- IV -

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El sol, a plomo, quemaba, blanco como una bola de vidrio en un crisol.

Los pastos marchitos habían dejado caer sus puntas, como inclinando la cabeza agobiados por el calor.

Echados entre las pajas, entre el junco, en los cardales, al reparo, ni pájaros se veían.

Solo un hombre, envuelta la cabeza en un ancho pañuelo de seda, iba cruzando al galope.

Los chorros de sudor de su caballo cabizbajo y jadeante regaban la rastrillada. El jinete llevaba las riendas flojas. De vez en cuando lo animaba castigándolo por la paleta con el rebenque doblado.

Después de largo rato de andar, junto a la huella, halló a su paso rodeada una majada.

Las ovejas, gachas, inmóviles, apiñadas en densos pelotones, parecían haber querido meterse unas en otras buscando sombra.

A corta distancia estaba el puesto: dos piezas blanqueadas, de pared de barro y techo de paja.

A la izquierda, en ángulo recto, una ramada servía de cocina.

A la derecha, un cuadro cercado de cañas: el jardín.

En frente, entre altos de viznaga, un pozo con brocal de adobe y tres palos de acacio en horca sujetando la roldana y la huasca del balde.

Más lejos, protegido por la sombra de dos sauces, el palenque.

Bajo el alero del rancho, colgando de la última lata del techo, unas bolas de potro se veían.

Tiradas por el suelo acá y allá, contra la pared, prendas viejas: un freno con cabezada, una bajera, una cincha surcida arrastrando su correa:

-¡Ave María purísima! -gritó el que acababa de llegar, sin bajarse de su caballo.

Un perro bayo, grande, pronto como volido de perdiz, se fue sobre él:

-¡Ave María purísima! -repitió dominando la voz furiosa del animal que, con los pelos parados, le estaba ladrando al estribo:

-¡Sin pecado concebida! -contestaron entonces desde adentro-, ¡fuera, Gaucho... fuera... fuera!...

Y hablando al recién venido:

-Apéese, patrón, y pase adelante -exclamó por la puerta entreabierta una mujer, mientras asomando con esquivez la cara, una mano en la hoja de la puerta, se alzaba con la otra el ruedo de la enagua para taparse los senos:

-Tome asiento D. Andrés y dispense, ya voy -prosiguió desde la pieza contigua así que Andrés hubo entrado.

Seis sillas negras de asiento de madera, una mesa y un estante de pino queriendo imitar caoba, eran los muebles.

A lo largo de la pared, clavadas con tachuelas, se veía una serie de caricaturas del «Mosquito», regalo del mayoral de la galera: el General Sarmiento vestido de mariscal, el Doctor Avellaneda, enano sobre tacos de gigante, el brigadier D. Bartolo Mitre, en la azotea de su casa, el Doctor Tejedor, de mula, rompiendo a coces los platos en un almacén de loza, ¡la sombra de Adolfo Alsina llorando las miserias de la patria!...

-¿Qué estaba haciendo Donata?

-Sesteando, D. Andrés.

-¿Solita?

-Sí, sola. Tata se fue al pueblito esta mañana de madrugada.

Al oírla, un gesto de satisfacción asomó al rostro de Andrés.

Luego, apagando el ruido de sus pasos, caminó hasta la abertura de comunicación entre ambas habitaciones, mal cerrada con ayuda de una jerga pampa, y allí, por una rendija, echó los ojos.

Dos cujas altas y viejas, separadas una de otra por un cortinado de zaraza, varias sillas de palo y paja torcida, una caja grande para ropa, una mesa con floreros, una imagen sagrada en la pared y en un rincón, un lavatorio de fierro con espejo, completaban el ajuar del dormitorio común.

Donata, atareada, iba y venía por el cuarto, se vestía.

Acababa de trenzarse el pelo largo y grueso, con reflejos azules como el pecho de los renegridos.

El óvalo de almendra de sus ojos negros y calientes, de esos ojos que brillan siendo un misterio la fuente de su luz, las líneas de su nariz ñata y graciosa, el dibujo tosco, pero provocante y lascivo de su boca mordiendo nerviosa el labio inferior y mostrando una doble fila de dientes blancos como granos de mazamorra, las facciones todas de su rostro parecían adquirir mayor prestigio en el tono de su tez de china, lisa, lustrosa y suave como un bronce de Barbedienne.

Andrés, inmóvil, sin respirar siquiera, la miraba. Sentía una extraña agitación en sus adentros, como la sorda crepitación de un fuego interno, como si repentinamente, a la vista de aquella mujer medio desnuda, le hubiesen derramado en las venas todo el extinguido torrente de sangre de sus veinte años.

Ella, sin sospechar que dos ojos hambrientos la devoraban, proseguía descuidada su tarea mientras, deseosa de evitar a Andrés el fastidio de la espera, de cuando en cuando le hablaba:

-¿Y Vd., patrón, con tanto sol, qué milagro?

Se había sentado; iba a ponerse las medias.

Al cruzar una sobre otra las piernas, alzándose la pollera, mostró el pie, un pie corto, alto de empeine, lleno de carne, el delicado dibujo del tobillo, la pantorrilla alta y gruesa, el rasgo amplio de los muslos y, al inclinarse, por entre los pliegues sueltos de su camisa sin corsé, las puntas duras de sus pechos chicos y redondos.

Descorriendo la cortina, Andrés entró de golpe:

-¡Solo por verte a ti, mi hijita, he venido!

Y en la actitud avarienta del que teme que se le escape la presa, arqueado el cuerpo, baja la cabeza, las manos crispadas, un instante se detuvo a contemplarla.

Después, fuera de sí, sin poder dominarse ya, en el brutal arrebato de la bestia que está en todo hombre, corrió y se arrojó sobre Donata:

-¡Don Andrés, que hace por Dios! -dijo esta asustada, fula, pudiendo apenas pararse.

A brazo partido la había agarrado de la cintura. Luego, alzándola en peso como quien alza una paja, largo a largo la dejó caer sobre la cama.

La tocaba, la apretaba, la estrujaba, la deshacía a caricias, le cubría de besos locos la boca, el seno, las piernas.

Ella, pasmada, absorta, sin atinar siquiera a defenderse, acaso obedeciendo a la voz misteriosa del instinto, subyugada a pesar suyo por el ciego ascendiente de la carne, en el contacto de ese otro cuerpo de hombre, como una masa inerte se entregaba.

De pronto, dio un agudo grito de dolor y soltó el llanto.

Breves instantes después, con el gesto de glacial indiferencia del hombre que no quiere, Andrés tranquilamente se bajaba de la cama, daba unos pasos por el cuarto y volvía a apoyarse sobre el borde del colchón.

-Pero, ¡qué tienes, qué te pasa, por qué estás ahí llorando, zonza! -dijo a Donata inclinado, moviéndola con suavidad del brazo-, ¿qué te sucede, di, ni tampoco un poquito me quieres, que tanto te cuesta ser mía?

Y como ella, abismada toda entera en su dolor y en su vergüenza, vuelta de espaldas, encogida, la cara oculta entre las manos, continuara derramando copiosas lagrimas:

-Vaya, mi alma, no sea mala, déme un besito y no llore.

-¡Don Andrés, por vida suya, déjeme!

Hubo un largo momento de silencio; se oía solo el zurrido de las moscas pululando en las rendijas por donde entraba el sol.

-Bueno, ingrata -exclamó por fin Andrés deseoso de acabar cuanto antes, violento de encontrarse allí, con ganas de irse-, ¡ya que tan mal me tratas, me retiraré, qué más!

Y despacio, mientras se dirigía hacia la puerta:

-Después, cuando se te haya pasado el enojo volveré -agregó levantando con toda calma la cortina de jerga y saliendo a montar a caballo, entre risueño y arrepentido de lo que había hecho, como harto ya.