Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo V

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte V
Capítulo V

Capítulo V

De la repentina pendencia que a nuestro don Quijote se le ofreció con el huésped al salir de la venta


Llegada la mañana, Sancho echó de comer a Rocinante y a su jumento, y hizo poner a asar un razonable pedazo de carnero, si no es que fuese de su madre, que de la virtud del ventero todo se podía presumir; y tras esto se fue a despertar a don Quijote, el cual en toda la noche no había podido pegar los ojos, sino al amanecer un poco, desvelado con las trazas de sus negras justas, que le sacaban de juicio, y más aquella noche, que había imaginado defender la hermosura de la gallega contra todos los caballeros estranjeros y naturales, y llevarla al reino o provincia de donde imaginaba que era reina o señora. Despertó don Quijote, despavorido a las voces que dio Sancho, diciendo:

-Date por vencido, ¡oh valiente caballero!, y confiesa la hermosura de la princesa gallega, la cual es tan grande, que ni Policena, Porcia Albana ni Dido fueran dignas si vivieran, de descalzarle su muy justo y pequeño zapato.

-Señor -dijo Sancho-, la gallega está muy contenta y bien pagada; que ya yo le he dado los docientos ducados que vuesa merced me mandó; y dice que besa a vuesa merced las manos, y que la mande, que allí está pintipintada para helle toda merced.

-Pues dile, Sancho -dijo don Quijote-, que apareje su preciado palafrén, mientras yo me visto y armo, para que partamos.

Bajó Sancho, y lo que primero hizo fue ir a ver si estaba aderezado el almuerzo. Ensilló a Rocinante y enalbardó a su jumento, poniendo a punto el adarga y lanzón de don Quijote; el cual bajó muy de espacio, con sus armas en la mano, y dijo a Sancho que le armase, porque quería partir luego. Sancho le dijo que almorzase, que después se podría armar; lo cual él no quiso hacer en ninguna manera, ni quiso tampoco sentarse a la mesa, porque dijo que no podía comer en manteles hasta acabar cierta aventura que había prometido. Y así, comió en pie cuatro bocados de pan y un poco de carnero asado, y luego subió en su caballo con gentil continente y dijo al ventero y a los demás huéspedes que allí estaban:

-Castellano y caballeros, mirad si de presente se os ofrece alguna cosa en que yo os sea de provecho; que aquí estoy prompto y aparejado para serviros.

El ventero respondió:

-Señor caballero, aquí no habemos menester cosa alguna, salvo que vuesa merced o este labrador que consigo trae me paguen la cena, cama, paja y cebada, y váyanse tras esto muy en hora buena.

-Amigo -dijo don Quijote-, yo no he visto en libro alguno que haya leído, que cuando algún castellano o señor de fortaleza merece por su buena dicha hospedar en su casa algún caballero andante, le pida dinero por la posada; pero pues vos, dejando el honroso nombre de castellano, os hacéis ventero, yo soy contento que os paguen. Mirad cuánto es lo que os debemos.

Dijo el ventero que se le debían catorce reales y cuatro cuartos.

-De vos hiciera yo esos por la desvergüenza de la cuenta -replicó don Quijote-, si me estuviera bien, pero no quiero emplear tan mal mi valor.

Y, volviéndose a Sancho, le mandó se los pagase. A la que volvió la cabeza para decírselo, vio junto al ventero a la moza gallega, que estaba con la escoba en la mano para barrer el patio, y díjola con mucha cortesía:

-Soberana señora, yo estoy dispuesto para cumplir todo aquello que la noche pasada vos he prometido, y seréis, sin duda alguna, muy presto colocada en vuestro precioso reino; que no es Justo que una infanta como vos ande así desa suerte, y tan mal vestida como estáis, y barriendo las ventas de gente tan infame como ésta es. Por tanto, subid luego en vuestro vistoso palafrén; y si acaso, por la vuelta que ha dado la enemiga Fortuna, no le tenéis, subid en este jumento de Sancho Panza, mi fiel escudero; veníos conmigo a la ciudad de Zaragoza, que allí, después de las justas, defenderé contra todo el mundo vuestra estremada fermosura, poniendo una rica tienda en medio de la plaza, y, junto a ella, un cartel; junto el cartel, un pequeño, aunque bien rico tablado, con un precioso sitial, adonde vos estéis vestida de riquísimas vestiduras, mientras yo pelearé contra muchos caballeros, que, por ganar las voluntades de sus amantes damas, vendrán allí con infinitas cifras y motes que declararán bien la pasión que traerán en sus fogosos corazones y el deseo de vencerme, aunque les será dificultosa empresa, por no decir imposible, emprender ganar la prez y honra que yo les ganaré con facilidad, amparado de vuestra beldad. Y así digo, señora, que, dejando todas las cosas, os vengáis luego conmigo.

El ventero y los demás huéspedes, que semejantes razones oyeron a don Quijote, le tuvieron totalmente por loco y se rieron de oír llamar a su gallega «princesa» y «infanta». Con todo, el ventero se volvió a su moza colérico, diciéndola:

-Yo os voto a tal, doña puta desvergonzada, que os tengo de hacer que se os acuerde el concierto que con este loco habéis hecho; que ya yo os entiendo. ¿Así me agradecéis el haberos sacado de la putería de Alcalá y haberos traído aquí a mi casa, donde estáis honrada, y haberos comprado esa sayuela, que me costó diez y seis reales, y los zapatos tres y medio, tras que estaba de hoy para mañana para compraros una camisa, viendo no tenéis andrajo della? Pero no me la haga yo en bacín de barbero, si no me la pagáredes todo junto; y después os tengo de enviar como vos merecéis, con un espigón (como dicen) en el rabo, a ver si hallaréis que nadie os haga el bien que yo en esta venta os he hecho. Andad ahora en hora mala, bellaca, a fregar los platos, que después nos veremos.

Y, diciendo esto, alzó la mano y diola una bofetada, con tres o cuatro coces en las costillas, de suerte que la hizo ir tropezando y medio cayendo. ¡Oh, santo Dios, y quién pudiera en esta hora notar la inflamada ira y encendida cólera que en el corazón de nuestro caballero entró! No hay áspid pisado con mayor rabia que la con que él puso mano a su espada, levantándose bien sobre los estribos, de los cuales, con voz soberbia y arrogante, dijo:

-¡Oh sandio y vil caballero, así has ferido en el rostro a una de las más fermosas fembras que a duras penas en todo el mundo se podrá fallar! Pero no querrá el cielo que tan grande follonía y sandez quede sin castigo.

Arrojó en esto una terrible cuchillada al ventero, y diole con toda su fuerza sobre la cabeza, de suerte que, a no torcer un poco la mano don Quijote, lo pasara sin duda mal; pero con todo eso le descalabró muy bien. Alborotáronse todos los de la venta, y cada uno tomó las armas que más cerca de sí halló. El ventero entró en la cocina y sacó un asador de tres ganchos bien grande, y su mujer un medio chuzo de viñadero. Don Quijote volvió las riendas a Rocinante, diciendo a grandes voces:

-¡Guerra, guerra!

La venta estaba en una cuestecilla, y luego, a tiro de piedra, había un prado bien grande, en medio del cual se puso don Quijote haciendo gambetas con su caballo, la espada desnuda en la mano, porque Sancho tenía la adarga y lanzón; al cual, luego que vio todo el caldo revuelto, se le representó que había de ser segunda vez manteado, y así peleaba cuanto podía por sosegar la gente y aplacar aquella pendencia. Pero el ventero, como se sintió descalabrado, estaba hecho un león y pedía muy aprisa su escopeta; y sin duda fuera y matara con ella a don Quijote, si el cielo no le tuviera guardado para mayores trances. Estorbólo la mujer y los huéspedes con Sancho, diciendo que aquel hombre era falto de juicio, y, pues la herida era poca, que le dejase ir con todos los diablos. Con esto, se sosegó, y Sancho, escusándose que no tenía culpa de lo sucedido, se despidió dellos muy cortésmente y se fue para su amo, llevando al jumento del cabestro y la adarga y lanzón. Llegando a don Quijote, le dijo:

-¿Es posible, señor, que por una moza de soldada, peor que la de Pilatos, Anás y Caifás, que está hecha una pícara, quiere vuesa merced que nos veamos en tanta revuelta, que casi nos costara el pellejo, pues quería venir el ventero con su escopeta a tirarle? Y, a hacerlo, sobre mí que no le defendieran sus armas de plata, aunque estuvieran aforradas en terciopelo.

-¡Oh Sancho! -dijo don Quijote-, ¿cuánta gente es la que viene? ¿Viene un escuadrón volante o viene por tercios? ¿Cuánta es la artillería, corazas y morriones que traen, y cuántas compañías de flecheros? Los soldados, ¿son viejos o bisoños? ¿Están bien pagados? ¿Hay hambre o peste en el ejército? ¿Cuántos son los alemanes, tudescos, franceses, españoles, italianos y esguízaros? ¿Cómo se llaman los generales, maeses de campo, prebostes y capitanes de campaña? ¡Presto, Sancho, presto, dilo! Que importa para que, conforme a la gente, hagamos en este grande prado trincheas, fosos, contrafosos, rebellines, plataformas, bestiones, estacadas, mantas y reparos para que dentro les echemos naranjas y bombas de fuego, disparando todos a un tiempo nuestra artillería, y primero las piezas que están llenas de clavos y medias balas, porque éstas hacen grande efeto al primero ímpetu y asalto.

Respondió Sancho:

-Señor, aquí no hay peto ni salto, pecador de mí, ni hay ejércitos de turquescos, ni animales, ni borricadas, ni bestrones; bestias, sí, que lo seremos nosotros, si no nos vamos al punto. Tome su adarga y lanza, que quiero subir en mi asno; y, pues Nuestra Señora de los Dolores nos ha librado de los que nos podían causar los palos que tan bien merecidos teníamos en esta venta, huyamos della como de la ballena de Jonás, que no le faltarán a vuesa merced por esos mundos otras aventuras más fáciles de vencer que ésta.

-Calla, Sancho -dijo don Quijote-, que si me ven huir, dirán que soy un gallina cobarde.

-Pues, pardiez -replicó Sancho-, que, aunque digan que somos gallinas, capones o faisanes, que por esta vez que nos tenemos de ir. ¡Arre acá, señor jumento!

Don Quijote, que vio resuelto a Sancho, no quiso contradecirle más; antes, comenzó a caminar tras él, diciendo:

-Por cierto, Sancho, que lo hemos errado mucho en no volver a la venta y retar a todos aquéllos por traidores y alevosos, pues lo son verdaderamente, dándoles después desto a todos la muerte. Porque tan vil canalla y tan soez no es bien viva sobre la haz de la tierra, pues quedando, como ves quedan, vivos, mañana dirán que no tuvimos ánimo para acometellos, cosa que sentiré a par de muerte se diga de mí. En fin, Sancho, nosotros habemos sido, en volvernos, grandísimos borrachos.

-¿Borrachos, señor? -respondió Sancho-. Borrachos seamos delante de Dios, que, para lo deste mundo, ello hemos hecho lo que toca a nuestras fuerzas. Por tanto, caminemos antes que entre más el sol, que deja vuesa merced bien castigados todos los de la venta.