Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXXI

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXXI

Capítulo XXXI

De lo que sucedió a nuestro invencible caballero en casa del titular, y de la llegada que hizo en ella su cuñado don Carlos en compañía de don Álvaro Tarfe


En subiendo arriba, dio orden el señor a su mayordomo llevase a cierto cuarto a don Quijote, Bárbara y a Sancho, y les diese bien y abundantemente de cenar, y habiéndolo ellos hecho, y lo mismo él, mandó al mismo mayordomo le sacase en su presencia a Bárbara, para dar principio al entretenimiento que pensaban tener él y los que habían cenado en su compañía, que eran algunos caballeros, con los dislates de don Quijote, confiando les haría cuenta de su principio y causa la dicha Bárbara. Bajó, pues, ella, no poco turbada y medrosa de verse llamar a solas; y, puesta en presencia de los caballeros, la dijo el que la había hospedado:

-Díganos la verdad desnuda, señora reina Zenobia, de su vida y de la deste galán y valeroso caballero andante que tanto la cela y defiende.

-La mía, señores ilustrísimos, es la que tengo dicha en el Prado, breve y llena de altos y bajos, como tierra de Galicia: Bárbara de Villatobos me llamo, nombre heredero de una agüela que me crió, buen siglo haya, en Guadalajara; vieja soy, moza me vi y, siéndolo, tuve los encuentros que otras, no faltándome quien me rogase y alabase, ni a mí me faltaron los ordinarios desvanecimientos de las demás mujeres, creyendo aún más de lo que me decía de mi talle y gracia el poeta que me la celebraba, pues lo era el bellacón que a cargo tiene mi pudicicia. Entreguésela y entreguémele amándole, y mintiendo a las personas que me pedían de derecho cuenta de mis pasos. Supiéronse presto en Guadalajara los en que andaba; que no hay cosa más parlera que una mujer, perdido el recato, pues en lengua, manos, pies, ojos, meneos, traje y galas trae escrita su propria deshonra. Sintió mi agüela la mía a par de muerte, y murió presto del sentimiento; túvele yo grande por ello, y más porque mi Escarramán me había ya dejado. Hube de heredarla; vendí los muebles y hice todo el dinero que pude dellos, con que me bajé a Alcalá, do he vivido más e veinte y seis años, ocupada en servir a todo el mundo, y más a gente de capa negra y hábito largo; que en efeto soy naturalmente inclinada a cosa de letras; si bien las mías no se estienden a más que a hacer y deshacer bien una cama, a aderezar bien un menudo, por grande que sea y, sobre todo, a dar su punto a una olla podrida y avahar de pópulo bárbaro una escudilla de repollo, sopas y caldo. Lo demás de la desgracia última que me sacó de aquella vita bona ya se lo tengo dicho a vuesa señoría en el Prado, y le he dado cuenta de cómo creí al socarrón del aragonés, que me dio a entender se casaría conmigo si, vendidos mis muebles, le seguía hasta su tierra. Mejor le siga la desgracia que él cumplió lo prometido; yo sí que fui tonta, y así es bien que quien tal hace que tal pague. Metióme en una pinar y hurtóme cuanto llevaba, dejándome aporreada y maniatada en camisa. Pasó por allí este locazo mentecato de manchego con el tonto de Sancho Panza y otros que iban con ellos; y, sintiendo mis lamentos, me desataron y ampararon, trayéndome consigo hasta Sigüenza, do me vistió don Quijote de la ropa que traigo, con que me veo obligada a acompañarle hasta que se canse de llamarme reina Zenobia y de sufrir él y su escudero los porrazos e injurias que los he visto sufrir en Sigüenza y en la venta vecina de Alcalá, do el autor de tal compañía de comediantes les apuró de suerte que por poco acabaran con sus desventuradas aventuras.

Refirió tras esto cuanto en la venta y en Alcalá les había sucedido, hasta llegar al Prado, con un desenfado y donaire que a todos les admiró y provocó a risa. Mandaron para cumplimiento de la farsa bajar a don Quijote y a Sancho; y, puestos ambos en su presencia, el amo armado y el criado encaperuzado, dijo el titular a don Quijote:

-Bien sea venido el nunca vencido Caballero Desamorado, defensor de gente menesterosa, desfacedor de tuertos y endilgador de justicias.

Y, asentándole junto a sí y a Bárbara a su lado, que no se quiso asentar de otra suerte, prosiguió, estando a sala llena de gente de casa, que perecía de risa:

-¿Cómo le va a vuesa merced en esta corte desde que está en ella? Dénos razón de lo que siente de su grandeza, y perdóneme el atrevimiento que he tenido en querer alojar en mi casa personas de tan singular valor, cual son vuesa merced y la señora reina de las Amazonas, recibiendo la voluntad con que le sirvo, pues ella suple la falta de las obras.

-Ésa recibo -respondió don Quijote-, invicto príncipe Perianeo, y lo mismo hace la poderosa reina Zenobia, que aquí asiste honrando esta sala; y tiempo vendrá en que yo pague tan buenos servicios con ventaja, y será cuando, yendo con el duque Alfirón persiano a la gran ciudad de Persépolis, le haga casar a vuesa merced, a pesar de todo el mundo, con su bella hermana, llamándome entonces yo, por la imagen que traeré en el escudo, el Caballero de la Rica Figura, pues será la que llevaré pintada al vivo en él de la infanta Florisbella de Babilonia.

-Suplico a vuesa merced -dijo el titular, que era hombre de gallardo humor-, no toque esa tecla de la infanta Florisbella, pues sabe que yo ando muerto por sus pedazos; y hágame merced de que se puede este negocio aquí; que presto se averiguará la justicia le mi pretensión en esta parte, entrando con vuesa merced en la batalla campal que tengo aplazada.

-Su ejecución insto -replicó don Quijote-, y barras derechas.

Salió Sancho Panza en oyendo esto, y dijo:

-Pardiez, señor pagano, que vuesa merced es tan hombre de bien como yo haya visto en toda la paganía otro, dejando aparte que es mal cristiano, por ser, como todo el mundo sabe, turco. Y así, no querría pusiese la vida al tablero, entrando en batalla con mi señor; que sería mal caso viniese a morir a sus manos quien en su casa nos ha hecho servicio de darnos a cenar, como a unos papagayos, tantos y tales guisados, que bastaban a tornar el cuerpo al alma de una piedra. ¿Sabe con quién querría yo que don Quijote, mi señor, hiciese pelea? Con estos demonios de alguaciles y porteros que nos hacen a cada paso terribles desaguisados, y tales cual es el en que nos acabamos de ver ahora, pues nos han puesto a amo y criado en el mayor aprieto que nos habemos visto desde que andamos por esos mundos a caza de aventuras. Y si no fuera porque vino a buen tiempo vuesa merced, mi señor se viera como en Zaragoza, a medio azotar; pero yo le juro, por vida de los tres reyes de Oriente y de cuantos hay en el Poniente, que si cojo alguno dellos en descampado y de suerte que pueda hacer dél a mi salvo, que me tengo de hartar de darle de mojicones, dándole mojicón por aquí y mojicón por allí, éste por arriba y este otro por abajo.

Decía esto Sancho con tal cólera, dando mojicones por el aire, como si verdaderamente se aporreara con el alguacil, dando mil vueltas alderredor, hasta que, cayéndosele la caperuza en el suelo, la levantó diciendo:

-A fe que lo puede agradecer a que se me cayó la caperuza; que, a no ser esto, llevara su merecido el muy guitón, para que otra vez no se atreviera otro tal cual él a tomarse con un escudero andante tan honrado como yo y de tan valeroso dueño como mi señor don Quijote.

Rieron cuantos en la sala estaban de ver la necia cólera de Sancho, al cual dijo el titular:

-Yo, señor Sancho, no puedo dejar de salir en batalla con el señor Caballero Desamorado, de la cual saldré sin duda con vitoria, porque mi valor es conocido, y singular es el favor que cierto mago que tengo de mi parte me da siempre.

-Eso se verá -replicó don Quijote-; a las obras a que me remito.

Parecióles en esto a todos que era bien dar lugar a la noche; y, levantándose de la silla, el titular dijo a don Quijote:

-Mire vuesa merced, señor Desamorado, lo que emprende en emprender a pelear conmigo, y duerma sobre ello.

-Sobre una muy buena cama dormirá mejor mi señor -respondió Sancho-; y yo y la señora reina, otro que tal.

-No faltarán ésas -dijo el titular.

Y mandando llevarlos a ellas, se fueron a acostar todos. Dos o tres días tuvieron los del palacio semejantes y mejores ratos de entretenimiento a todas horas con los tres huéspedes, que jamás los dejaron salir de casa, conociéndoles el humor y cuán ocasionados eran para alborotar la corte. Al cabo dellos, quiso Dios que llegasen a ella don Carlos con su amigo don Álvaro, a quien, por guardar que convaleciese de una mala gana que la había sobrevenido en Zaragoza, no quiso dejar a don Carlos; y ésta fue la causa de no haber llegado mucho antes. Alborotóse y regocijóse toda la casa con su venida; que la deseaban para celebrar y concluir el casamiento del dueño della todos; y al cabo de rato que estaban los huéspedes en ella, acaso les dijo el titular cómo les daría muy buenos ratos de entretenimiento con tres interlocutores que tenía de lindo humor para hacer redículos entremeses de repente; y, diciéndoles quién eran y del modo que los había hallado y llevado a su casa, y lo que en ella con ellos le había sucedido, holgaron infinito don Carlos y don Álvaro de la nueva, porque venían igualmente deseosos y cuidadosos de don Quijote, a quien, después de cena, mandaron salir, como solían, a la sala con Sancho y Bárbara, de cuya vida ya había dado el título también noticia a don Carlos y a don Álvaro, como ellos se la habían dado a él de cuanto les había pasado en Zaragoza con él y su escudero Sancho, y en particular don Álvaro, que se la dio de los sucesos del Argamesilla. Determinaron los dos no dárseles a conocer al principio; y, calándose los sombreros, sentados al lado del titular, a la que se entraron por la sala los tres, reina, amo y criado, empezó a hablar del tenor siguiente el fingido Perianeo:

-Presto, valeroso manchego, mediré mi espada con la vuestra si perseveráis en vuestros trece de no rendírmeos, dejando de favorecer a don Belianís de Grecia; y es cierto quedaréis en la batalla infamemente vencido, pues tengo de mi parte aquí a mi lado el sabio Fristón, mi diligentísimo historiador y gran agente de mis partes.

Y, diciendo esto, señaló a don Álvaro, el cual, cubriéndose lo mejor que pudo, se puso luego en pie entre don Quijote y Sancho (que Bárbara ya ocupaba su ordinario asiento), dijo con voz hueca y arrogante:

-Caballero Desamorado de la infanta Dulcinea del Toboso, a quien tanto un tiempo adoraste, serviste, escribiste y respetaste, y por cuyos desdenes hiciste tan áspera penitencia en Sierra Morena, como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano por no sé qué Alquife, ¿eres tú, por ventura, don Quijote de la Mancha, cuya fama anda esparcida por las cuatro partes mundo? Y si lo eres, ¿cómo estás aquí tan cobarde cuanto ocioso?

Don Quijote, oyendo esto, volvió la cabeza a Sancho, diciéndole:

-Responde tú, Sancho, a este sabio Fristón, porque no merece él oír la respuesta que pretende de mi boca, pues no me tiro ni pago con gente que no tiene más de palabras, cual estos encantadores y nigrománticos.

Quedó Sancho muy alegre de oír lo que su amo le mandaba, y poniéndose frente a frente de don Álvaro, cruzados los brazos, le dijo con voz furiosa desta manera:

-Soberbio y descomunal sabio, nosotros somos esos de las cuatro partes del mundo por quien preguntas, como tú eres hijo de tu madre y nieto de tus abuelos.

-Pues esta noche -replicó don Álvaro- tengo de hacer un tan fuerte encantamiento en daño vuestro, que, llevando por los aires a la reina Zenobia, la porné en un punto en los montes Perineos, para comérmela allí frita en tortilla, volviendo luego por ti y tu escudero Sancho Panza para hacerlo mesmo de ambos.

-Pues nosotros decimos -respondió Sancho- que no queremos ir allá ni nos pasa por la imaginación. Si quiere llevar a la reina Segovia, hágalo muy en hora buena, que nos hará mucho placer en ello, y el diablo lleve a quien lo contradijere, pues no nos sirve de otra cosa por esos caminos más que de echarnos en costa, que ya habemos gastado con ella en mula y vestidos más de cuarenta ducados, sin lo que ha comido. Y lo bueno es que quien después se lleva la mejor parte son los mozos de los comediantes. Sólo le advierto, como amigo, que, si ha de llevársela, mire bien cómo la come; porque es un poco vieja y estará dura como todos los diablos; y así, lo que podrá hacer será echalla en una olla grande (si la tiene) con sus berzas, nabos, ajos, cebollas y tocino; dejándola cocer tres o cuatro días, estará comedera algún tanto, y será lo mesmo comer della que comer de un pedazo de vaca, si bien no le tengo envidia a la comida.

No pudo don Álvaro, oyendo esto, disimular más, viendo que todos se reían; y así, se fue para don Quijote los brazos abiertos diciéndole:

-¡Oh, mi señor Caballero Desamorado!, déme esos brazos y míreme bien a la cara, que ella le dirá como el que le habla y tiene delante es don Álvaro Tarfe, su huésped y gran amigo.

Don Quijote le conoció luego, y abrazándole le dijo:

-¡Oh, mi señor don Álvaro! Vuesa merced sea bien venido; ya me espantaba yo que el sabio Fristón se desvergonzara tanto conmigo; pero no ha estado mala la burla que vuesa merced nos ha hecho a mí y a Sancho mi criado.

Sancho, que oyó lo que su amo decía a don Álvaro, luego le conoció y, hincándose de rodillas a sus pies, puesta la caperuza en las manos, le dijo:

-¡Oh mi señor don Tarfe! Vuesa merced sea tan bien venido como lo fuera agora por esta sala una olla cual la que yo acabo de guisar de la reina Segovia; y perdóneme la cólera, que como dijo que era aquel maldito sabio que nos quería llevar a los montes Perineos, mil veces he estado tentado con estos, aunque pecadores, puños cerrados para cargalle de mojicones antes que saliera de la sala, confiado de que al primero repiquete de broquel me había de ayudar mi señor don Quijote.

Don Álvaro le respondió:

-Yo le agradezco mucho, señor Sancho, la buena obra que me quería hacer, pues a fe que no se las he hecho yo tan malas en Zaragoza, en mi casa y en la del señor don Carlos, do le dábamos aquellos regalados platos que vuesa merced sabe.

-¿Dónde -replicó Sancho- está el señor don Carlos?

-Aquí está para serviros -respondió el mismo, levantándose de su asiento a abrazar a don Quijote, como realmente lo hizo, con igual retorno dél y de su criado.

Y luego le dijo:

-No llegara a esta corte, señor don Quijote, si no fuera por apadrinarle en la batalla que ha de hacer con el rey de Chipre Bramidán, sacándole del mundo, pues me dicen dél está en medio de la plaza Mayor desafiando cada día a cuantos caballeros la pasean, y venciéndolos a todos, sin haber quien le resista; cosa que tiene al rey y grandes del reino no poco corridos, y están por momentos aguardando a que Dios les depare un tal y tan buen caballero, que sea bastante a vencer y cortar la cabeza a tan infernal monstruo.

Don Quijote le respondió:

-Ya me parece, mi señor don Carlos, que los pecados y maldades del rey de Chipre, los cuales dan voces delante de Dios, han llegado a su último punto; y así, esta tarde sin falta se le dará el castigo que sus malas obras piden.

-Haga cuenta vuesa merced -dijo Sancho-, señor de Carlos, que hoy acabamos con ese demonio de gigante que tan cansados nos tiene. Pero, porque entienda mi señor don Quijote que no he recebido en vano el orden de escuderería, digo que yo también quiero hacer batalla delante todo el mundo con aquel escudero negro que dicho gigante trae consigo, a quien yo vi en Zaragoza en casa del señor don Álvaro, porque me parece que no tiene espada ni otras armas ningunas, y que está de la manera que yo estoy. Y así, digo que se las quiero tener tiesas y hacer con él una sanguinolenta pelea de coces, mojicones, pellizcos y bocados; que si es escudero él de un gigante pagano, yo lo soy de un caballero andante cristiano y manchego; y escudero por escudero, Valladolid en Castilla, y amo por amo, Lisboa en Portugal. ¡Mirad qué cuerpo non de Dios con él y con la negra de su madre! Pues guárdese de mí como del diablo, que si antes de entrar en la pelea me como media docena de cabezas de ajos crudos y me espeto otras tantas veces del tinto de Villarrobledo, arrojaré el mojicón que derribe una peña. ¡Oh pobre escudero negro, y qué bellaca tarde se te apareja? Más te valiera haberte quedado en Monicongo con los otros hermanos fanchicos que allá están, que no venir a morir a mojicones en las manos de Panza. Y vuesas mercedes se queden con Dios, que voy a efetuarlo.

Detúvole don Carlos diciendo:

-Aguardad, amigo, que aún no es hora de pelear; y descuidad y dejad el negocio en mis manos.

-Eso haré de bonísima gana -replicó Sancho-, y aun se las beso por la merced que me hace; que manos besa el hombre que las querría ver cortadas.

-¡Oh Sancho! -dijo don Carlos- ¡Tanto mal os he hecho yo que querríades verme cortadas las manos!

-No lo digo por eso -respondió él-, sino que me vino a la boca ese refrán, como se me vienen otros; y antes plegue a Dios vea yo manos tan honradas envueltas entre aquellos benditos platos de alhondiguillas y pellas de manjar blanco, que estaban en Zaragoza, pues confío que me iría mal en ello.

Volvióse don Quijote, acabadas estas razones, al titular, diciendo:

-Aquí tengo, príncipe Perianeo, la flor de mis amigos, y quien dará noticia bastante de mi valor y hazañas a vuesa merced y le desengañarán de cuán temerario es en no rendírseme, desistiendo de la pretensión de la infanta Florisbella en bien de don Belianís, mi íntimo familiar.

-¿Pues pretende -respondió don Álvaro- este príncipe entrar con vuesa merced, señor don Quijote, en batalla?

-Es tan grande su atrevimiento -replicó él- que se quiere poner en quintas conmigo, cosa que siento en el ánima, porque no querría verme obligado a ser verdugo de quien tan honrada y cumplidamente me ha hospedado. Pero lo que podré hacer por él será, para que tenga más largo el plazo para deliberar lo que más le conviene, entrar primero en batalla con el rey Bramidán de Tajayunque y luego con el alevoso hijo del rey de Córdoba, en defensa de la inocencia de su reina madre.

-No es poca merced la que se nos hace a todos -le dijo don Carlos- en diferir esta batalla que, en efeto, a todos nos importa se ahorren pesadumbres entre dos príncipes tan poderosos como el Perianeo y vuesa merced; y con las largas confío componer sus pretensiones sin agravio de ninguna de las partes.

-Las del señor príncipe pagano -respondió Sancho- son tales, que me obligan a desearle servir aun en la misma pelea; y así, haciéndolo desde aquí, le doy por consejo que no salga a ella si no es bien comido; que, en fin, la tarde es larga; y aún será acertado llevarse alguna cosa fiambre para mientras descansaren, por si acaso le diere gana de comer el cansancio. Yo, desde aquí, le ofrezco llevarlo todo, si quisiere, sobre mi rucio, en unas alforjas grandes que tengo; y más, me ofrezco a mandar a mi amo que cuando le haya vencido a su merced y le tenga derribado en tierra y esté para cortarle la cabeza, se la corte poco a poco, porque le haga menos mal.

Agradecióle el príncipe Perianeo los buenos servicios que deseaba hacerle, y a su amo le acetó la dilación de la batalla, mostrando deseaba mucho su amistad y que temía el haber de salir en campaña con él, supuesto el abono que de su valor daban don Carlos y don Álvaro; el cual dijo a todos:

-Paréceme, señores, que estos negocios quedan en buen punto; y así, razón será irnos a reposar; que harto tendremos que hacer mañana en dar aviso a toda la corte de la venida del señor don Quijote y del fin que le trae a ella, que es el deseo grande que tiene de libertalla de las molestias del insolente rey Bramidán.

Parecióles a todos bien la aguda traza de atajar la prolija conversación, y encaminándose cada uno para su cuarto, salieron todos de la sala. Apenas estuvo fuera della el pobre Sancho, cuando le cogieron los criados de don Álvaro y de don Carlos, a quienes conocía él bien, y preguntando del cocinero cojo y dándose la bienvenida entre sí, le dijo uno dellos:

-A fe, señor Sancho, que va vuesa merced medrando bravamente. No me desagrada que al cabo de sus días dé en rufián; por mi vida, que no es mala la moza. Rolliza la ha escogido; señal de buen gusto. Pero guárdela de los gavilanes desta corte, y vuesa merced vaya sobre el aviso, no le coja algún alcalde de corte con el hurto en las manos; que a fe que no le faltarán docientos y galeras; que liberalísimamente se dan esas prebendas en la corte.

-No es mía la moza -respondió Sancho-, sino del diablo que nos la endilgó en camisa en medio de un bosque; y, desa suerte y por el tanto, la podrán tomar vuesas mercedes siempre que quisieren; que la ropa que trae nuestro dinero nos cuesta. Y juro non de Dios que si por ella me diesen, no digo docientos azotes y galeras, sino cuatro mil obispados, que la diera a Barrabás a ella y a todo su linaje, y que hiciera que se acordara de mí mientras viviera.

En esto, se le subieron a dormir a sus aposentos, haciéndole decir dos mil dislates a barato de los relieves que de la cena les habían quedado.