Sin rumbo: 03
- III -
editarAl través del humo de su cigarro, su mirada vagaba perdida en el espacio.
Era la serie de cuadros del pasado, desvanecidos, viejos unos, borrados por el tiempo como borra la distancia los colores, los otros frescos, vivos, palpitantes.
Las reminiscencias de la primera infancia, los seis años, la escuela de mujeres, la maestra -Misia Petronita- de palmeta y pañuelo de tartán, la cartilla, Astete y, luego, las grandes, hoy marchitas, madres, abuelas muchas de ellas.
Después, Mister Lewis, su colegio de varones, almácigo de comerciantes, el espíritu positivo y práctico del padre queriendo hacerle entrar teneduría, alemán, inglés, meterlo en un escritorio.
La oposición empecinada y paciente de la madre ciega de cariño, soñando otras grandezas para su hijo, cómplice inconsciente de su daño, dispuesta siempre a encubrirlo, a defenderlo, a encontrar bien hecho lo que hacía, a ver en él a una víctima inocente del despotismo paterno y triunfando al fin con el triunfo del mañoso sobre el fuerte.
Una vez -y el recuerdo de este lejano episodio de su vida se dibujó claramente en su memoria- una vez, había llegado a Buenos Aires una francesa vieja, zonza, flaca y fea, pero... era artista, cantaba en Colón.
Enardecido al calor de una de esas fantasías de adolescente, que tienen la virtud de transformar en un edén el camarín hediondo a cola y a engrudo de las cómicas, hacerse presentar a ella por el empresario, un italiano viejo, corrompido, y mandarle en la noche del estreno diez mil pesos en alhajas, todo fue uno.
Por error, la cuenta cayó en manos del padre.
Una escena violenta se siguió. Fastidiado, declaró el viejo que cerraba los cordones de su bolsa.
El hijo, insolente, replicó alquilando un cuarto en el Hotel de la Paz.
Empezaron entonces los manejos de la madre, las tácitas contrariedades, los enojos, los obstinados silencios de días, de semanas, esa muerte a alfilerazos, esa guerra sorda y sin cuartel de las mujeres que acaba por convertir el hogar en un infierno.
A poco andar, llegaba a manos del hijo una carta escrita así:
«Si no te bastan quince mil pesos por mes, toma treinta mil, pero vuelve».
«¡La universidad -pensaba Andrés-, época feliz, haragán, estudiante y rico!
»El Club, el mundo, los placeres, la savia de la pubertad arrojada a manos llenas, perdidos los buenos tiempos, árido por falta de cultivo y de labor, baldío, seco el espíritu que tiene en la vida -se decía-, como las hembras en el año, su primavera de fecundación y de brama.
»Después, ¡oh! después es inútil, imposible; es la rama de sauce enterrada cuando ya calienta el sol.
»Vanos los esfuerzos, la reacción intentada, los proyectos, los cambios vislumbrados a la luz de la razón pasajero rayo de sol entre dos nubes.
»Vanos los propósitos de enmienda, el estudio del derecho un instante abrazado con calor y abandonado luego merced al golpe de maza del fastidio. El repentino entusiasmo por la carrera del médico, la camaradería con los estudiantes pobres de San Telmo, el amor al anfiteatro, muerto de asco en la primera autopsia.
»Vanas más tarde las veleidades artísticas, las fugaces aspiraciones a lo grande y a lo bello, las escuelas de Roma y de París, el Vaticano, el Louvre, Los Oficios, los talleres de los maestros Meissonier, Monteverde, Madrazo, Carrier-Beleuse, entrevistos y dejados por otra escuela mejor: el juego y las mujeres; la orgía.
»Y en un momento de empalago, de cansancio, de repugnancia profunda, los viajes, la Rusia, el Oriente, la China, el mundo y siempre y en todas partes, bajo formas varias y diversas, el mismo fondo de barro.
»Seco, estragado, sin fe, muerto el corazón, yerta el alma, harto de la ciencia de la vida de ese agregado de bajezas: el hombre, con el arsenal de un inmenso desprecio por los otros, por él mismo, en qué habría venido a parar, ¿qué era al fin?
»Nada, nadie...
»¿Qué antecedentes, qué títulos tenía?»
No haber llegado a tirar por falta de tiempo, antes que lo ganara el hastío, los restos de lo que supo ahorrar su padre:
-¡Ah! sí -exclamó de pronto Andrés con un gesto de profundo desaliento, arrojando la punta de su cigarro que le quemaba los labios-, ¡chingado, miserablemente chingado!...
La noche había llegado, tibia, trasparente.
Una niebla espesa empezaba a desprenderse de la tierra.
El cielo, cuajado de estrellas, parecía la sábana de una cascada inmensa derramándose sobre el suelo y levantando, al caer, la polvareda de su agua hecha añicos en el choque.
Andrés, recostado contra la reja del balcón, miró un momento: «¡Uff!...» hizo cruzando los brazos en la nuca y dando un largo bostezo, «¡qué remedio!... mañana iré a ver a la china esa».
Encendió luz, ganó la cama y abrió un libro.
Media hora después cerraba los ojos sobre estas palabras de Schopenhauer su maestro predilecto: «el fastidio da la noción del tiempo, la distracción la quita; luego, si la vida es tanto más feliz cuanto menos se la siente, lo mejor sería verse uno libre de ella».