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En el Club, los hombres serios, los pavos, lectores de diarios de la tarde y jugadores de guerra y de chaquete, poco a poco habían ido desapareciendo.

Sus mujeres y sus nanas temprano los obligaban a ganar la cama.

Los muchachos, los nuevos, de vuelta a sus corridas, el ánimo ligero, el apetito azuzado, de a cuatro trepaban los escalones, iban a parar al comedor.

Acá y allá, por las salas de juego, la guardia vieja, media docena de recalcitrantes emperrados -de los del tiempo de la otra casa- entre bocanadas de humo y tragos de cerveza, mecánicamente echaban su sempiterna partida de Chinois, cantaban sus quinientas.

En un rincón, a media luz, una mesa redonda y una carpeta verde esperaban.

Eran las doce; una hora más, y «se iba a armar la gorda».

Andrés, en vena esa noche, por excepción solo alcanzó a perder diez mil pesos.