Semblanza de Barrutia

¡BARRUTIA!




Ha muerto en España un personaje que deja tras de sí cierta celebridad.

Y sin embargo, no era literato, ni artista, ni hombre político, ni filósofo, ni nada.

Había sido en sus juventudes guardia de Corps.

Pertenecía á una familia distinguida. Contaba con amigos en todas las clases de la sociedad, especialmente en el mundo de los poetas y de los actores. Se había retirado del servicio, y vivía de sus rentas.

¿A qué debía su popularidad, esencialmente madrileña, este señor D. Joaquín Barrutia (pues á él me refiero), popularidad que ningún habitante de la villa y corte pondrá en duda?

A su conocimiento de la vida.

Barrutia era el sentido común. Era un filósofo alegre, que con su conversación amenísima y su gracia especial solía decir cosas que quedaban.

A su muerte, la prensa de Madrid ha reproducido las frases más conocidas de aquel viejo, limpio hasta la exageración, sonriente con todo el mundo, y conocedor de los hombres y de las cosas como pocos. Los autores dramáticos que le rodeaban han aprendido de sus labios no pocos chistes y no menos sentencias. Otros, con una falta de respeto censurable, le han copiado en escena, ayudados por los cómicos, que se vestían á la manera original, sin dejar de ser distinguida, del ex buen mozo, que á los sesenta y pico de años conservaba una figura militar de las más correctas.

Era, en fin, un tipo madrileño que ha podido repetir al espirar lo de non omnis moriar, no moriré del todo.

No hace aún un mes que los diarios de Madrid trajeron á París la noticia de haber hecho un periodista conocido una ascensión en globo.

Se dió al acto gran importancia, porque realmente era un acto de arrojo y porque era la primera vez que sucedía.

— Antes de quince días — le decía yo á Luque leyendo los detalles de la ascensión — habrán subido veinte ó treinta españoles más.

Y sin querer me acordé de Barrutia, que repetía constantemente una frase suya exactísima : «La envidia — decía — es entre nosotros el vicio nacional. »

¡Cuántas veces ha podido y podrá aplicarse esta observación de hombre de mundo!

Acaso ha perjudicado á su notoriedad no haber sido escritor ó poeta. Ya él lo sabía. «En otros países — exclamaba con su habitual buen humor en cierta ocasión — para llegar á los primeros puestos de la nación hay que ser político eminente, hombre de ciencia; en España hay que empezar por hacer versos. El que no sabe hacer versos está perdido. ¡Espartero cayó por eso!»

Una noche en el saloncillo de los Bufos Arderíus reinaba grande animación. Por aquellos días se había sublevado Prim, y se decía que había escrito un programa político, pero nadie le conocía. Llegó un periodista y aseguró que él lo había recibido ya y que iba á ofrecer á los concurrentes la primeur de su lectura.

En aquel momento Barrutia se marchaba, sin dar, al parecer, la menor importancia al asunto.

— Quédese usted, D, Joaquín — dijo el periodista; — conocerá usted el programa de Prim.

— ¡Le conozco ! (Y siguió andando.)

— No puede ser.

— Le conozco.

— Le digo á usted que no puede ser, porque éste es el primero que ha llegado á Madrid, y yo no se lo he enseñado á nadie.

Y Barrutia, sin cesar de andar ni volver siquiera la cabeza, repitió ya lejos:

— ¡Le conozco! ¡Desde el año de 23 todos dicen lo mismo!

Sus opiniones sobre la mujer en general eran duras, pero expresadas con suma gracia. Observador profundo, estudiaba el corazón humano en sus propias hijas, de las cuales contaba lo siguiente, sumamente práctico:

— Cuando yo sacaba las niñas á pasear — decía — solía observar cosas como ésta.

Pasaba junto á nosotros un muchacho; nos saludaba; una de las niñas decía:

— Papá, ¿quién es ése?

— Un excelente muchacho que vive de su modesto sueldo, con el cual mantiene á su madre. ¡Ni una deuda, ni un vicio, nada! ¡Un hombre de bien!

Las niñas seguían su paseo, sin darle gran importancia á la respuesta.

Pasaba otro joven que me saludaba también.

— Y ése, ¿quién es? — volvían á preguntar.

— ¿Ese? Un perdido, un calavera deshecho, un engañador de mujeres....

Las dos niñas se volvían á mirarle inmediatamente!

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Sus observaciones sobre el arte de la escena eran siempre nuevas.

— Ustedes se equivocan siempre — exclamaba — al juzgar sus propias comedias. El público piensa siempre de ellas lo contrario que el autor. ¿Y sabe usted por qué? Porque el público ve la comedia de cara, mientras que ustedes la ven siempre de espalda.

Y hay mucho de verdad en esto.

Había en su conversación mucho de efecto cómico. Por ejemplo, al encontrarse con un joven para él desconocido, que le dice:

— Señor don Joaquín, usted no se acordará de mí.

— No recuerdo, en efecto....

— Yo soy el hijo de doña Fulana....

— ¿Doña Fulana?....

— La señora del Intendente.

— ¿De don Manuel?

— Justo.

— ¿De Valladolid?

— ¡Eso es!

— ¡Fulana! Ya recuerdo. ¡La he conocido mucho á mamá!

— Mucho, ¿verdad?

— ¡Muchísimo! ¡Se la pegamos á su papá de usted el año del cólera!

Sería interminable la colección de sus frases, que en todos los teatros y restaurants de moda han quedado como recuerdo indeleble de aquel excelente hombre, que, después de todo, se ha muerto sin hacer daño á nadie, lo cual es, dados los tiempos, mérito muy raro.