Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXVIII

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

De cómo don Quijote y su compañía llegaron a Alcalá, do fue libre de la muerte por un estraño caso, y del peligro en que allí se vio por querer probar una peligrosa aventura


Todo su cuidado ponía don Quijote en que la reina Bárbara le honrase en la entrada que pensaba hacer en la Corte, y en que no hiciese caso de los atrevimientos de su escudero; y así, le dijo:

-Suplico a vuesa merced, altísima señora, no repare en cosa que le diga este animal, sino que disimule con él, como yo hago, dejándole para quien es, siquiera por lo que habemos menester por estos caminos. Y, pues ya estamos en Alcalá, paréceme marchemos por aquí poco a poco detrás destas murallas, sin pasar por medio del lugar, que es grande y poblado de gente de cuenta. Y paréceme será acertado también que vuesa merced se cubra el rostro con ese precioso volante hasta que pasemos de la otra parte, por lo que es conocida de todos; que, puestos en ella, nos podremos quedar, si nos pareciere, en algún mesón secretamente esta noche y a la mañana entrarnos con la fresca en Madrid.

Hízose así, y a la que comenzaron a rodear el muro, volviendo la cabeza Bárbara a Sancho, le dijo:

-¡Ea!, señor galán, seamos amigos, y no haya más enojos conmigo, por su vida; que yo le perdono todo lo pasado.

-¿Amigos? -respondió Sancho-. Antes seré amigo de un diablo del infierno que della, aunque todo se es uno.

-Pues, por el siglo de mi madre -dijo Bárbara-, que hemos de hacer las amistades antes que lleguemos a Madrid.

-Pues, por el siglo de mi rucio -replicó Sancho-, que primero me vuelva Poncio Pilatos que sea su amigo.

Bárbara le dijo:

-¡Ea ya, león!

Y Sancho le respondió:

-¡Ea ya, sierpe!

Pero don Quijote, que vio la enemistad que Sancho y Bárbara tenían y los remoquetes que se iban echando por el camino, dijo:

-Ahora sus, Sancho ¿Tú no eres mi escudero y no te tengo yo de pagar tu salario, como tenemos entre los dos concertado, sirviéndome en todo bien y puntualmente? Pues, en virtud de dicho concierto, quiero y es mi voluntad que agora, sin réplica ninguna, seas amigo de mi señora, la reina Zenobia; que yo tomo a mi cargo hacer esta noche un famoso convite a su merced y a ti, en señal y firmeza de las futuras y perpetuas amistades, pues no es bien que seamos tres y mal avenidos.

-Por cierto, mi señor -replicó Sancho-, que cuando no sea por otra cosa más de por ese convite que vuesa merced dice, lo habré de hacer; aunque fuera razón que, guardando mi punto, aguardara se pusieran de por medio personas de cuenta a rogármelo, cual son media docena de canónigos de Toledo o, a lo menos, unos cuantos cardenales. Pero vaya, pues vuesa merced lo manda. ¡Ea, señora reina, arrójeme acá esas manos!, si bien las quisiera más de vaca bien cocidas y con su perejil; que sobre mí que me hicieran harto más provecho.

Diole Bárbara la mano riendo y, al dársela, le dijo:

-Tomad, amores, esta mano de reina; que yo fío que más de dos príncipes escolásticos de los de la Corte alcaladina, en que esta noche habemos de dormir, preciaran harto recebir este favor.

Como don Quijote les vio dadas las manos, se fue un poco adelante, imaginando en su fantasía lo que había de hacer en la Corte con la reina Zenobia y batallas del gigante y del hijo alevoso del rey de Córdoba, y cómo se había de dar a conocer a los reyes y grandes; lo cual le hacía ir tan absorto y fuera de sí, que no advertía en que a Sancho venía diciendo Bárbara:

-De aquí adelante, amigo Sancho, nos hemos de querer con el extremo que dos buenos casados se aman, pues ha sido el padrino de nuestras paces el señor don Quijote; y en confirmación dellas, quiero que durmamos esta noche dambos en el mesón donde llegaremos; que el corazón me dice no dejará de correr fresco que me obligue a procurar cubrirme con gusto con alguna manta, como la del pelo de vuesa merced, mí señor Sancho. Verdad es que imagino será menester rogárselo poco, pues tiene más de bellaco que de bobo.

No entendió Sancho a Bárbara de ninguna manera, y así le respondió:

-Lleguemos una vez con salud al mesón y cenemos en señal de nuestras amistades, con el cumplimiento que mi amo nos tiene prometido; que en eso de la manta no faltarán dos y aun tres; que yo se las pediré al huésped para que las eche vuesa merced en su cama, cuanto y más que no hace agora tanto frío que obligue a procurallas.

Como Bárbara vio que no le había entendido, le dijo, hablando más claro:

-Pues, Sancho, si vuestro amo ha de alquilar dos camas, una para mí y otra para vos, ¿no será mejor que nos ahorremos el real de la una cama, para comprar con él un gentil plato de mondongo y un cuartal de pan, con que os pongáis hecho un trompo, y vaya el diablo para ruin.

-A fe que tiene razón -respondió Sancho-; ahorremos sin que mi amo lo sepa ese real de la una cama; que yo dormiré sobre un poyo del mesón. Que para mí tan bien me dormiré allí como acullá, a trueque de que nos demos, como dice, una buena panzada con ese real.

Viendo Bárbara la rudeza de Sancho, no quiso tratarle más de aquella materia; y así, alargaron el paso tras don Quijote hasta que le alcanzaron, el cual, en viéndolos junto a sí, les dijo:

-Paréceme que es tarde para poder hoy llegar a Madrid, y que no será malo nos quedemos esta noche aquí en Alcalá y mañana proseguiremos nuestro camino; que bien podrá vuesa merced, señora reina, estar encubierta, cerrada en un aposento, tapado el rostro cuando la sirvan a la mesa, por no ser conocida.

Ella le dijo que hiciese lo que fuese servido, que en todo acudiría a lo que fuese de su gusto. Y llegaron en esto a un mesón fuera de la puerta que llaman de Madrid, y entrando todos en él, dijo don Quijote a Sancho que llevase las cabalgaduras a la caballeriza y las diese recado, y al huésped pidió un aposento secreto y bien aderezado, do mandó acompañase luego a la reina Zenobia. Y, quedándose él paseando por el patio sin desarmarse, oyó tocar a deshora con mucho concierto cuatro trompetas, y después de ellas un ronco son de atabales; lo cual oído por nuestro buen caballero, le causó notable suspensión, con la cual estuvo atentísimamente escuchando, sin saber qué cosa fuese; y al cabo de rato, después de haber hecho en su fantasía un desvariado discurso, llamó a Sancho y le dijo:

-¡Oh, mi buen escudero Sancho! ¿Oyes, por ventura, aquella acordada música de trompetas y atabales? Pues has de saber que es señal de que hay sin duda en esta universidad algunas célebres justas o torneos para alegrar el festivo casamiento de alguna famosa infanta que se habrá casado aquí; a las cuales habrá acudido un caballero estranjero, cuyo nombre no es aún conocido, por ser mancebo novel. Pero no obstante su poca edad, en el principio de sus famosas fazañas ha ya vencido a todos los caballeros desta ciudad y a los que de la Corte han acudido a ella y a sus fiestas. Si ya no ha venido a celebrarlas (y esto es lo más cierto) algún bravo jayán que, habiendo vencido y derribado a todos los mantenedores y aventureros, se ha quedado por absoluto señor de todas las joyas de dichas justas, y no hay caballero ahora, por valiente que sea, que se atreva a entrar segunda vez con él en el palenque; de lo cual están los príncipes tan pesarosos, que darían cuanto dar se puede porque Dios les deparase un tal y tan buen caballero que bajase la soberbia deste cruel pagano, con que dejase alegre toda la tierra y las fiestas fuesen consumadamente perfetas. Por tanto, Sancho mío, ensíllame luego a Rocinante, que quiero ir allá y entrar con gallardía y gracia por la plaza, pues, maravillados de mi presencia los que ocupan sus dorados balcones, altos miradores y entoldados andamios, levantarán entre sí un alegre mormullo, diciendo: «¡Ea!, que Dios sin duda ha deparado venga este gallardo caballero estranjero a volver por la honra de los naturales, viendo que ninguno dellos ha podido resistir a los incomportables bríos deste fiero jayán». Tocarán en esto todas las trompetas, chirimías, sacabuches y atabales, al son de los cuales se comenzará mi bueno y esforzado caballo a engreír y relinchar, deseoso de entrar en la batalla; con que callarán todos, y yo, poco a poco, me iré llegando al cadahalso adonde están los jueces y caballeros; y, haciendo hincar dos o tres veces de rodillas delante dellos a mi enseñado caballo, les haré una cumplida cortesía, haciéndole dar después terribles saltos y gallardos corvetes por la ancha plaza; llegándome luego a la parte donde estará el fiero jayán, el cual, reconocido por mí, me acercaré adonde estarán las astas de duro fresno, y, tomando dellas la que mejor me pareciere y llegándome cerca del dicho jayán sin hacerle cortesía alguna, le diré: «Caballero, si te parece, yo querría entrar contigo en batalla; pero con condición que fuese ella a todo trance, que es decir que uno de los dos haya de quedar por general vencedor de las justas, quitando al otro la cabeza y presentándola a la dama que mejor le pareciere». Es cierto que, como él es soberbio, ha de responder que sea así. Tras lo cual, volviendo yo luego las riendas a Rocinante para tomar la parte del sol que más me tocare, comenzarán a sonar las trompetas, al son de las cuales arrancaremos como el viento los dos valerosos guerreros. Y él no errará el golpe; porque, dándome en medio de la adarga sin poderla pasar, me hará con la fuerza dél torcer un poco el cuerpo, volando las piezas de la lanza por el aire; pero yo, como más diestro, le daré por medio de la visera con tal fuerza, que, siéndole sacada de la cabeza, caerá del atroz golpe en tierra por las ancas del caballo; si bien, como es ligero, se pondrá luego otra vez en pie y se vendrá para mí con la espada en la mano; y yo, por no hacer la batalla con ventaja, abajaré de mi caballo en el aire, no obstante que muchos lo juzgarán a locura; y, metiendo mano a mi cortadora espada, comenzaremos entre los dos el porfiado combate. Mas él, no pudiendo atender a mis golpes, me rogará que descansemos un poco por verse algo fatigado; aunque yo, sin atender a sus ruegos, tomaré la espada a dos manos y, levantándola con un heroico despecho, la dejaré caer con tal furia sobre su desarmada cabeza, que, acertándola de llano, se la abriré hasta los pechos, dando del cruel golpe tan horrenda caída en tierra, que hará estremecer toda la ancha plaza y aun venir al suelo más de cuatro barreras y tablados. Los gritos de la gente serán muchos, la alegría de los jueces grande, el contento de todos los vencidos caballeros estremado, el aplauso del vulgo singular e inaudita la música que sonará en exaltación de mi buen suceso. Y desde entonces pasarán cosas por mí, que dé bien que hacer a los historiadores venideros en escribirlas y exagerarlas. Por tanto, Sancho, presto sácame a Rocinante.

Sancho, con harto dolor de su corazón, por ver se iba dilatando la deseada cena, fue a ensillarle; y entre tanto que lo hacía, se llegó el mesonero a don Quijote, al cual había estado oyendo todo aquel largo y desvariado discurso, y le dijo:

-Señor caballero, vuesa merced se podrá desarmar, que viene cansado; y dígame lo que quiere cenar, que este muchacho está aquí, que traerá buen recado.

-¡Por Dios -dijo don Quijote-, que estáis bien en el caso! Veis lo que pasa en la plaza, la deshonra de vuestra patria y la afrenta de vuestros caballeros, y que yo voy a remediarlos, ¡y ahora me salís con cena! Digo que no quiero cenar, ni comer bocado hasta honrar con mi persona esta universidad, y matar todos aquellos que lo contradijeren; que es vergüenza, y muy grande, que un jayán solo rinda y sujete a una ciudad como ésta. Por tanto, andad con Dios, y mirad si viene mi escudero con el caballo.

El mesonero le dijo:

-Perdone vuesa merced, que yo pensé que lo que contó denantes a su criado era algún cuento de Mari Castaña, o de los libros de caballerías de Amadís de Gaula; pero si vuesa merced quiere ir armado así como está a honrar al catredático, se lo agradecerán mucho todos.

-¿Qué catredático o qué nonada? -respondió don Quijote.

Tres o cuatro que a la puerta se habían detenido, viendo aquel hombre armado, le dijeron:

-Si vuesa merced ha de ir al paseo, bien puede; que ya es hora, pues llegará en ésta el catredático al mercado; que aquí no hay justas ni jayanes de los que vuesa merced ha dicho, sino un paseo que hace la universidad a un dotor médico que ha llevado la cátreda de Medicina con más de cincuenta votos de exceso, y llevan delante dél, por más fiesta, un carro triunfal con las siete virtudes y una celestial música dentro, y tal, que si no fue la que se llevó el año pasado en el paseo del catredático que llevó la cátreda de prima de Teología, jamás se ha visto otra igual. Y las trompetas y atabales que vuesa merced oye, es que van ya paseando por todas las calles principales, con más de dos mil estudiantes que con ramos en las manos van gritando: «¡Fulano, víctor!».

-A pesar de todo el mundo, a pesar vuestro y de cuantos contradecir lo quisieren - replicó don Quijote-, es lo que tengo dicho.

Sacó Sancho en esto el caballo, y, subiendo don Quijote en él, estaba tal y tan cansado, que aun hiriéndole con el duro acicate, apenas se podía menear y no dejaba casa en la cual no procurase entrarse. Sancho se quedó con Bárbara en un aposento, la cual, como arriba dijimos, procuraba no ser conocida de persona alguna en Alcalá.

Caminó nuestro caballero por aquellas calles poco a poco, yendo siempre hacia la parte que sentía el sonido de as trompetas, hasta tanto que encontró la bulla de la gente en medio de la calle Mayor; la cual, cuando vieron aquel hombre armado y con la figura dicha, pensaban que era algún estudiante que, por alegrar la fiesta, venía con aquella invención. Y, poniéndose él frontero del carro triunfal que delante del catredático iba, viendo su gran máquina y que caminaba sin que le tirasen mulas, caballos ni otros animales, se maravilló mucho y se puso a escuchar despacio la dulce música que dentro sonaba. Iban delante de los músicos, en el mismo carro, dos estudiantes con máscaras, con vestidos y adorno de mujeres, representando el uno la Sabiduría, ricamente vestida, con una guirnalda de laurel sobre la cabeza, trayendo en la mano siniestra un libro y en la derecha un alcázar o castillo pequeño, pero muy curioso, hecho de papelones, y unas letras góticas que decían:

SAPIENTIA AEDIFICAVIT SIBI DOMUM.

A los pies della, estaba la Ignorancia, toda desnuda y llena de artificiosas cadenas hechas de hoja de lata, la cual tenía debajo de los pies dos o tres libros, con esta letra:

QUI IGNORAT, IGNORABITUR.

Al otro lado de la Sabiduría, venía la Prudencia, vestida de un azul claro, con una sierpe en la mano, y esta letra:

PRUDENS SICUT SERPENTES.

Venía con la otra mano, como ahogando a una vieja ciega, de quien venía asido otro ciego, y entre los dos esta letra:

AMBO IN FOVEAM CADUNT.

Púsose don Quijote delante de dicho carro y, haciendo en su fantasía uno de los más desvariados discursos que jamás había hecho, dijo en alta voz:

-¡Oh tú, mago encantador, quienquiera que seas, que con tus malas y perversas artes guías aqueste encantado carro, llevando en él presas estas damas y las dos dueñas, la una con cadenas desnuda y la otra sin ojos y con violencia de su esposo, que procura no dejarla de la mano, siendo sin duda ellas, como su beldad demuestra, hijas herederas de algunos grandes príncipes o señores de algunas islas, para meterlas en tus crueles prisiones, déjalas luego aquí libres, sanas y salvas, restituyéndoles todas las joyas que les has robado; si no, suelta luego contra mí todo el poder del infierno; que a todos se las quitaré por fuerza de armas, pues que se sabe que los demonios, con quien los de tu profesión comunican, no pueden contra los caballeros griegos cristianos, cual yo soy!

Pasara adelante don Quijote con su razonamiento; pero la gente de la cátedra, viendo que aquel hombre armado hacía detener el carro y estorbaba que no pasase adelante, hizo se llegasen a él cuatro o cinco del acompañamiento, pensando fuese estudiante que venía con aquella invención; los cuales le dijeron:

-¡Ah, señor licenciado, hágase vuesa merced, por hacérnosla, a una parte, y deje pasar la gente, que es muy tarde.

Pero respondióles don Quijote diciendo:

-Sin duda seréis vosotros, ¡oh vil canalla!, criados deste perverso encantador que lleva presas aquesas hermosas infantas. Y, pues así es, aguardad; que, de los enemigos, los menos.

Y, metiendo en esto mano a su espada, arrojó a uno de aquellos estudiantes que venía en una mula una tan terrible cuchillada, que, si su cuerda prevención en hurtarle el cuerpo y la ligereza de la mula no le ayudaran, lo pasara harto mal. Revolvió luego sobre otro que detrás él venía, y de revés acertó con tanta fuerza en la cabeza de su mula, que la abrió una cuchillada de un jeme. Comenzaron al instante todos a gritar y alborotarse; cesó la música, y, corriendo unos a pie, otros a caballo, hacia donde don Quijote estaba con la espada en la mano, viéndole tan furioso, apenas nadie se le osaba llegar, porque arrojaba tajos y reveses a diestro y a siniestro con tanto ímpetu, que si el caballo le ayudara algo más, no le sucediera la siguiente desgracia.

Fue, pues, el caso que, como vieron todos que en realidad de verdad no se burlaba, como al principio pensaban, comenzaron a cercarle, unos a pie, otros a caballo, más de cerca, tirándole unos piedras, otros palos, otros los ramos que llevaban en las manos, y aun desde las ventanas le dieron con dos o tres ladrillos sobre el morrión, de suerte que, a no llevarle puesto, no saliera vivo de la calle Mayor; y, aunque la gente era mucha, la grita excesiva y las piedras menudeaban, con todo, se le llegaron diez o doce de tropel, y, asiéndole uno por los pies, otro por el freno de Rocinante, le echaron del caballo abajo, quitándole la adarga y espada de la mano; tras lo cual, le cargaron de gentiles mojicones; y le ahogaran allí, en efeto, si la fortuna no le tuviera guardado para mayores trances.

Pero debió su vida al autor de la compañía de comediantes con quien se encontró la noche pasada en la venta, el cual, a las voces y grita que tenía el pueblo, se llegó a él, viéndose acaso paseando por debajo los soportales de la calle Mayor; y, viendo llevar aquel hombre armado entre seis o siete arrastrando, sospechó que era don Quijote, como realmente lo era, que a la sazón le habían metido en una grande casa, donde hacía toda la resistencia que podía, aunque todo era en vano. Y, viéndole tal el autor y algunos de su compañía que con él iban, se apiadaron dél; y, haciendo salir a puros ruegos fuera de la casa a todos los estudiantes que le maltrataron, se quedaron solos con él, y, pasando el catredático con su triunfante paseo adelante, y desocupada la calle de la gente que le seguía, se llegó el autor a don Quijote, diciendo:

-¿Qués esto, señor Caballero Desamorado? ¿Qué aventura tan desgraciada ha sido ésta y qué nigromántico le ha puesto en tal aprieto? ¿Es posible se hayan hallado encantos contra su valor? Pero paciencia y buen ánimo, pues aquí está otro más sabio mago, su grande amigo, el cual, a no hacerle lado, hiciera contra la ley de buena amistad; pero hésela hecho tan grande, que, a no acudir con mi mágico poder, sin duda acabara vuesa merced desta vez con las caballerías andantes. Álcese, ¡pecador de mí!, que tiene los dientes bañados en sangre y está sin adarga, sin espada y sin caballo; que todo se lo han llevado los estudiantes.

Levantóse don Quijote, y, cuando reconoció al autor, le dijo, alegre:

-Ya me maravillaba yo, ¡oh sabio Alquife, mi buen historiador y amigo!, que dejásedes de favorecerme en esta grande tribulación y trabajo en que me he visto por la gran pereza de mi caballo, que mala Pascua le dé Dios. Por tanto, ¡oh sabio fiel!, hacédmele tornar, o dadme otro, para que vaya tras aquellos alevosos y los rete a todos por traidores e hijos de otros tales y tome dellos la venganza que su soberbia y viciosa vida merece.

En oyéndole el autor, rogó a uno de sus compañeros que en todo caso fuese y trajese el caballo, adarga y espada de don Quijote, rescatándolo todo por cualquier dinero de dondequiera que estuviese. Fue el representante preguntando por ello; y, sacando el caballo de un mesón, la adarga y espada de una pastelería, donde ya todo estaba empeñado, lo volvió al autor, y él a don Quijote, que se lo agradeció infinito, atribuyéndolo todo al poder de su mágica sabiduría. Y, preguntándole el mismo autor adónde estaban su escudero Sancho Panza y Bárbara, le respondió que fuera del lugar, en un mesón que está junto a la puerta de Madrid, los había dejado.

-Pues vamos allá luego -dijo el autor-; que yo por agora mando, y vuesa merced debe obedecerme, que importa mucho.

Don Quijote respondió que por todo lo del mundo no le dejaría de obedecer como a persona tan sabia y en cuyas manos tenía ya puestas, había días, todas sus cosas. Hizo llevar el autor delante con un mozo el caballo, lanza y adarga de don Quijote, y a él le mandó que se fuese a pie en su compañía, mano a mano, hasta la posada, adonde le dejó encargado al mesonero, con orden que de ninguna manera le dejase salir a pie ni a caballo aquella tarde; y cumpliólo el huésped puntualísimamente.

Cuando Sancho vio a su amo los dientes ensangrentados, le dijo:

-¡Cuerpo de san Quintín, señor Desamorado! ¿No le he dicho yo cuatrocientas mil docenas de millones de veces que no nos metamos en lo que no nos va ni nos viene, y más con estos demonios de estudiantes? Apostemos que le han hinchido de gargajos, como a mí en Zaragoza. Lávese, pecador soy a Dios, que tiene las narices llenas de sangre.

-¡Oh Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, y cómo aquellos follones que así me han parado se lo pueden agradecer al sabio Alquife, mi amigo! Que, si por él no fuera, yo hiciera tal carnicería dellos, que sus viejos padres tuvieran bien que enterrar y sus mujeres que llorar todos los días de su vida. Pero, ya vendrá tiempo en que paguen por junto lo de antaño y lo de hogaño.

Respondió el mesonero, oyéndole:

-Por su vida, señor caballero, que no se meta con estudiantes; porque hay en esta universidad pasados de cuatro mil, y tales, que cuando se mancomunan y ajuntan hacen temblar a todos los de la tierra; y dé gracias a Dios, pues le han dejado con la vida, que no ha sido poco.

-¡Oh, cobarde gallina -dijo don Quijote- y uno de los mas viles caballeros que ciñen espada! ¿Y piensas tú que el valor de mi persona y las fuerzas de mi brazo y la ligereza de mis pies y, sobre todo, el vigor de mi corazón es tan pusilánimo como el tuyo? Juro por vida de la reina Zenobia, que es la que hoy más precio, que sólo por lo que has dicho estoy por tornar a subir en mi caballo y entrar otra vez en la ciudad y no dejar en ella persona viva, acabando hasta perros y gatos, hombres y mujeres y cuantos vivientes racionales e irracionales la habitan, y después asolarla toda con fuego hasta que quede como otra Troya, escarmiento a todas las naciones del griego furor. Sancho, tráeme presto a Rocinante, que quiero que vea este caballero, o mesonero, lo que es, que sé poner por obra lo que digo, mejor que decillo de palabra.

-Eso del caballo -respondió el mesonero-, señor caballero armado, no llevará vuesa merced esta vez, porque el autor de la compañía de comediantes que está aquí me ha dejado encargado infinitamente que no se le diese por ningún caso; y por eso tengo cerrada con llave la caballeriza.

-¿Qué comediantes o qué nonada? -replicó don Quijote-. ¿Puede haber en el mundo persona que vaya contra mi gusto? Yo os prometo que lo podéis agradecer a aquel sabio mi amigo que aquí me trajo, cuyo mandamiento no es razón que yo quebrante por ningún caso; que, de otra suerte, hoy hiciera un hecho tal, que hubiera memoria dél para muchos siglos.

-Sí hiciera -dijo el mesonero-; pero por agora vuesa merced se entre a cenar, que hace reír mucho a la gente que está en la puerta, y se nos va hinchendo la casa de muchachos, de suerte que ya no cabemos en ella.

Y con esto le asió de la mano y le subió a donde Bárbara estaba, con la cual pasó graciosísimos coloquios, y no poco entremesados con las simplicidades de Sancho. Cenaron juntos bien y con gusto, y tras ello se fueron todos a reposar, y más don Quijote, que lo había menester por los molimientos pasados en la venta y calle Mayor. Sólo hubo que al acostarse estuvo porfiadísimo en querer volver a hacer el brabaje o precioso bálsamo que él decía de Fierabrás, para curar las mortales heridas que sentía en los dientes; pero fuele imposible hacerlo, porque dio el mesonero, conociendo su locura, en decir no se hallaría en el pueblo cosa de cuantas pedía.