- XXIV -

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Obedeciendo a un sentimiento de delicadeza y pundonor, siguió Andrés, arrastrando la cadena de sus amores, fue el amante titular de la Amorini durante el resto de la temporada, viviendo confesadamente con ella en el hotel.

La comunidad de esa vida, las mil pequeñas miserias de la existencia, palpadas en la estrecha intimidad de cada instante, desvaneciendo hasta la más remota sombra de una ilusión, poco a poco colmaron la medida, acabaron por operar en él una total trasformación.

Una de esas hostilidades sordas, implacables, se declaró contra la artista en el ánimo de Andrés.

La indiferencia del principio, el cansancio, el empalago que el amoroso ardor de su querida llegara a producirle, inconscientemente se habían trocado al fin en una antipatía invencible, en una aversión profunda.

Era mala, ruin, ordinaria, vulgar.

Sin dotes, sin talento, sin esos arranques secretos y misteriosos del alma, sin esa exquisita susceptibilidad nerviosa que enciende la chispa inspiradora, el fuego a cuyo calor brotan y se abren bajo otro cielo las sensitivas sublimes del arte, cantaba como cantan los bachichas, por oficio, porque sí, probablemente porque habiendo abierto la boca un día, descubrió que tenía voz.

En «Lucrezia», se abocaba furiosa con Maffio y con los otros, al pronunciar la frase: Nessuno in questa sala...

En «Faust», se remilgaba toda, se fruncía para decir: vanarella sono adesso.

Repetía las cosas al revés, como lora, no le daba, no caía, no entendía, ¡era decididamente una bruta!...

Y hasta era fea: tenía los ojos metidos en la nuca, la punta de la nariz medio de lado, las orejas mal hechas, la boca grande, los brazos flacos y las piernas peludas, como piernas de hombre.

Todo en ella había concluido por darle en cara, por cargarle, le chocaba, lo exasperaba.

Sus gestos, su figura, sus palabras, el eco de su voz, su modo de sentarse, de estar, de caminar.

En la mesa, olía la comida y usaba escarbadientes.

Además, era zurda y le daba por querer hablar en español, por llamar a Andrés anquel mío, marrido mío, querrido mío y por preguntarle si él también la amava, de noche, en la cama.

Había momentos en que tentaciones brutales lo acometían: estrujarla, estropearla, insultarla, matarla y matarse él...

¿Qué ganaba con vivir, para qué servía?... llegaba a exclamar acariciando más y más la idea de acabar por pegarse un tiro, familiarizado ahora con ella.

Sí, desahogar su rabia por algún acto salvaje de violencia, vengarse de su suerte en su querida...

Pero una invencible y oculta repugnancia, un pudor de hombre lo contenía, desarmaba su brazo una súbita compasión.

¡Infeliz, qué culpa tenía!... ¿quererlo?...

Y arrepentido, irritado contra él mismo, humillado a la idea de su propia indignidad, pacientemente se resignaba a esperar.

No sería eterno su tormento, en suma, tendría un fin...

Solari iría a abrir el teatro en Río Janeiro; tarde o temprano se vería libre de ella.