San Sebastián, coso taurino : 02

Capítulo II

Había concluido el almuerzo. En el comedor, no suntuoso, pero sí alegre y veraniego, del Palais, no quedaban sino algunos hombres rezagados, que, como buenos trasnochadores -el tapete verde y las amables damas a quienes la madre Venus ha revestido de su representación sobre la tierra obligábanles a hacer de la noche día-, en justa compensación, madrugaban poco, y Eloísa, que fantástica en su atavío de piqué rojo y su minúsculo gorrillo negro, rematado por enorme pluma coral, almorzaba frente a frente con «el Gauchito».

Fuera, en la terraza, Casimira Pereira, vestida ya, demasiado vestida -en su atavío había exceso de encajes, de perlas, de lazos y de plumas-, sentíase portavoz de la moral perorando en un grupo formado por las de Gambana y Lilí Alcorcón, que, pese a sus sesenta y dos primaveras, posaba de «sport», montaba a caballo y hacía «skating», conservando cierto aire varonil que ella subrayaba con el perpetuo atavío sastre. Casimira Pereira, especie de Ofelia de Guadalajara, que cantaba arias sentimentales y bordaba tapices Luis XV, entrometida de golpe, y gracias a la futura herencia de tía Rudesinda, en la buena sociedad por su boda con el bala perdida de Paco Aljubarrota, era tonta, frívola y vanidosa. Ya durante el almuerzo no había cesado de pegar respingos; la presencia allí de «el Gauchito» la había sacado de quicio. ¡Un torero en el hotel! Bueno que estuviese «el Bomba»; al fin y al cabo, aquél era otra cosa y podía mirársele como a persona de mundo. ¡Pero «el Gauchito»! ¡Aquel salvaje! ¡Horror! Y los abuelos, magistrados, hombres de curia, inquisidores, de ella, pero, sobre todo, los capitanes, los condes, cruzados y ministros por parte de Aljubarrota, removíanse en sus tumbas llenos de santo furor, lanzando anatemas por boca de la descendiente. Y lo que colmara la indignación de la dama fue el cinismo de Julito Calabrés, que, como la oyese protestar de la presencia del torero en el hotel, murmuró irónico, encogiéndose de hombros: «¡Ni que un hotel fuese una escuela de buenas costumbres! Es una cursilería». Aquella fatídica palabra cursi, que tantas noches le quitase el sueño, se le había atragantado y aumentado aún la dosis de su ira contra la grandísima perdida de la Roldán. Pero el verdadero motivo de su enfado era que hacía ya tres días que notaba la inclinación del marqués viudo de Casa-Temblante por la cubanita. Y no es que ella tuviese nada que ver con el banquero, no; eso, no. No por virtud, que era tan frívola que hasta de virtud era incapaz, sino por ciertos escrúpulos, «muy» de Guadalajara, que tenía en engañar a su marido. Pero, eso sí, vanidosa hasta la hipérbole, sentíase muy halagada de tener un orador, y, además, práctica, con maliciosa y vulgar práctica provinciana, dábase cuenta vagamente de que gastaban más de lo que podían y de que lo mismo los restos de la fortuna de Paco que la no muy cuantiosa dote de ella, de seguir el derrotero emprendido a caza de la elegancia, no durarían mucho, y puesta en aquel caso de conciencia, de escoger entre su honra y la elegancia, no dudaría de sacrificar al interés lo que no sacrificaría al amor o al capricho. Y entonces, ¡quién sabe!, aquel viejecillo pulcro, elegantísimo, podría ser una solución a los apuros pecuniarios de Casimira.

A pesar del calor, y como día de concurso hípico, en la amplia terraza no cesaba el ir y venir de gentes. Llegaban automóviles de Biarritz, Zarauz, San Juan de Luz, cuantas playas francesas y españolas vecinas de San Sebastián sirven de refugio a privilegiados de la fortuna. Coches, autos, «cestos», comenzaban a partir, llevando gentes hacia el campo del concurso, y en el atrio del hotel era un continuado desfile de elegancias. Casimira Pereira pasaba revista a todos los que entraban o salían, y para todos tenía una crítica mordaz en que desahogaba la bilis que se iba acumulando en su pecho...

¡Decididamente, el marqués viudo de Casa-Temblante estaba haciendo del ojo a la loca de Eloísa! Y Casimira, dada a los mismísimos demonios, lanzaba miradas furibundas a su adorador, mientras, sonriendo con la risa del conejo, criticaba la indumentaria, realmente fantástica, de aquellas damas.

La primera en arrancar fue Madame de Rodríguez Fonseca, una paraguaya que traía deslumbrado Biarritz con su lujo. Era guapa, con belleza estrepitosa que soliviantaba a los hombres e indignaba a las mujeres. Hacía pensar en la Eva futura de D'Aurevilly, porque en ella nada era natural, sino hábil producto de la alquimia moderna. Su cuerpo, de un extraño moldeado florentino, desaparecía bajo la suntuosidad de las telas blandas recarnadas de oro y plata, que resultaban, como el tiempo en opinión de los cronistas adocenados, realmente impropias de la estación. Su rostro, de una blancura absurda, hacía resaltar en dos círculos violáceos los ojos verdes, ojos de agua marina, que, como los de los gatos, se punteaban de oro, y, por último, su cabellera, de un rubio imposible, un rubio de cuento de hadas, se rizaba en verdaderas ondas de hilado oro, que ella aprisionaba ahora en una redecilla de perlas rematada por airoso penacho de nevadas plumas.

Después salieron María Montaraz, siempre graciosa, risueña y alocada, estrepitosa y llamativa, con su traje verde loro y su calañés de terciopelo negro, y Lina Monreal, disimulando los estragos de los años y las pasiones con su elegancia, muy femenina, muy armoniosa, hecha de gasas, de perlas y de matices suaves. Tras ellas aparecieron en la terraza, en fantástico desbordamiento de plumachos, las de Gutiérrez, unas chilenas que traían a mal traer a todos los cazadores de dotes y que eran la comidilla de San Sebastián. Venía ahora la francesa de tanda hecha el mismísimo diablo con una pamela roja que hacía resaltar su cutis de cordobán y sus cabellos demasiado negros, y un traje color de zanahoria que, dadas sus delgadeces, le sentaba como un tiro.

La animación llegaba a su período álgido; en la terraza formábanse corrillos que comentaban los lances de la víspera, las pérdidas de Manolo Cortézar, las pérdidas, pero éstas sentimentales, de Chichita Játiva, las desvergüenzas de Paca Campanada. Mientras los grupos se disolvían lentamente, Eloísa y «el Gauchito», acabada ya la comida, habíanse instalado en veraniegas butaquitas de mimbre, ante una mesita, con sendas tazas de café delante.

Los dos sentíanse satisfechos de verse juntos; no era sólo la pasión que pudieran inspirarse; era algo más íntimo, más hondo, algo instintivo que les hacía adivinar el uno en el otro un amigo, un igual, un compañero. Eloísa, con efusión infantil de que parecía incapaz, contaba al torero sus cuitas y hablábale de su entusiasmo por el arte.

-Usted es feliz -murmuraba la americana nostálgica-; usted es feliz porque ha triunfado, porque ha llegado ya.

-¡Bah! -replicaba él-. Hay profesiones en que no se llega nunca. Además, si viese usted cuántos obstáculos hay que vencer y qué luchas hay que sostener... Luego, no es sólo la batalla en la Plaza; la peor es la lucha con las gentes; con su antipatía y mala voluntad. Los toreros de por aquí tienen sus enemigos, pero tienen también sus amigos, sus defensores, sus apasionados. Son las gentes que han vivido siempre con ellos; los de su casa, los de su pueblo, los de su barrio; gentes que van donde van ellos, que les aplauden, que están dispuestos a andar a bofetadas si fuese menester a la mayor gloria de su ídolo, que les festejan y que cuando están mal y el público se les echa encima, les confortan con sus aplausos, les sostienen, toman partido por ellos; gentes que cuando llega la hora de la retirada se encargan de que nunca les falte el calor del triunfo, de que pasen a ser el «maestro», el héroe. Pero yo, extranjero y solo... Es preciso que no tenga un momento de desfallecimiento ni de debilidad, que esté siempre alerta, siempre dispuesto a jugarme la vida, seguro de que en cada espectador tengo un enemigo que espera el desfallecimiento pasajero para caer sobre mí. ¡Y si viese usted qué difícil es en nuestro oficio no tener miedo, nunca! Hay días que siente uno un pánico invencible, algo más fuerte que la voluntad, algo como un presentimiento que nos hace temblar.

Calló «el Gauchito» y ambos permanecieron silenciosos un momento.

Luego, Eloísa siguió en voz alta el hilo de sus ocultos pensamientos:

-¡Pues, y yo, Dios mío, y yo! Algunas veces lo veo todo de color de rosa, me parece que la victoria es fácil, que todo consiste en llegar y vencer; pero otras me parece cosa imposible, superior a las fuerzas mías. En unos momentos deseo ardientemente que llegue el de presentarme en público, y me siento artista, muy artista, y creo que valgo mucho, más que otras a quienes aplauden por ahí, y entonces me parece estar ya en escena, sentir la caricia de las luces y escuchar el ruido de los aplausos. Otras, me entra el pánico y creo que no valgo nada, que no sirvo para nada, que me van a silbar, que se van a reír de mí. Luego, todas estas gentes a quienes he ido conociendo, son tan descorazonadoras, que serían capaces de quitar las ilusiones al más iluso. De todo se ríen, todo lo toman a guasa, nada les importa ni a nadie quieren. ¡Viven tan a la ligera! Hablan del amor como de una cosa episódica, frívolamente; del dinero como de algo fantástico, y, sin embargo, se arruinan y ven arruinarse a los demás como la cosa más natural. Y parece que no les importa nada ni nadie; se burlan hasta de su sombra; su familia es una cosa indiferente y nunca se sabe a qué atenerse. Y si esto pasa entre ellos, ¿qué será para los demás? -Y añadió melancólicamente:

-¡Yo estoy tan sola!

El torero tejió un madrigal a su oído. Él la quería. ¿Por qué no había de quererle ella también? Estaban los dos solos en medio de aquellas gentes como dos niños perdidos en el bosque, como dos pájaros perdidos sobre la inmensidad del mar...

La llegada de Julito Calabrés, que adivinando algo se acercaba para fisgonear, cortó el torrente de ruda elocuencia que la pasión hacía brotar de los labios del galán. Azorada ella, y deseando despistar al curioso, buscó un sujeto de conversación, algo hacia donde encauzar la suspicacia y, sin querer, se vendió.

-Hablábamos de mi debut -dijo a modo de excusa.

El elegante ni aun pestañeó. Encantado de haber descubierto aquella noticia sensacional, que, por otra parte, iba a llevar la turbación al ánimo de todas aquellas señoras, ya bastante indignadas con la intrusa, y a dar lugar, indudablemente, a una serie de lances graciosísimos que pondrían una nota pintoresca en la monotonía del verano donostiarra, y viendo, al mismo tiempo, confirmadas sus sospechas de que en la vida de la salvaje aquélla había gato encerrado, no quiso, sin embargo, mostrar asombro para no levantar la caza, y con la mayor naturalidad, y como si se tratase de la cosa más corriente del mundo, interrogó:

-¿Cuándo? ¿Dónde?

-La fecha no la sé aún -aseguró la futura estrella-. El sitio creo que en el «Palacio de la Ilusión».

Después empezó a contar sus planes; ella pensaba debutar a todo lujo. La mitad del espectáculo sería una concesión a los gustos del público; cantaría «couplets» picarescos y recitaría monólogos graciosos; la otra mitad, arte puro; haría pasos de tragedia. De decorado y trajes...

Pero Julito, incapaz de permanecer callado, y mucho menos de guardar un secreto, estando para irse la muy cursilona Casimira Aljubarrota, y pudiendo darle el disgusto hache con el tal secretito, y hasta amargarle la tarde, buscaba un pretexto para largarse a asestar la puñalada trapera a la de Guadalajara.

-Me parece que se van las de Gambana.

Y, sin esperar respuesta, precipitose hacia el grupo.

Casimira, en la indignación por su visita a la apestada, le recibió con una piedra en cada mano.

-Hijo, ¡qué poquísima vergüenza tienes! ¡No sé ni cómo te hablamos en público las señoras!

Julito sintió loco prurito de soltarle una desvergüenza a la muy idiota; pero pensando en las banderillas que le iba a dejar al quiebro, se contuvo, y con voz engolada anunció:

-¡Noticia sensacional!

A la Pereira se le olvidó su furor.

-¿Cuál? -interrogó ansiosa.

Él complaciose en hacerla rabiar.

-¡Ah!

La Aljubarrota se irritó.

-Mira, no hagas misterios. Más valía que, en vez de fastidiar, tuvieses un poco más de decoro y no te acercases a saludar a esos dos salvajes que se están arrullando ahí como si todavía estuviesen subidos en el cocotero donde los cogieron con lazo.

El cínico no hizo caso de la catilinaria, y con el mismo énfasis de antes repitió: -¡Noticia!

Ahora fue Lilí Alcorcón la que se impacientó.

-¡Desembucha, hombre, y no seas pesado! -azuzó con su voz hombruna.

-¿A que no sabéis quién debuta?

-Paca Campanada -indicó Lilí.

-La Fonseca -apuntó con su voz de flautín la madre Gambana.

Y la mayor de las dos chicas, con la intención de un Miura, comenzó a guiñar un ojo señalando a la Pereira.

-Pues, no, señor -anunció triunfante Julito-. No dan ustedes en el clavo: la Roldán.

Casimira cayó sobre la noticia como una fiera.

-¡Bah! ¡Si ya decía yo! -chirrió, con su voz destemplada, agresiva-. ¡Si por ahí tenía que concluir! ¡Tengo yo una pupila que, ya, ya! Ni es señora, ni Cristo que lo fundó. No hay más que verla. Lo que es que en nuestra sociedad la gente tiene la manga demasiado ancha.

Y a una risita irónica del elegante añadió crispada:

-Lo que es yo no la vuelvo a saludar más.

Él complaciose en darles cuerda para verlas desatinadas, y comenzó a acumular detalles fantásticos para llevar su indignación a los linderos de lo épico.

La Cienfuegos debutaría en una obra sicalíptica en que había, según sus noticias, unos cuplés «de la ratonera» completamente verdes y subrayados por unos movimientos capaces de hacer pecar a... a... al marqués viudo de Casa-Temblante, pongamos por santo. Pues ¿y los trajes? Cosa sensacional. Sacaba uno que no era más que una hoja de parra de lentejuelas y dos racimos de uvas (y ésos en la mano) que iba a llamar la atención.

-¡Qué indecencia! ¡Qué desfachatez de mujer! -clamó, indignada, la de Gambana-. ¡Parece mentira que haya criaturas que lleven su impudor hasta enseñar todo lo que Dios les dio! -Y ella, que era fama que llevaba su pudor hasta bañarse con camisa puesta y apagar la luz antes de acostarse con sus amantes, esquivó un gesto de horror y habló de tomar una determinación contra aquella mujerzuela (así la calificó ella) que deshonraba el hotel.

Lilí Alcorcón, que se había dejado coger en el cepo de los supuestos millones y había llegado hasta exhibirse en público con la futura artista, puso el grito en el cielo:

-Estoy asustada, asustada. Parece mentira: una mujer que tiene el aire pacato de la que en su vida ha roto un plato y lanzarse a las tablas. ¡Qué horror!

Casimira se bañaba en agua de rosas al ver por los suelos a su rival.

-No sé de qué se asombran ustedes. Yo ya lo tenía dicho. Es una perdida, y el día menos pensado da el escándalo mayúsculo. ¡Pero si no hay más que verla! ¡Miren, miren ahora qué expansiones! Ni que estuviese en su cuarto.

Volviéronse todos a mirar sin disimulo ninguno, con el desdén abrumador que merece por parte de las personas honradas la gentuza que vive fuera de toda ley.

Eloísa, emocionada por las palabras llenas de ternura que murmuraba «el Gauchito» a su oído, y en uno de los impulsos de sentimentalismo frecuente en su naturaleza melosa y acariciadora, le había cogido la mano y se la estrechaba largamente. De súbito soltó la mano de su amigo y se puso muy pálida.

La Pereira aseguró satisfecha:

-Nos ha visto mirarla y se ha azorado.

Se equivocaba. Eloísa, en el momento en que arrebatada en súbita simpatía se dejaba arrastrar de su amor por el torero, había visto lucir al otro lado de la verja que circunda el patio del hotel dos ojos brillantes que le fascinaban como los ojos de las víboras fascinan a los pájaros.