Sancho Saldaña: 06

Sancho Saldaña de José de Espronceda
Capítulo VI

Capítulo VI

¿Qué duende o qué patarata
es el que veis, embusteros?
El Dómine Lucas


No bien se había retirado Nuño del cuarto del señor de Iscar, cuando al bajar al patio donde estaban las caballerizas el primer objeto que vio, o que creyó ver, fue al montero, que él creía a aquellas horas en el infierno. Pensó que era ilusión de sus ojos, y frotándoselos con ambas manos volvió a mirar y volvió a verlo, y frotóse otra vez los ojos y los abrió otra vez, y otra vez vio la misma cara y la apariencia misma del guía. Creyó entonces que era una aparición, y alzando la voz empezó a decir:

-En nombre de Dios te digo que me digas quién eres y a qué has vuelto al mundo, porque no creo que ningún muerto vuelva a él sin motivo. Y tú eres sin duda la aparición del guía en su misma forma, y como tu muerte fue tan inesperada, sin duda dejaste algunas cuentas que arreglar por acá.

No pudo menos el halconero de echarse a reír oyendo que le apostrofaban ya como si fuese ánima del otro mundo; pero el temor que tenía a Nuño (y él sabía bien por qué) le hizo contener la risa y responder con mucho comedimiento:

-Estáis equivocado, maese Nuño; yo no me he muerto nunca, ni soy ánima del otro mundo; soy el pobre montero a quien el miedo de la tormenta entorpeció tanto que no acertó a serviros de guía.

-No -repuso Nuño-; tú eres algún diablo en carne, y puede ser que estés vivo; pero que tú no has volado esta noche por los aires, eso no habrá nadie en el mundo que me lo quite de la cabeza.

Una carcajada que oyó detrás de él interrumpió en este momento la conversación, y volviendo la cara halló que el que se reía era el Cantor, que había estado oyendo sus exorcismos. En ningún tiempo podía haberse presentado el Cantor a peor hora que aquella en que tan de repente se ofreció a los ojos de Nuño, y hubiera dado éste todos los días que le quedaban de vida por que no le hubiese oído ni visto estar hablando con el halconero. Con todo, reprimiendo la ira que le causaba para él su intempestiva risa:

-Por cierto -dijo-, señor poeta, que no creo en esta ocasión haber dado motivo a que se burle nadie de mí, y que si no fuera por el mucho...

-Vaya, buen Nuño... -interrumpió el Cantor.

-No me interrumpáis -gritó el veterano.

-Pero, hombre... -fue a decir el Cantor.

-No me interrumpáis, ¡vive Dios! -gritó otra vez Nuño, encendido en cólera.

-Pues bien, seguid -repuso el Cantor.

-Pues bien, sigo -prosiguió Nuño-, y digo... que... cuando... ya perdí el hilo; por vida de las interrupciones, que no parece sino que tratáis de divertiros conmigo, y voto a tal que...

-No es eso -replicó el poeta-, sino...

-Otra vez. ¡Juro a Dios! -exclamó el veterano, cada vez con más enojo-, que si me volvéis a interrumpir que os enseñe yo a hablar conmigo.

No era el Cantor hombre a quien imponían los gritos y las amenazas; pero, a pesar de las continuas quimeras que a cada momento tenían, eran él y el buen Nuño compañeros inseparables, y ya hacía más de veinte años que eran amigos. Uno y otro tenían su flaco, siendo el de Nuño figurarse que sus palabras eran de mucha importancia, Y no sufrir que nadie le interrumpiese; y para hacer perder los estribos al poeta no había más que despreciar o censurar su música o las trovas que componía. Uno y otro habían sido los favoritos de don Jaime, que si en el uno premiaba la lealtad y el valor con su estimación, en el otro, como buen admirador de su rey, respetaba el talento, siguiendo la máxima de aquel verso de Alfonso el Sabio:


Ca siempre a los sabios se debe el honor.

Hernando, fiel en todo a los principios de su padre, los miraba como dos joyas de su casa y los tenía en tanta consideración como si fuesen parientes suyos.

En este momento conocía el Cantor que la cólera de su amigo no provenía tanto de las interrupciones como de la carcajada con que le había saludado al sorprenderle con el halconero, a quien él creía ánima del otro mundo, y así torciendo la conversación, le dijo:

-Pero ¿cómo diantres ha venido ese hombre aquí primero que nosotros?

-Yo no sé siquiera -replicó Nuño- cómo está aquí después de haberle yo visto ir por el aire como si fuese una pluma.

-Sobre las alas del huracán como si fuese el genio de la tormenta -enmendó el poeta-. Pero ¿vos creéis, Nuño, de buena fe, que sea este montero que vemos aquí el mismo de carne y hueso que nos iba sirviendo de guía?

-Eso es lo que no afirmaré nunca -respondió el veterano.

-Tocadme y veréis, maese Nuño -dijo el halconero, acercándose a él.

-Vade retro -gritó el veterano, andando hacia atrás-, que sin duda tú eres algún demonio que vienes aquí para tentarnos, y no sería malo llamar al capellán del castillo para que te rociara de agua bendita.

-Pues yo te juro, Nuño -replicó el poeta, palpando al halconero-, que o este demonio está hecho y formado de la misma materia que lo estamos tú y yo (lo que no puede ser) o es un hombre como nosotros que no se ha muerto ni condenado nunca.

-No quisiera yo ser como él -respondió Nuño-, y lo mejor será que sea quien sea, se quite delante de mí, porque ya que le he visto volar esta noche, no quisiera verle hacer más milagros.

No aguardó el montero a que se lo dijese dos veces, antes a la primera se alejó y fue a su camaranchón a reposar, si podía, del susto que le había dado la vista del fantasma, y dándose la enhorabuena de haber salido libre de las manos de Nuño a tan poca costa después de haberle dejado solo sin guía en medio de la tormenta.

-¿Pero es posible que un hombre como tú -exclamó el poeta-, con sesenta años a la cola, crea que ese hombre se ha muerto, se ha condenado y haya vuelto a salir del tártaro sólo para engañarte y alucinarte?

-Dejemos eso -repuso Nuño con algún enfado-; yo juro que le he visto volar, y afirmo que si no es diablo le falta poco, y sobre eso que dices de haber vuelto sólo para alucinarme, te digo que con todas tus trovas y más años que yo no sabes lo que te pasa, y ahí está Garci-Pérez, que en el año de 1250, en el mes de enero, en las montañas de León, vimos un condenado...

-Quita allá -interrumpió el Cantor-, que no sabes lo que te dices y hablas como hablaría un caballo si tuviera don de hablar.

-Y tú no tienes más que mucho imaginarte -repuso Nuño- que sabes todo porque haces ahí cuatro coplas y rascas un poco el laúd...

-Calla, profano, y no hables de lo que no es dado comprender a tu pobre imaginación -respondió el trovador con enojo-. ¿Conque ese halconero está condenado? -añadió con cierta ironía.

-Así lo estuvieras tú, y tus trovas, y tu laúd, que maldita la falta que hacéis -repuso Nuño.

-No las volverás a oír, y la culpa es mía al querer regalar orejas de Beocia con mis canciones.

-¿Orejas de... de qué? -preguntó Nuño encolerizado-. ¿De qué has dicho?

-De nada. ¡Adiós! -replicó el poeta.

-Sí, anda con Dios, y si me vuelvo a llegar a hablarte, quiero quedarme mudo para mientras viva.

Y viendo que se alejaba su compañero, continuó entre sí, a tiempo que se retiraba a su cuarto:

-Ese maldito Cantor todo se le vuelve querer precipitarme, y un día nos la vamos a hallar los dos. Si no fuera que al fin y al cabo es un pobre hombre, y luego canta tan bien, y ha enseñado a cantar a doña Leonor, pobrecita. ¿Qué será de ella a estas horas sin ningún amigo, sola entre una caterva de pillos?... No quisiera más que verme allí con ella, que yo solo bastaba para libertarla contra todos juntos. ¿Quién ha de descansar así? -añadió, echándose sobre la cama-. ¡Cómo ha de ser!, como dice don Hernando, mañana será otro día, que decía siempre don Jaime cuando no llevábamos lo mejor de alguna batalla y teníamos que retirarnos. ¡Cómo ha de ser! -volvió a decir; murmuró luego entre dientes algunas palabras y se quedó, por último, profundamente dormido.