Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXXII

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXXII

Capítulo XXXII

En que se prosiguen las graciosas demostraciones que nuestro hidalgo don Quijote y su fidelísimo escudero Sancho hicieron de su valor en la corte


Parecióles al titular y a don Carlos que la primera cosa que habían de hacer, salidos de casa y oída misa, era besar las manos a Su Majestad y a algunos señores de calidad y del Consejo, dándoles parte del estado del casamiento. Efectuáronlo, pues, así, saliendo acompañados de don Álvaro y de otros amigos que habían venido a visitar a don Carlos. Ya estaban levantados sus huéspedes, don Quijote, Bárbara y Sancho a la que salían de casa, que no tuvieron poco en qué entender con ellos en hacerles quedar en ella; que no había remedio con don Quijote, sino que les había de honrar con su compañía, subido en Rocinante. Y a puras promesas de que enviarían luego por él, dada razón de su venida a los grandes, le hicieron quedar, aunque no sin guardas, para que de ninguna suerte le dejasen a él ni a los de su compañía salir de casa. A la que los señores salían della, se asomó deprisa Sancho a una ventana, diciendo a voces:

-Señor don Carlos, si acaso topare por ahí aquel escudero negro, mi contrario, dígale que le beso las manos y que se apareje para esta tarde o mañana para acabar aquella batalla que sabe con uno de los mejores escuderos que tiene barbas en cinta; y más, que le desafío, para después de la pelea, a quién segará mejor y más apriesa, y aun le daré dos o tres gavillas de ventaja, con tal condición, que comamos primero un gentil gazapo con su ajo, que yo lo sé hacer a las mil maravillas.

Tiróle en esto don Quijote del sayo con cólera, diciendo:

-¿Es posible, Sancho, que no ha de haber para ti guerra, conversación ni pasatiempo que no sea de cosas de comer? Deja estar el escudero negro, que sobre mí que él te venga sobrado a las manos; y aun a fe que entiendo que habrás bien menester las tuyas para él.

-No habré -replicó Sancho-, porque pienso ir prevenido a la pelea llevando en la mano zurda una gran bola de pez blanda de zapatero, para, cuando el negro me vaya a dar algún gran mojicón en las narices, reparar el golpe en dicha bola. Pues es cierto que, dando él el golpe en ella, con la furia que le dará, se le quedará la mano pegada de manera que no la pueda desasir; y así, viéndole yo con la mano derecha menos y que no se puede aprovechar della, le daré a mi salvo tantos y tan fieros mojicones en las narices, que de negras se las volveré coloradas a pura sangre.

Hicieron sus visitas el titular, don Carlos y don Álvaro, teniendo ventura en poder besar las manos de espacio a Su Majestad y de poder tratar de sus negocios con él y con los demás señores a quienes tenían obligación de dar los primeros avisos del casamiento. Y, en la última visita que hicieron a un personaje de su calidad y muy familiar y amigo, casado con una dama de buen gusto, dieron cuenta de los huéspedes que tenían en casa y de los buenos ratos que pasaban con ellos, pues eran los mejores que señor podía pasar en el mundo. Encarecieron tanto los humores dellos, que el marido y mujer les rogaron con notables veras se los llevasen a su casa aquella tarde para pasarla buena. Ofreciéronlo de hacer con condición que se había de fingir él Gran Archipámpano de Sevilla y su mujer Archipampanesa, diciendo que don Quijote era hombre que solo se pagaba de príncipes de nombres campanudos, porque el tema de su locura era ser caballero andante, desfacedor de agravios y defensor de reinos, reyes y reinas; y que así, se le había puesto en la cabeza que una feísima mondonguera de Alcalá, que traía por fuerza en su compañía, era la reina Zenobia, que no la había dejado menos perenal la vana y ordinaria letura de los libros de fabulosas caballerías, a la cual se había dado por el crédito que daba a todas las quimeras que en ellos se cuentan, teniéndolas por verdaderas.

Con este concierto, se volvieron a su casa a comer, dando de parte del grande Archipámpano un recado a don Quijote sobremesa; y diciéndole juntamente cómo todos habían de ir, caído el sol, a besarle las manos él y Sancho, metidos en coches, por ser muy de príncipes pasear la corte aquellos meses en carrozas, y no en caballos. Aceptó la ida don Quijote, y lo mismo hizo Sancho. En pareciéndoles a los señores hora, mandaron aprestar los coches y, metiéndose todos dentro con don Quijote, armado y embroquelado con su adarga, y con Sancho, caminaron hacia la casa del fingido Archipámpano, a quien dieron los pajes luego aviso de las visitas que llegaban. En sabiéndolo, se puso bajo un dosel en una gran sala a recebilles; y, entrando el titular, don Carlos y don Álvaro en ella, le saludaron con notable cortesía y disimulación, y asentándose por su mandado junto a él, llena la sala de la gente que los acompañaba y de la de casa, y estando en otro cabo della, en un buen estrado, la mujer con algunas dueñas y criadas, se levantó don Álvaro y, tomando de la mano a don Quijote, le presentó con notable cortesía delante del Archipámpano, diciendo:

-Aquí tiene Vuesa Alteza, señor de los flujos y reflujos del mar y poderosísimo Archipámpano de las Indias oceanas y mediterráneas, del Helesponto y gran Arcadia, la nata y la flor de toda la caballería manchega, amigo de Vuesa Alteza y gran defensor de todos sus reinos, ínsulas y penínsulas.

Dicho esto, se volvió a asentar; y quedando don Quijote puesto en mitad de la sala, mirando a todas partes con mucha gravedad, puesto el cuento de la lanza, que un criado le trajo, en tierra, estuvo callando hasta que vio que todos habían visto y leído las figuras y letras de su adarga. Y cuando vio que callaban y estaban aguardando a que él hablase, con voz serena y grave, comenzó a decir:

-Magnánimo, poderoso y siempre augusto Archipámpano de las Indias, decendiente de los Heliogábalos, Sardanápalos y demás emperadores antiguos, hoy ha venido a vuestra real presencia el Caballero Desamorado, si nunca le oístes decir; el cual, después de haber andado la mayor parte de nuestro hemisferio y haber muerto y vencido en él un número infinito de jayanes y descomunales gigantes, desencantando castillos, libertando doncellas, tras haber deshecho tuertos, vengado reyes, vencido reinos, sujetado provincias, libertado imperios y traído la deseada paz a las más remotas ínsulas, mirando con los ojos de la consideración a todo lo restante del mundo, he visto que no hay, en toda la redondez dél, rey ni emperador que más digno sea y mejor merezca mi amistad, conversación y trato que vuesa alteza, por el valor de su persona, lustre de sus progenitores, grandeza de su imperio y patrimonio, y principalmente por el esfuerzo que muestra su bella y robusta presencia. Por tanto, yo he venido, magnánimo monarca, no a honrarme con vos, que asaz tengo de honra adquirida, ni a procurar vuestras riquezas ni reinos, que ahí tengo yo el imperio de Grecia, Babilonia y Trapisonda para cada y cuando que los quisiere, ni a deprender cortesías ni otras cualesquier gracias ni virtudes de vuestros caballeros, que mal puede aprender quien es conocido y respetado por todos los príncipes de buen gusto, por espejo y dechado de virtud, crianza y de todo prudencial y buen orden militar, sino a que, desde este día, me tengáis por verdadero amigo, pues dello os resultará no solamente honra y provecho, sino juntamente sumo contento y alegría. Que llano es que todos los emperadores del mundo, en viéndome de vuestra parte, os han de rendir, mal que les pese, vasallaje, enviar parias, multiplicar embajadores, a fin sólo de hacer con vos inviolables y perpetuas treguas mientras yo en vuestra casa estuviere, compelidos del temor que con el trueno de mi nombre y con la gloria de mis fazañas les entrará por los oídos hasta lo íntimo del corazón. Y, por que veáis que la fama que de mis obras habéis oído no es solamente voz que se la lleve el viento, sino valentías heroicas y conquistas célebres, acabadas con suma facilidad y felicidad en gloria del orden de la caballería andantesca, quiero que luego en vuestra presencia venga conmigo a las manos aquel soberbio gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, con quien ha más de un mes que tengo aplazada batalla para delante de vos y de todos vuestros grandes, en cuya presencia le he de quitar la monstruosa cabeza y ofrecerla a la gran Zenobia, reina hermosísima de las Amazonas, con cuyo lado me honro y a quien pienso dar el dicho reino de Chipre entre tanto que este brazo la restituye en el suyo, que el Gran Turco le tiene usurpado; quedándome atrás esta victoria, la que también espero alcanzar de cierto hijo del rey de Córdoba, tan alevoso, que en mi presencia levantó un falso testimonio a una reina, de quien es alnado; y por remate hacer desistir de la vida o de su pretensión al príncipe Perianeo de Persia en los amores de la infanta Florisbella, pues los solicita mi grande amigo Belianís de Grecia, y no cumpliría con lo que a quien soy debo si no le dejase sin pretendiente tan importante en tan grave pretensión. Vuesa alteza, pues, mande luego a los tres venir por orden a esta real sala, que de nuevo les reto, desafío y aplazo.

Dicho esto, quedaron él callando y todos los de sala tan suspensos de oír los concertados disparates de aquel hombre y la gravedad y visajes con que los decía, que no sabían quién ni cómo saliese responderle. Pero al cabo de rato, el mismo Archipámpano le dijo:

-Infinito huelgo, invicto y gallardo manchego, de que hayáis querido hacer electión de mi corte y de los servicios que en ella os pienso hacer para bien suyo, gloria vuestra y aumento de mis estados, y más de que haya sido vuestra venida a ellos en tiempo que tan oprimidos me los tiene ese bárbaro príncipe de Tajayunque que decís. Pero, porque es ardua la empresa del duelo que con él tenéis aplazado, quiero, para deliberar sobre ello con más acuerdo, que se dilate hasta que lo consulte con mis grandes; que esotros desafíos de los príncipes Perianeo y de Córdoba son de menos consideración y fácilmente se compondrán o rendirán ellos después, cuando vean triunfáis del rey de Chipre. La dilación, pues, de su batalla os pido consintáis en primer lugar; y en segundo, os ruego os retiréis cuanto pudiéredes de las damas de mi casa y corte, pues, estando vos en ella y siendo el Caballero Desamorado, y tan galán, dispuesto, bien hablado y valiente, de fuerza han de estar todas ellas con grandísima vigilancia, y aun competencia, sobre cuál ha de ser la tan dichosa y bien afortunada que os merezca. Y no es mi intención caséis con ninguna dellas, porque pretendo casaros con la infanta mi hija, que allí veis, luego que os vea coronado emperador de Grecia, Babilonia y Trapisonda; y de aquí adelante recebiré a merced de que, como yerno mío en espera, tengáis esta casa por propria, sirviéndoos della y de mis proprios caballeros y criados.

Don Carlos llamó en esto por un lado de la silla a Sancho, y le dijo:

-Ahora es tiempo, amigo Sancho, de que el poderoso Archipámpano os conozca y vea vuestro buen entendimiento; y así, no perdáis la ocasión que tenéis; antes, decilde con mucha y buena retórica se sirva de mandaros dar a vos también licencia para hacer la batalla con aquel escudero negro que sabéis, pues, venciéndole, es cierto os dará el orden de caballería, quedando tan caballero y famoso para toda vuestra vida como lo es don Quijote.

Apenas hubo oído Sancho tal consejo, cuando se puso en medio de la sala, delante de su amo, de rodillas, teniendo la caperuza en las manos y diciéndole en voz alta:

-Mi señor don Quijote de la Mancha, si alguna merced le he hecho en este mundo, le suplico, por los buenos servicios de Rocinante, que es la persona que más puede con vuesa merced, me dé, en pago della y dellos, licencia para hablar a este señor Arcadepámpanos media docena de palabras de grandísima importancia, pues, visto por él mi ingenio, sin duda verná, andando días y viniendo días, a darme el orden de caballería con los haces y enveses que vuesa merced le tiene.

Don Quijote le dijo:

-Sancho, yo te le doy; pero con condición que no hagas ni digas necedad alguna de las que sueles.

-Para eso -dijo Sancho-, buen remedio: póngase vuesa merced tras de mí, y, en viendo que se me suelta alguna, que no podrá ser menos, tíreme de la halda del sayo y verá cómo me desdigo de cuanto hubiere dicho.

Llegóse inmediatamente don Quijote al caballero que tenía por Archipámpano, y díjole:

-Para que vuesa alteza, señor mío, vea que como verdadero caballero andante traigo conmigo escudero de calidad y fidelísimo para llevar y traer recados a las princesas y caballeros con quien se me ofrece comunicar, suplícole oiga este que aquí le presento, llamado Sancho Panza, natural del Argamesilla de la Mancha, hombre de bonísimas partes y respetos, porque tiene que hablar con vuesa alteza un negocio de importancia, si para ello se le diere licencia.

El Archipámpano le respondió que se la daba muy cumplida, pues había echado de ver en su talle, traje y fisonomía que no podía ser menos discreto que su amo. Púsose Sancho luego en medio y, volviendo la cabeza, dijo a don Quijote:

-Deme vuesa merced esa lanza para que me ponga como vuesa merced estaba cuando hablaba al Arcapámpanos.

Don Quijote le respondió:

-¿Para qué diablos la quieres? ¿No ves que no estás armado como yo? Ya comienzas a hacer necedades.

-Pues vaya vuesa merced contando -replicó Sancho-, que ya tengo una.

Y poniendo las manos en arco, sin quitarse la caperuza, con no poca risa de los que le miraban, estuvo un buen rato sin hablar, hasta que, viéndolos callar, comenzó a decir, procurando empezar como su amo don Quijote, a cuyas razones había estado no poco atento:

-Magnánimo, poderoso y siempre agosto harto de pámpanos...

Don Quijote le tiró del sayo, diciendo:

-Di augusto Archipámpano, y habla con tiento.

Y él, volviendo la cabeza, dijo:

-¿Qué más tiene augusto que agosto y esotro de pámpanos? ¿Todo no se va allá?

Y prosiguió diciendo:

-Habrá vuesa merced de saber, señor decendiente del emperador Eliogallos y Sarganapalos, que yo me llamo Sancho Panza el escudero, marido de Mari Gutiérrez por delante y por detrás, si nunca le oístes decir, el cual, por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica, soy cristiano y no pagano, como el príncipe Perianeo y aquel bellaco de escudero negro; y ha días que ando en mi rucio con mi señor por la mayor parte deste nuestro...

Y, volviendo la cabeza a su amo, le dijo:

-¿Cómo diablos se llama aquél?

-¡Oh, maldito seas! -replicó don Quijote-. ¡Hemisferio, simple!

-¿Pues qué quiere agora? -replicó Sancho-. Haga cuenta que tengo dos necedades a un lado. ¿Piensa que el hombre ha de tener tanta memoria como el misal? Dígame cómo se llama, y tenga paciencia; que ya se me ha tornado a desgarrar del caletre.

-Ya te he dicho -respondió don Quijote- que se llama hemisferio.

-Digo, pues -prosiguió Sancho-, que, tornando a mi cuento, señor rey de Hemisferio, yo no he hasta agora muerto ni dispilfarrado aquellos gigantones que mi amo dice; antes huyo dellos como de la maldición, porque el que vi en Zaragoza en casa del señor don Carlos era tal, que ¡mal año para la torre de Babilonia que se le igualase! Y así, no quiero nada con él; allá se las haya con mi señor. Con quien quiero probar mis uñas es con el escudero negro que trae, que negra Pascua le dé Dios; que, en fin, es mi mortal enemigo, y no tengo de parar hasta que me lave las manos con su negra sangre en esta sala, en presencia de todos vuesas mercedes; que, haciéndolo, confío que Vuesa Altura me hará caballero; si bien es verdad que, puesto en mi rucio, tanto me lo soy como cualquiera. Sólo advierto que en la pelea no me han de faltar del lado mi amo, el señor don Carlos y don Álvaro, por lo que pudiere ofrecerse; tras que no hemos de reñir con palos ni espadas, pues con ellas nos podríamos hacer algún daño sin querer, teniendo qué curar después; sino que ha de ser a finos mojicones o cachetes, y que se pudiere aprovechar de alguna coz o bocado, San Pedro se lo bendiga. Bien es verdad que aun en esto tendrá no poca ventaja el bellaco del negro, porque ha más de dos años y medio que no he andado a mojicones con nadie, y esto, si no lo usan, se olvida fácilmente como el avemaría; pero el remedio está en la mano del señor don Álvaro. ¿A quién digo? Lléguese acá, pesia a mi sayo.

-Diga, señor Sancho -respondió don Álvaro-; que bien le oigo, y haré todo lo que fuere de su gusto.

-Pues lo que ha de hacer -prosiguió Sancho- es echármele unos antojos de caballo cuando salga a la pelea; porque no viéndome con ellos, errará los golpes y, llegando yo pasito, ya por este lado, ya por esotro, le daré mil porrazos hasta que le haga ir a presentarse de rodillas delante de Mari Gutiérrez, mi mujer, pidiéndole me ruegue le perdone. He aquí, señor rey Agosto, ya vencida la batalla y rendido el escudero negro; y así, no hay sino armarme caballero, que no sufro burlas, y a perro viejo, no cuz, cuz.

-Por cierto que merecéis, Sancho -dijo el Archipámpano-, el orden que pedís de caballería. Yo os le daré el día que se concluyere la batalla con el rey de Chipre, haciéndoos otras mercedes. Pero contadme, por darme gusto, las hazañas del señor don Quijote y las aventuras con que se ha topado por esos hemisferios; que yo y la Archipampanesa, mi mujer, mi hija la infanta y todos estos caballeros holgaremos mucho de oíros.

Apenas le dieron pie para hablar a Sancho, cuando tomó tan de veras la mano a su amo en referir cuanto les había sucedido que jamás le dejó hacer baza, por más que con cólera le porfiaba, contradecía y desmentía. Y así, fue contando lo de Ateca, de ida y vuelta, y cuanto les había pasado en Zaragoza, y con la reina Segovia en el bosque, Sigüenza, venta, Alcalá y hasta la misma corte. Tratóle mal su amo de palabras cuando acabó de decir, y pasaron lindos cuentos sobre la averiguación del de la ataharre, de que rieron de suerte los circunstantes, que se vio obligado don Quijote a decirles:

-Por cierto, señores, que me maravillo mucho de que gente tan grave se ría tan ligeramente de las cosas que cada día acontecen o pueden acontecer a caballeros andantes, pues tan honrado era como yo el fuerte Amadís de Gaula y, con todo, me acuerdo haber leído que, habiéndole echado preso por engaño un encantador y teniéndole metido en una obscura mazmorra, le echó invisiblemente una melecina de arena y agua fría, tal que por poco muriera della.

Levantóse, acabadas estas razones, el Archipámpano de su asiento, temeroso de que tras ellas no descargase don Quijote algún diluvio de cuchilladas sobre todos (que se podía temer dél, según se iba poniendo en cólera); y llegándose a su mujer, le preguntó qué le parecía del valor de amo y criado; y, celebrándolos ella por piezas de rey, le dijo don Carlos:

-Pues lo mejor falta por ver a Vuesa Alteza, que es la reina Zenobia; y, si no, dígalo Sancho.

El cual replicó, mirando a las damas circunstantes:

-Pardiez, señoras, que pueden sus mercedes ser lo que mandaren; pero en Dios y en mi conciencia les juro que las excede a todas en mil cosas la reina Segovia. Porque, primeramente, tiene los cabellos blancos como un copo de nieve y sus mercedes los tienen tan prietos como el escudero negro mi contrario. Pues en la cara, ¡no se las deja atrás! Juro non de Dios que la tiene más grande que una rodela, más llena de arrugas que gregüescos de soldado y más colorada que sangre de vaca; salvo que tiene medio jeme mayor la boca que vuesas mercedes y más desembarazada, pues no tiene dentro della tantos huesos ni tropiezos para lo que pusiere en sus escondrijos; y puede ser conocida dentro de Babilonia, por la línea equinoccial que tiene en ella. Las manos tiene anchas, cortas y llenas de barrugas; las tetas largas, como calabazas tiernas de verano. Pero, para qué me canso en pintar su hermosura, pues basta decir della que tiene más en un pie que todas vuesas mercedes juntas en cuantos tienen. Y parece, en fin, a mi señor don Quijote pintipintada, y aun dice della, él, que es más hermosa que la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone; si bien a mí no me parece tanto.

Como medianoche era por hilo, los gallos querían cantar, celebraron mucho todos el dibujo que Sancho había hecho de la reina Zenobia y rogaron a don Carlos la trajese allí el día siguiente a la misma hora; y prometiéndolo el, y llamando al titular, su cuñado, que estaba apartado a un lado apaciguando a don Quijote, les suplicaron a ambos les dejasen aquella noche en casa a Sancho. Condecendieron con los ruegos del Archipámpano, y en particular don Quijote, a quien el titular, don Álvaro y don Carlos dijeron no podía contradecir; tras lo cual, despidiéndose todos de sus altezas, se volvieron a su casa con el acompañamiento que habían venido y con no poco consuelo de don Quijote, por ver empezaban ya a conocerle y temerle los de la corte.