- XIV -

editar

Pocos días después de su llegada a Buenos Aires, se hacía en Colón un ensayo general de «Aida», ópera de estreno de la gran compañía lírica italiana contratada por el maestro Solari.

Andrés, a título de viejo camarada del empresario, tenía acceso libre, vara alta en el teatro. Ocupaba cada año uno de los palcos de la escena.

A lo ancho del negro pasadizo que del vestíbulo llevaba a bastidores, un tabique portátil de madera había sido atravesado.

Los profanos, apeñuzcados, porfiaban por entrar, apuraban el recurso de sus cábulas:

-¿Qué, ya no me conoce vd. a mí?

-¡No embrome, compañero, que le cuesta!..

-Este viene conmigo, ché, déjelo pasar...

-¿Está Solari adentro? yo soy su amigo, hágalo llamar, dígale que fulano lo busca...

Tiempo perdido.

El portero, sordo, inexorable, con cara de rabia obstinadamente les cerraba el paso:

-Tengo órdine del siñor impresario para non decar entrar a naidie.

En esas, atinó a llegar Andrés.

No sin trabajo había logrado abrirse camino hasta allí.

El italiano se hizo a un lado al verlo, se sacó el sombrero y solícito, obsequioso, con gesto zalamero y mirada derretida:

-Pase, Sr. D. Andrés -dijo.

Un coro de destempladas protestas y de insultos acogió la odiosa excepción del empleado, mientras por entre una doble hilera de músicos y de coristas, y una nube espesa de humo hediondo a tabaco italiano y a letrina, Andrés llegaba al fondo del zaguán, doblaba a la derecha y se metía en su palco.

Todo en la escena estaba dispuesto.

Un telón viejo había sido corrido ocultando el paredón del fondo.

A uno y a otro lado, hacia la sala, varias sillas se veían reservadas a las primeras partes.

La luz de tres brazos dobles de gas encendidos sobre la orquesta, al flotar indecisa por las tinieblas desiertas del edificio imprimía a este un sello extraño, fantástico imponente.

Vagamente, en la penumbra, el angosto y profundo coliseo despertaba la idea de una boca de monstruo, abierta, enorme.

Por entre los últimos lienzos empezaban a asomar las cabezas mugrientas de los comparsas.

Un hombre, el avisador, distribuía los cuadernos en los atriles de la orquesta, mientras largo a largo por el tablado, preocupado y solo, el empresario esperando la hora se paseaba:

-Cómo está, mi querido maestro -preguntóle Andrés con acento cariñoso, abriendo la rejilla de su palco.

-¡Oh! D. Andrés, tanto gusto de verlo -exclamó Solari y se acercó.

Luego, sacudiendo la mano de su interlocutor.

-¿Qué tal, cómo va?

Y sin esperar, «bien ¿y vd.?»

-¿Qué dice ese bravo elenco?

-Es de cartello, sabe... yo le garanto... los primeros artistas... el cuartetto de la «Scala», no hay qué decir...

-Sí, pero no veo figurar en él, ni a Gayarre, ni a Masini, de quien vd. nos hablaba, ¿creo?

-Y qué valen, ni Masini, ni Gayarre confronto de Guadagno... esta es la cosa... dos enanos y un coloso.

-Qué diablo de maestro este -murmuró Andrés y se sonrió- Pero... y la Patti -agregó-, o en su defecto, la Albani o la Van Zandt, ¿no era que alguna de las tres iba a venir?

-La Patti, la Patti... pide cincuenta mil francos por noche, la Patti... ¡esta es la cosa!

-¿Y la Albani?

-¡Andata!...

-¿Y la Van Zandt?

-¡Un mosquito!...

-¿No nos la trae, entonces?

-No, pero les traigo a una Amorini, esta es la cosa.

-¿Amorini dice? No sé quién es.

-Artista joven, magari, pero una celebridad, órgano estupendo, talento inmenso. Acaba de hacer un fanatismo, pero, un fanatismo loco en la Scala... esta es la cosa.

-Déjese de fanatismos y vámonos al grano: ¿es bonita?

-Roba fina, ¡un bombón!... Pero, ¡honesta, sabe!... ¡Oh! por esto, yo le garanto, una señora... Viene con el marido, el conde Gorrini, de Florencia.

-¡Ah! ¡ah!... ¿Y la contralto?

-¿La Machi? ¡Espléndida, un vozón!

-¿Y?...

-No hay tampoco qué pensar. Es hija de familia ella, la mama la acompaña.

-Bueno, bueno, bueno... ¿como quien dice dos Lucrezias? Pero... ¿me presentará, supongo?

-¡Ah! ¡cómo no! Yo siempre soy gentil con mis amigos...

-¡Buen pícaro es vd.!

Entretanto, al ruido de una campana que el butafuori acababa de hacer oír entre telones, los músicos iban ocupando sus lugares, sacaban sus instrumentos, los afinaban en un desconcierto agrio, irritante.

Las masas, coristas y comparsas, relegadas al fondo del escenario, hablaban bajo.

Los artistas de sombrero a un lado y bastón de puño de marfil, se ensayaban a media voz, examinaban el teatro como por encima del hombro, iban y venían afectando darse un aire de importancia.

De pronto, se oyó un murmullo, un cuchicheo; los grupos se abrieron con curiosidad y con respeto, la atención general quedó un momento en suspenso.

Era la prima donna, la célebre Amorini que triunfalmente hacía su entrada envuelta en pieles y terciopelo.

Solari al verla, anticipándose, le ofreció galantemente el brazo, la trajo y la sentó en la primera silla de la derecha junto al palco donde se hallaba Andrés.

Ella, sonriente y majestuosa, con esa majestad postiza de las reinas de teatro, en la que asoma siempre una punta de oropel, distribuía graciosos saludos de mano y de cabeza a sus compañeros, entre los que descollaba la gigantesca corpulencia de Guadagno.

Alta, morena, esbelta, linda, sus ojos hoscos y como engarzados en el fondo de las órbitas, despedían un brillo intenso y sombrío; el surco de dos ojeras profundas los bordeaba revelando todo el fuego de su sangre de romana.

Desnuda, se adivinaba en ella la garra de una leona y el cuerpo de una culebra.

Andrés, mientras los otros se acercaban a saludarla, la envolvió en una larga mirada escudriñadora y codiciosa.

Luego, en una seña, solicitando de Solari el cumplimiento de su promesa, instintivamente inclinó el cuerpo hacia afuera sobre el antepecho del palco:

-Señora Amorini -dijo el empresario-, vd. me va a permitir... este caballero desea hacer la relación de vd.

Y después de presentarlo:

-Uno de mis amigos más queridos del Río de la Plata.

Cambiadas algunas frases banales:

-No era vd. señora, una extraña para mí -empezó Andrés-. He tenido antes ocasión de admirar todo su hermoso talento.

-¡Ah! ¿sí, dónde? -preguntó con interés, volviendo a medias la silla.

-Donde se hizo vd. oír antes de cantar en la Scala.

-¿En Cremona, hace dos años?

-Justamente, hace dos años, en Cremona.

-Caro quel Cremona!... Fue un continuo triunfo para mí. El público me adoraba... Pero entonces, señor -prosiguió-, ¿somos dos viejos conocidos nosotros?... ¿Podría atreverme a esperar que, de hoy en más, quiera vd. ser un amigo para mí?

-Señora...

-Vivo en el «Hotel de la Paz» Mi marido y yo, tendremos muchísimo placer en que vd. se digne honrarnos con sus visitas -agregó designando a un hombre que en ese momento se acercaba.

Era joven, blanco, fresco, bonito, de bigotito negro retorcido; fumaba cavours, usaba cuellos escotados y cuernos de coral en la cadena.

-¡Maestro, maestro! -llegó gritando azorado el butafuori; es imposible contener a la gente, quieren por fuerza entrar.

-He dicho que no quiero yo que nadie me pise el teatro durante los ensayos.

-Sí, pero es que van a echar la puerta abajo: son más de doscientos...

-Echarme la puerta abajo, a mí... Sangue della Madonna! -rugió Solari y, furioso, corrió hacia afuera.

Pero, ahí no más, se detuvo, pareció reflexionar y un momento después, girando tranquilamente sobre sus talones:

-¡Eh!... déjelos, hombre -exclamó con aire resignado y manso-. Qué le vamos a hacer... no los puedo echar, esta es la cosa... han de ser amigos... ¡precisa tener paciencia!...

En un instante los de afuera, como muchachos que salen de clase, pataleando, invadieron los palcos y la platea.

El ensayo entretanto había empezado.

El maestro Director caballero Grassi, como rodando por entre los atriles, no sin esfuerzo había conseguido izarse hasta su asiento.

Con la delicadeza con que un pintor de miniaturas maneja su pincel, empuñaba la batuta, dibujaba los últimos compases de la romanza: Celeste Aida, mientras la Amorini abandonaba su silla y Andrés, en tetê-a-tetê, quedaba conversando con el marido:

-Hermosa ciudad Buenos Aires, señor, me ha dejado sorprendido. Nunca me figuré que en América hubiera nada igual.

-¿Vd. cree?

-«La belleza de sus edificios, el ruido, el vaivén, el comercio que se observa en sus calles, esa multitud de trenvías cruzándose sin cesar al ruido de sus cornetines, producen en el extranjero una impresión extraña y curiosa, un efecto nuevo de que no tenemos idea en nuestras antiguas ciudades italianas.

»Yo amo el movimiento, la locomoción, la vida activa, los viajes.

»Por eso, con grave perjuicio de nuestros intereses, nos ve vd. en América, habiendo rehusado del empresario Gie doscientos cincuenta mil francos por la escritura que nos ofrecía para la gran estación en Covent-Garden.

»Tengo un carácter muy jovial yo -prosiguió Gorrini sin detenerse-, lo contrario de mi señora. Ella jamás sale de casa, a no ser para ir al teatro...

»Me gusta la animación, el mundo, la sociedad...

»Aquí también, según me ha informado el amigo Solari, la gente es muy alegre, ¿tienen vds. numerosos centros sociales?»

-Sí señor, es cierto, hay varios clubs.

-El del Progreso, creo, es el más aristocrático, ¿se dan en él bailes suntuosos?

-Es en el que dicen que hay más gente decente.

-Tendría vd. algún inconveniente en presentarme como socio? -preguntó el italiano muy suelto de cuerpo, con la facilidad con que habría podido pedir a Andrés el fuego de su cigarro.

-¿Presentarlo? -dijo este como no oyendo bien -y después de vacilar un segundo-: con muchísimo gusto, señor -exclamó resueltamente-, es lo más fácil.

-Otra de mis grandes pasiones ha sido siempre la caza. En el Cairo, donde mi señora y yo, pasamos un año contratados, organizábamos magnificas partidas entre amigos. Vd. sabe que el gibier, patos, perdices, becasinas, abunda de una manera extraordinaria a orillas del Nilo.

-Pues lo que es aquí tampoco falta, podrá vd. cazar hasta cansarse, dar pábulo a su pasión.

-¿De veras, dónde, lejos?

-No señor. Y, desde luego, me permito poner a la disposición de vd. una propiedad que poseo a pocas horas de Buenos Aires, donde esos bichos pupulan por millares.

-¡Bravo, bravo! -exclamó Gorrini apoderándose con entusiasmo de las manos de Andrés.

Y, efusivamente:

-Es vd. una persona muy simpática: ¡El corazón me dice que vamos a ser los dos grandes y buenos amigos!...

-Yo te he de dar amigo, a ti y Club, y bailes y patos... -murmuró Andrés entre dientes, levantándose a fumar un cigarro en el antepalco y a conversar con Solari que en ese momento acababa de golpear la puerta.

Pero la hora del baccard se acercaba.

Fastidiado, harto de las repeticiones del ensayo y no obstante las expresivas miradas de la primadonna, la corriente de simpatía, la tácita inteligencia que parecía querer iniciarse entre los dos, Andrés, después de pasar una parte de la noche en el teatro, tomó su sombrero y salió con intención de ir al Club.

Mientras por el largo zaguán y lejos ya de la escena, se dirigía a la calle, entre una espantosa, atroz, infernal explosión de ruidos, confusamente alcanzó a distinguir a voz de Grassi que se desgañitaba gritando:

-Questa non é una banda di música... questa é una banda di assassini!...