Sancho Saldaña: 07
Capítulo VII
Digo que es tentar a Dios
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si mi amo es un menguado
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un impío que no cree
que hay familiares, espectros,
lamias, brujas de copete,
vampiros, mágica blanca,
y mágica negra y verde;
yo confieso que hay de todo,
y confieso finalmente
que por presencia y potencia
existís . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
COSME, en La dama duende.
Mostraba apenas el sol sus rayos derramando vida en la Naturaleza y desvaneciendo las últimas nubes de la tempestad cuando un caballero armado de punta en blanco, montado en un soberbio caballo negro, salía del castillo de Cuéllar, camino de Olmedo, seguido de alguna gente de armas. Llevaba la visera alzada y la cabeza inclinada sobre el pecho, pensativo y triste, y en sus apagados ojos, rostro enjuto y sombrío ceño daba a entender que, aunque en toda la fuerza de la juventud, el furor de las pasiones había amortiguado el brillo de su fisonomía. Caminaba al trote, y parecía tan ajeno de lo que le rodeaba como si fuese un ser privado de todo sentido o llevase embebecida la mente en la contemplación de otros mundos.
La escena que le ofrecía la Naturaleza era en aquel momento bellísima. Al frente y a lo lejos se descubrían las almenas de Torre-Gutiérrez, doradas del sol naciente; a un lado y otro brillaba el rocío en las rubias espigas, que ondeaban mansamente al soplo del céfiro de la mañana, mientras en los oteros que ciñen aquel camino se veían colorear abundantes racimos entre los verdes pámpanos de la viña aún destilando el agua de la pasada lluvia, en cuyas argentadas gotas, que temblaban al viento quebrando el sol sus rayos, reflejaban mil iris de luz de vario y trasparente color. Más allá se divisaba a lo lejos el verde oscuro de los elevados pinos aún confusos entre la niebla, que, levantándose poco a poco entre visos y reverberos, parecía envolver misteriosamente el bosque como para ocultar en él a los humanos ojos la mansión de las sílfides y los aéreos alcázares de las hadas.
Pero nada de esto llamaba la atención de nuestro caballero, que solo y delante, como hemos dicho, de su comitiva, no levantaba siquiera los ojos ni se distraía un momento de sus áridas imaginaciones. Seguíale su gente guardando el mismo silencio, y en su ademán triste y sombrío aspecto podría haberlos comparado el poeta de Iscar a una banda de agoreros búhos, confusos y deslumbrados, huyendo de la luz del día. No obstante, a pesar de su apariencia lóbrega y disgustada, el señor de Cuéllar sentía entonces latir con más fuerza que de costumbre su corazón a impulso de la esperanza que disipaba algún tanto el hastío que le dominaba. Sus tormentos habían calmado un momento, su conciencia reposaba de su continua inquietud y la imagen de Leonor, suya ya, a lo que él presumía, vagaba ante sus ojos despertando de su largo sueño sus sentidos aletargados.
Era para él el primer día que podía decir que le lucía sereno después de seis años de padecimientos, y si no se veía más alegría en su rostro que la que ordinariamente manifestaba, no era que no sintiese ensancharse su corazón, sino el hábito del fastidio que había contraído los músculos, de su semblante. Imaginábase presentarse a Leonor bajo el agradable aspecto de su protector en el triste estado en que ella debía encontrarse; complacíase en figurarse que en su humildad y arrepentimiento reconocería ella aquel Saldaña a quien, si no había amado con todo el delirio del primer amor, había mirado al menos con afición; deleitábase, además, con la dulce idea de verse correspondido, y volviendo entonces a su pensamiento la memoria de los primeros días de su juventud recordaba con placer aquella edad en que su alma veía todo con los ojos del entusiasmo brillante, hermoso, y representábase un porvenir de encanto y felicidad. Pero su alma, en medio de estos castillos que fabricaba su fantasía, estaba llena de zozobra, y un negro presentimiento venía aún a turbar los sueños de su imaginación. Había estado tantas veces tan cerca de poseer, y aun poseyendo, lo que en otros semejantes delirios había mirado como el colmo de su dicha, y había hallado tanto hastío, tanto disgusto después del goce, que aun en estos instantes sombreaban su esperanza las tinieblas de la desesperación.
Todos estos pensamientos y otros mil que sería imposible pintar agitaban en aquel momento su corazón, ya cercándole de imágenes agradables, ya llenándolo de inquietud y desasosiego, porque Saldaña, aunque endurecido en el delito, era menos malvado que criminal. Ya habían andado buena parte de su camino cuando vadearon el Cega y entraron en los pinares que están entre este río y el Pirón.
Llegado que hubo al sitio que le pareció más oculto, mandó hacer alto, y llamando a un joven paje suyo, y en quien tenía su mayor confianza, le comunicó su designio mandándole que le siguiese, así como al trompeta que le acompañaba. Dio órdenes a su tropa de colocar vigías e ir acercándose poco a poco al Adaja, manteniéndose prontos al primer toque que oyesen para acudir al punto donde él se hallara y la trompeta les indicare. Hecho esto, metió espuelas a su trotón, y seguido de sus dos satélites tomó a escape el camino donde él presumía que había de hallar a Leonor.
Entre tanto, los bandidos, que le aguardaban a la otra orilla, no para entregarle la dama como él creía, sino para avisarle del extraordinario acontecimiento que les había privado de poder cumplir su promesa, ofrecían un cuadro particular. A un lado se paseaba el Velludo, cruzados los brazos a guisa de pensativo y meneando la cabeza de tiempo en tiempo entre colérico y avergonzado; sus ojos lanzaban chispas, y echándose tal vez manos a las barbas se las mesaba y arrancaba, distraído de lo que hacía.
-¿Qué pensará de mí Saldaña -se decía a sí mismo cuando hoy sepa que una fantasma, un ente aéreo, una mujer en fin (porque ¿qué es la maga sino una mujer?), ha bastado para arrancarme mi presa sólo con presentarse, estando yo armado y en medio de toda mi tropa? ¿Qué pensará de mí, sino que no soy otra cosa que un baladrón y que todo mi valor se enfría y que toda mi resolución se pierde con sólo que me hagan el bu como si fuere un niño de pechos? ¿Y qué hubiera hecho menos que yo una mujer? Por la Virgen de Covadonga, que con esta aventura voy a perder la fama que tantos años me ha costado ganar.
Mientras el Velludo se paseaba acometido de estos pensamientos, Usdróbal, mucho más triste aunque menos encolerizado, se había sentado al pie de un pino pensando en la hermosura de la dama, reconviniéndose también su poco valor por haberla dejado ir, y ansioso de hallarla otra vez para ofrecerle sus servicios, protegerla y defenderla de cuanto pudiera, hasta borrar así la mala idea que ella hubiese concebido de su robador.
La imagen de Leonor, sus palabras, sus movimientos, todo estaba presente a sus ojos; creía sentir aún el tacto de sus vestidos, oír aquella voz de ángel que había encantado su alma, ver su noble resignación en la desgracia y aquella mirada capaz de ablandar una piedra, todo esto y la incertidumbre en que estaba de su destino le tenían tan pesaroso y sobresaltado como si la hubiese conocido desde la infancia, ella le hubiese tomado por su protector y él estuviese obligado a favorecerla.
A otra parte, el hipócrita Zacarías se paseaba con su rosario en la mano, y entregado, como de costumbre, a sus meditaciones, sin acordarse de la dama más que para sentir no haberse apoderado de las alhajas que tenía encima y haber perdido aquella ocasión, ya que al fin y al cabo nada hacía a su conciencia haberse hecho dueño legítimamente de lo que sin duda ya a aquellas horas habría hecho desaparecer la maga con sus encantos.
Más allá, sentados sobre la arena, estaba el resto de los bandidos jugando al dado, con tan poca aprensión y memoria de lo acaecido la noche antes, como si no hubiera sucedido nada, siendo toda gente soez y desalmada, que no pensaban jamás sino en lo que tenían delante, abandonando el porvenir a la suerte y olvidándose siempre de lo pasado. Reían, bebían, juraban y armaban a cada momento pendencia con tales voces e insultos, que cualquiera hubiera creído al oír sus amenazas e imprecaciones que iban a venir a las manos unos con otros, según lo sofocados y alborotados que se ponían. Algunos estaban en pie mirando jugar, celebrando las suertes o criticándolas, alegrándose y rabiando lo mismo que si tuviesen parte en las ganancias o pérdidas. Otro les escanciaba el vino, más cuidadoso de la bota que un enamorado paladín de la dama de sus pensamientos, y todos hablaban y todos se divertían. Pero entre todas las voces sobresalía como un trueno la voz de un catalán que se alborotaba y juraba más que todos los bandidos juntos.
-Voto a Deu -gritaba a tiempo que acababa de ganar una suerte, y el mismo grito resonaba con acento duro y áspero eco en los oídos de todos cuando perdía.
No se podía juzgar por sus hechos y sus palabras cuándo le iba bien o mal en el juego, levantándose y dándose de puñadas en la cara y jurando cuando perdía, y apuñeteándose, jurando y levantándose cuando ganaba, desesperado de no haber puesto más dinero entonces que la suerte le favorecía.
Entre tanto, Zacarías, de cuando en cuando, se acercaba al corro, jugaba, ganaba y se retiraba.
-Hijos míos -decía-, más vale pasar el rato entretenidos en buenas obras que no echar el día a perros como otros hacen. Itaque homo, como dice no me acuerdo en qué salmo, encargando de no estar ocioso. Fremuerunt gentium, está de Dios que habéis de perder; si no hacéis más que maldecir, ¿cómo queréis que os proteja la Providencia?
Y con este y otros discursos se acercaba y se llevaba el dinero de los demás con mucha sutileza y aspecto muy melancólico.
-Voto a Deu -exclamó el catalán-, que este ira de homo se mama el dinero rezando, y cata que se lo lleve.
-Pues yo, voto a Mahoma -gritó el morisco-, que como vuelva a entrar la mano, jugando yo... que ya me lleva ganado casi todo lo que tengo, y...
-Paciencia, hijo mío -replicó muy dulcemente Zacarías-, no te enojes ni aíres por haber perdido este vil metal, que tú eres de los que dijo el profeta dabo alienibus, daré todo cuanto tenga al que sea cristiano.
-No entiendo yo latines, maestro Zacarías -repuso el morisco, encolerizado-, pero sé manejar la daga como el mejor de los que aquí están, y ya os lo he dicho más de una vez.
Hízose Zacarías el desentendido y se retiró a un lado a pasar cuentas a su rosario, haciendo como que rezaba y fijos los ojos al mismo tiempo en el juego sin perder suerte alguna de las que pasaban.
-Vamos, no haya disputa -dijo a este tiempo el ladrón viejo que había contado la noche antes el cuento del caballero-; ¡juego! -y echando la taba que era de diversos colores y estaba pintada de cada lado, la tiró al aire, teniendo todos los ojos clavados en ella cuando cayó para ver el color que había quedado hacia arriba, y que era señal de la ganancia o pérdida de cada uno.
Aquí fue donde perdió enteramente los estribos el catalán, que había pasado tres suertes con ésta sin ganar en ninguna de ellas. Echóse mano a las barbas y se las arrancó de cuajo, levantándose de repente como si le hubiera picado la víbora gritando y renegando y tirando el dado, que no parecía sino que se había vuelto loco y tenía en su cuerpo un enjambre de diablos.
-Voto a Deu, mala ira me trinque el coll -gritaba-, que non ha pas suerte que la mía.
En esto volvió a llegarse Zacarías al corro a tiempo que el morisco tomaba la taba para tirarla, y cuando estaba en el aire echó en el suelo algunas monedas diciendo:
-Al blanco, que es el color del alma de los justos.
A pesar de que no había jugado a tiempo, todos callaron, y el morisco no avisó ni dijo palabra pensando que saldría otro color y le ganaría; pero la suerte protegió esta vez a Zacarías como las demás, y él pasó detrás de su antagonista para recoger su ganancia.
El morisco, que sintió que apoyaba su mano izquierda sobre su espalda a tiempo de inclinarse adelante para ejecutar su intento, como estaba ya irritado viendo que siempre perdía, y no quedándole, además, dinero con que jugar, y siendo la cólera que provoca el juego al perdidoso la más violenta y arrebatada de todas, echó hacia atrás ambos codos, empujando a Zacarías con tal fuerza, que lo arrojó de sí gran trecho dando traspiés y dejando caer el dinero que había cogido. Riéronse todos de ver al viejo hipócrita andar de espaldas con tal viveza y poca seguridad, y el morisco dijo con aire de desahogo, volviendo la cabeza a mirarle:
-Vaya, señor Zacarías, idos a rezar, y no vengáis a ganar aquí con trampas el dinero a quien, aunque no reza tanto, es tan bueno como vos y como pudo ser vuestro padre.
-Tin firme -gritó el catalán riendo-, que el vino os fa mal, y andáis con él a patadas.
No respondió Zacarías a ninguno de estos insultos ni mostró en su fisonomía señal ninguna de descontento, antes acercándose otra vez recogió su dinero con mucha calma diciendo en el tono melancólico que acostumbraba:
-Hijos míos, el cielo protege a los buenos, y este moabita hace mal en enojarse con el justo, porque su alegría será pasajera, aunque a decir verdad..., pero todo esto es una chanza, y me alegro que no haya perdido el buen humor, ya que ha perdido el dinero.
-No lo doy yo por perdido, señor justo -repuso el morisco- mientras que esté en vuestro bolsillo y vos sigáis en mi compañía, que todavía me quedan manos para ganarlo.
-Tienes razón, hijo mío -contestó Zacarías-, y para que veas que quiero darte el desquite, dame esa taba, que voy a darte la suerte.
Diciendo esto la tomó, y llegándose cerca del morisco se sentó a su lado diciendo:
-¡Atención! Vamos, que Dios nos dé a todos buena ventura.
Y echó el dado al aire con tal presteza, que no parecía sino que había sido aquella la ocupación de toda su vida. Ganó él, y el morisco perdió de nuevo algunas monedas que le habían prestado. Echóla otras dos veces al aire y volvió a ganar, pero la última creyó el morisco que le había visto volver la taba al tiempo de echarla, y gritó que estaba haciendo trampas, lo que no es creíble en la santidad, buena fe y natural desprendimiento de Zacarías; pero, a pesar de estas conocidas virtudes, otros afirmaron lo mismo, y el morisco, alzando el grito, juró o que le volvería el dinero o que se lo había de quitar por fuerza, a lo que Zacarías respondió que no debían creer la voz del impío y que había jugado lealmente; pero el morisco, que ya no aguardaba a razones, montando en cólera se arrojó a coger el dinero que tenía Zacarías en la mano izquierda, jurando y perjurando que se lo había de arrancar o poco había de poder.
-Déjame y no precipites al justo -le gritaba Zacarías, mientras los demás azuzaban al morisco para que se lo arrebatase.
-¿Qué quieres de mí, hijo mío?
-Quiero que me des, perro, lo que me has robado -repuso el morisco sin soltarle la mano y forcejeando por abrírsela y cobrarse lo que había perdido, y algo más si podía; pero se las había con quien hubiera soltado el alma mil veces antes que un solo cornado.
Con todo, sin perder nada de su dulzura, y como si no comprendiese la causa de la embestida de su compañero, repitió:
-No te dejes llevar de la ira de Satanás. ¿Qué quieres de mí, hijo mío?
-Mi dinero o tu corazón -replicó el morisco, furioso de la cachaza de Zacarías.
-Vaya -repuso éste sin mudar de tono-, ¿te has empeñado? Pues toma.
Un grito del morisco, que cayó en tierra nadando en sangre, fue el primer aviso que tuvieron los bandidos que estaban viendo la escaramuza de la especie de regalo que le había hecho el justo, viendo después en la derecha de éste relucir el cuchillo, de que había echado mano sin que ninguno lo apercibiese. El morisco quedó tendido sin decir palabra, y los que se acercaron a reconocerle vieron que estaba muerto.
Este acontecimiento despertó a Usdróbal de su letargo y al Velludo le distrajo de sus imaginaciones; pero como para este último era todo aquello cosa de poco momento y estaba muy acostumbrado a ver diariamente escenas de esta naturaleza, se contentó con restablecer el orden y hacer que por entonces el juego se suspendiese.
-Este pobre mentecato -dijo, mirando con frialdad el cadáver- no sabía que el cuchillo de Zacarías es como las uñas del gato, que arañan antes de que se vean. Llevadle de ahí y echadle ahí más abajo en el río.
-Para qué nos hemos de cansar tanto; que se quede en un lado, que se lo minchen los grajos -respondió el catalán.
-Bien puede mi maestro -dijo Usdróbal- enseñar a dar puñaladas cara a cara sin que le vean, que no parece sino que las da por la espalda. Vaya, y qué bien que sabe aplacar la cólera de cualquiera. ¿Pero dónde está? ¿Se ha ido?
En esto, al volver la cabeza, le vio que se paseaba allí a un lado con el mismo aire compungido y devoto que de costumbre con su rosario en la mano y rezando con mucha tranquilidad, como si acabase de oír misa.
-Me alegro -dijo Usdróbal, que no pudo menos de horrorizarse al verle rezar o aparentar que rezaba con las manos ensangrentadas-, me alegro que os quedéis tan fresco después de haber enviado al infierno el alma de ese pobre morisco.
-Me quedo así, querido Usdróbal -repuso el maestro-, porque mi conciencia está limpia, y has de saber que la muerte de un sarraceno, de un moabita, no es pecado, y si no ya ves que el santo rey don Fernando mató muchos...
-Con la espada en la mano -respondió con indignación Usdróbal-, cara a cara y por la verdadera causa de Dios, y no villana y traidoramente como vos hicisteis.
-Pauci vero electi -respondió Zacarías-; pocos son los escogidos, pero si alguno lo estaba para la horca, era ese enemigo de Dios, y así no me remuerde la conciencia; antes bien, me alabo de haber ahorrado a otras buenas gentes la incomodidad de colgarle y el gasto de la cuerda.
-También me parece a mí -replicó Usdróbal- que sois vos de los escogidos para morir sin poner los pies en el suelo, porque a fe mía que os huele el pescuezo a cáñamo de una legua, a no ser que alguno haga con vos lo mismo que vos habéis hecho con el moabita en pago de vuestras buenas obras.
El tono de estas últimas palabras fue tan siniestro que Zacarías no pudo menos de echarle una mirada de arriba abajo temeroso de algún asalto, y seguramente no habría tenido buen fin esta conversación a juzgar por el ceño de Usdróbal y el desprecio con que miraba la hipocresía de aquel miserable, si el Velludo, que vio venir de lejos al señor de Cuéllar, no le hubiese interrumpido en este momento para que viniese a recibirle con él.
-Vamos -le dijo según iban andando- a confesar nuestra vergüenza, a decir a ese señor que vino el coco y asustó a doce hombres. Por la Virgen de Covadonga, que en la vida me ha sucedido otra igual.
-Fue la sorpresa, capitán -repuso Usdróbal-, que nos dejó sin saber qué hacer.
-¿Y cuándo ha habido nada en el mundo que haya sorprendido al Velludo? ¿Y había de ser una bruja, ¡vive Dios!, la que me había de quitar mi fama?
En esto llegó a ellos Sancho Saldaña, que, habiendo visto que se acercaban, no pudo menos de sobresaltarse, pensando si habría sucedido algo a Leonor o habría hallado medio de evadirse de los ladrones.
Su rostro demostraba el desasosiego y sus ojos giraban acá y allá como desatentados; traía el caballo fatigado del largo escape que había corrido y venía cubierto de lodo hasta la cincha.
-¿Dónde está? ¿Está ahí? -preguntó con voz ahogada y fijando los ojos en el Velludo.
-Ahí estuvo -respondió éste-, pero ya se la han llevado.
-¿Quién? -repuso al momento el señor de Cuéllar-. ¿Quién, vive Dios? ¿Y vosotros os la habéis dejado quitar, cobardes?
-No creo -replicó el Velludo, mordiéndose los labios de rabia- que haya yo merecido nunca ese título, pero ahora tenéis razón; no soy más que un gallina.
-Responde, canalla -replicó el de Cuéllar-. ¿Dónde está Leonor? ¿Quién se la ha llevado? Por todos los santos, juro que estoy tentado de hacer un estrago en todos vosotros -añadió, frunciendo las cejas y contrayendo todos los músculos de su rostro con tan sombrío ceño, que Usdróbal creyó que estaba delante del príncipe de las tinieblas.
El Velludo entre tanto no respondió ni hizo movimiento alguno, clavados los ojos en tierra, una mano en la boca y batiendo el suelo muy de prisa con la punta del pie derecho. Miróle Saldaña un instante, y echándole encima el caballo le cogió del brazo izquierdo, zamarreándole.
-Di, pillo, di, ¿dónde está? ¿Quién te asustó?
Alzó la vista el Velludo, y mirándole con ojos que parecían centellas...
-Conde -le dijo-, no me cojáis así... Por la Virgen... Soltadme, conde, soltadme -añadió, arrancándose con fuerza de su mano-. Yo sé lo que he hecho, sé que voy a perder mi reputación...
-Tú me has vendido, malsín -exclamó el conde.
-Usdróbal -respondió el capitán-, dile lo que pasó; yo no puedo; dile el ejército que tuvo que venir a llevársela.
-Un demonio, señor -repuso Usdróbal-, una bruja, un fantasma que entró a deshora en la cueva nos confundió a todos y delante de todos se la llevó en medio de la tempestad.
-¡Dios! ¡Dios! -exclamó el conde mirando al cielo y retorciéndose las manos de ira-. ¿Es posible que todo el infierno junto me persiga? Tú mientes, canalla -añadió, dirigiéndose a Usdróbal-. ¿Y quién es ese fantasma?
-Yo no miento, conde -repuso Usdróbal-; lo que os he dicho es verdad, y en cuanto a saber quién es la bruja no será muy difícil, porque creo que ha de vivir ahí en las cercanías.
-¿Dónde? Llévame al punto, que juro a fe de caballero entrar y sacarla, aunque sea de las garras de Satanás. Tantas fatigas por alcanzarla y siempre huyendo de mí, y ahora, cuando ya era mía... ¡Por Santiago! ¿He de ser yo siempre infeliz? ¡Infeliz!
Acompañó el conde estas últimas palabras con un rugido como el de un león que siente en su pecho el venablo del cazador y se ve arrancar su presa en el momento de devorarla.
-Señor -respondió el Velludo-, no sé fijamente el camino que va a la habitación de esa maga (que Dios maldiga), pero aquí habrá quien lo sepa. ¡Ojalá nunca hubiera sabido ella el de la mía!
-¿Pensáis ir, señor conde? -preguntó Usdróbal.
-Sí -replicó Saldaña, que, habiendo perdido ya la energía del primer movimiento, había quedado pensativo oyendo la respuesta del capitán-. ¿Y quién ha de venir conmigo? -continuó.
-Yo -repuso Usdróbal con resolución-, en habiendo quien me enseñe el camino.
-¿Tú te atreves? -preguntó el Velludo.
-¿Y por qué no? -respondió Usdróbal-; es preciso lavar el borrón que nos cayó anoche.
-Sí, sí, es preciso -dijo entre sí el capitán-; iremos, voy a ver si hay alguno que se atreva a enseñar siquiera el camino -y diciendo esto echó a andar hacia su compañía.
A pesar de ser todos hombres tenidos por animosos, no hubo ninguno que se resolviera a acompañar en esta empresa a su capitán.
-El señor de Cuéllar -dijo uno- puede ir solo, que ya debe conocer el camino de los infiernos, si es verdad lo que dicen que anda en negocios propios con Lucifer.
-No le acompañaré yo ni me acercaré por allí en cien leguas -respondió el viejo de la cara cortada.
En fin, por más que les rogó, mandó, amenazó y ofreció el Velludo, no pudo lograr otra cosa sino la promesa de uno de ellos, que ofreció proporcionar un paisano de Olmedo, hombre muy temido de las brujas por ser de oficio saludador, que los llevaría adonde quisieran, si la paga era correspondiente al peligro a que se exponía.
En este tiempo Sancho Saldaña había vuelto a su estado de insensibilidad, y Usdróbal estaba contemplándole detenidamente. Admirábale el ver su frente cargada de arrugas; sus ojos grandes y hermosos, pero mustios; sus cejas, ya naturalmente juntas a fuerza de contraerlas; sus mejillas secas y hundidas, al mismo tiempo que en su apostura y gallardía a caballo se descubría en él el porte, el continente y la arrogancia propios de un caballero tan poderoso.
-¿No ha vuelto aún tu amo? -preguntó a Usdróbal, como volviendo lentamente de un sueño.
-Ahí viene mi capitán -respondió Usdróbal, recargando en esta palabra.
-¿Hay guía? -preguntó Saldaña.
-Habrá uno, con vuestro permiso, que vendrá esta noche -respondió el Velludo.
-¿Y ahora no? Ya yo me lo imaginaba -dijo el conde con alguna muestra de despecho-; tú me avisarás.
El Velludo iba a excusarse de no poder ofrecer un guía en aquel momento, pero Sancho Saldaña, sin oír más, volvió a su caballo maquinalmente y se alejó a escape por donde había venido, seguido a cierta distancia de su paje y de su trompeta.
-Parece hombre extraordinario -dijo Usdróbal, siguiéndole con los ojos-, y no tiene trazas de tener nunca muy buen humor.
-El de un condenado -contestó el capitán-, aunque yo creo que es el mismo diablo en persona.
Dicho esto volvieron adonde estaba la banda, muy contento Usdróbal en parte de que la maga, robando a Leonor, hubiese así estorbado que se cumplieran los deseos del señor de Cuéllar.