, entumecido, por la noche sin descanso que había pasado en el hotel.

Una profunda lasitud se apoderaba de él en el monótono repique de la lluvia contra la tolda del coche. El desliz de este, blando y silencioso, sobre la tierra empapada, suavemente lo mecía. No tardó en cerrar los ojos y en dormir.