Salineros
Salineros
editar(TRADICIÓN DE 1871)
cría...
Como al presente se viaja á la región del trigo, al país de la viña, á la región del oro, cruzando por Santa Fe, Mendoza ó la Patagonia, todo el siglo pasado, el interior y hasta los comenzamientos de 1800, cada dos años se hacía un viaje hacia donde la sal se cría.
De Buenos Aires, de Santa Fe y hasta de Mendoza, venían carretas, bueyes, mulada, y en largo convoy, reunidos con los salineros de Buenos Aires, partían luego, unas veces del Luján otras de Ranchos, para la travesía del desierto.
Expedición hubo, como la dirigida por el maestro de campo General don Manuel de Pinazo en 1778, que reunió seiscientas carretas, doce mil bueyes, dos mil seiscientos caballos y mil hombres á más de la escolta de cuatrocientos blandengues, pardos y milicianos, y aún cuatro cañones. Verdadero ejército con su General y oficiales á la cabeza.
Para la que nos ocupa, bajaron desde Mendoza doscientas carretas, no sin haber pasado desiertos, no menos desiertos y peligrosos que los que iban á cruzar.
La del doce de Julio del año 1797, noche clara, fría y de luna llena, mesa de mantel largo reunía en la Comandancia de la Guardia de los Ranchos a jefes y oficiales de aquella avanzada frontera.
Bien que doble fiesta celebraba el comandante del pueblo (General Paz, actualmente), don Miguel Tejedor, pues al honor que se le hacía de nombrarle segundo jefe de la expedición de los salineros, uníase la satisfacción de dejar fuera de cuidado á su esposa, doña Manuela Garayo, heroica como lo fueron las valientes compañeras de los Oficiales de frontera. Esa misma mañana habíale dado, en su tercer hija, una rolliza Juana, tan bondadosa, como no la hubo mejor. Siguiendo la costumbre de aquellos buenos tiempos cristianos, inmediatamente del nacimiento se procedió al bautismo, y al ponerle el óleo sagrado á la recién nacida, llamóle el Capellán Castrense de Nuestra Señora del Pilar de la Guardia de los Ranchos don Francisco Javier Acosta y Gómez, con los nombres de Juana María Josefa de la Trinidad del Corazón de Jesús, pues que en día de San Juan Gualberto llegó á la vida.
Las conversaciones de sobremesa, en aquella alegre reunión, prolongábanse en altas horas de la noche. A la cabecera el anfitrión hacía los honores de la casa. En el puesto de honor don Francisco Balcarce, primer Comandante de frontera, rodeado con otros oficiales y sus siete hijos. Cuatro de ellos llegaron á Generales, Antonio, Ramón, Diego y Marcos, y si los tres más jóvenes, José, Francisco y Lucas, no alcanzaron alta graduación, fué porque la muerte cortó en flor vidas tan preciosas durante la primavera de su juventud, en las primeras batallas de la independencia.
En la opuesta cabecera se hallaba el Comandante Olavarría, jefe de Blandengues, rodeado entre otros vecinos, oficiales y paisanos, de don Antonio Obligado, más que Teniente de Húsares, recién nombrado, antiguo Presidente del gremio de hacendados, quien, como uno de los ricos estancieros de la vecindad, venía á ofrecer tropilla pareja para los jefes, con el Comandante de la Ensenada don Lázaro Gómez, trayendo un contingente para la misma.
Y los brindis, chistes y agudezas se cruzaban como chispazos ó reflejos de colores, fuegos pirotécnicos al través de las copas de líquidos topacios y rubíes, vinos generosos, que muy buenos habían enviado para los expedicionarios, comerciantes y mayoristas de la plaza.
Coincidía la partida con la llegada de el buque del asiento, sin fondo al parecer, por la multitud de efectos que de sus estrechas concavidades desembarcaban sin agotarse nunca.
Las casas de Sarratea, Escalada, Sáenz Valiente, Alzaga, Lezica, Arroyo, contribuían con vituallas y pertrechos de toda especie, mantas, frazadas y anteojos verdes para los que extraían la sal, amortiguando la blanquísima reverberación enceguecedora; como los ricos hacendados, Anchorena, Osornio, Otárola, con yeguadas amansadas para regalar y amansar á los indios.
La autoridad proporcionaba soldados y armamento, y el comercio, los estancieros, el vecindario todo contribuía gustoso á equipar la expedi ción de los salineros, que tenía por doble objeto, traer ésta de Salinas Grandes, y cambalachar viejas cautivas flacas, por yeguas gordas, pues jóvenes cautivas no se recuperaban sino cuando ya no daban servicio.
Numerosos fogones animaban el improvisado campamento, alegrando la armonía, guitarras vibradoras bajo las carretas.
Círculos fantásticos agigantábanse en los giros del baile al través del humo y cambiantes de luz. El verde cimarrón y el porrón de ginebra circulaban de mano en mano, y el gaucho cantor dejaba oír décimas interminables entre el zapateo del gato y media caña antecesores del cielito federal, en bailes camperos.
Las banderolas de los guías lanceros, flameaban clavadas en línea ó cerca de grupos rodeando el asador, y los fogones llameantes, esparcidos en gran extensión con alternativas de luces más ó menos claras, según se avivaban ó amortiguaban las sombras que en torno se deslizaban. Gritos de arrieros, declaraciones de unos, lamentos de otros, cantos más lejanos, todo un mundo de voces, ruido y confusión poblaba de alegres ecos, llenando de movimiento y vida esos desiertos otrora.
Mocito cantor de la Guardia del Luján deja dejaba en las trovas de ocasión, á la chinita que pastoreaba, al dejar su pago del Santuario:
- Oh! devota lujanera
- Un granito de tu sal
- Que cura de todo mal
- Derrama en mi limosnera.
A lo que contestaba piscoira que á otro prefería:
- Andá con los salineros,
- Jactanciosos y embusteros.
Redoblábase el contento antes del último sueño de la partida fijada para la próxima diana, después de la que muchos de los acompañantes hasta aquel fortín avanzado, del otro lado del zanjón de Samborombón volverían á sus pagos.
Y dentro el largo rancho de la Comandancia continuaba el ruido de platos y botellas, y rumor del servicio incesante prolongado después del toque de silencio.
— Esto augura buen resultado en la cruzada, — observaba el Capitán Tejedor, lleno de satisfacción ante el feliz alumbramiento de su esposa en víspera de la partida, que con uno ú otro pretexto hacía días demoraba.
Pues no era nada lo que faltaba!
Militar pundonoroso y cumplidor, por inconvenientes de familia no podía dejar de estar listo para el día designado, y por otros sentimientos, cuesta muy arriba se le hacía alejarse, dejando á la buena compañera de sus más bellos días, en aquel desamparo y en tan crítica espera...
La partida no podía retardarse más.
Pero la esperada fué bienvenida, é hizo obra buena desde su primera, con la gracia andaluza que nunca á sus dichos faltaba, observó el padrino: «Esta hija ha venido haciendo bien desde antes de nacer, pues su primera obra buena ha sido llegar á tiempo»...
Ya el toque de silencio había dado el clarín del Cuartel General, uno que otro esparcido fogón humeaba apagándose, y algún relincho ó bajo eco perdido en la soledad oíase cuando todavía las copas del prolongado festín resonaban.
Entonces el anfitrión, deseando poner fin, por lo avanzado de la hora, alzando la copa y dirigiéndose al padrino, acabó su último brindis, diciendo: «...Destinada á su hijo, compadre! porque su primogénito me la haga feliz, á mi recién nacida».
Sin presentir que tal brindis habría de tener la más cumplida realización (pues el candidato andaba por Chuquisaca ejerciendo oficios de vara alta, como alcalde de primer voto, de donde trajo sobre su cabeza cual López y Moreno, sus colegas en los primeros gobiernos de la Patria, las borlas del doctorado), agradeció el padrino entre bromas y chispeantes andaluzadas tan anticipado compromiso.
Con el andar del tiempo, y antes de tres lustros, casada fué la bienvenida con el hijo de su padrino. Vivió hasta más de ochenta años, en la virtud pasados, derramando obras de caridad en su largo camino, conocida por sus contemporáneos como piadosa filántropa, alcanzó su cuarta generación, dejó numerosa prole educada en el honor y en la virtud de su ejemplo, y murió en otro doce de Julio el dia de sus días, haciendo la víspera no su última buena obra (que después de muerta continuó realizándolas por su ejemplo) y preparando la mesa de sus cincuenta descendientes.
«Y como de novias se trata, bueno es no perder la ocasión», se dijo para su capote don Lázaro Gómez, vecino de mesa, inmediato al padrino. Ya por entonces requebraba de amores á su linda Paquita, la más pequeña de las tres rubias, y sin esperar más con tres pasadas á la vía-sacra en San Roque, y una semiaceptación bajo forma de ramo, flores entre sonrojos alcanzadas por la ventana, como amor aguijoneaba al valiente Capitán, apechugó con todo y derechito se fué a hablar á señor padre, solicitando la mano de su hija para la vuelta de la expedición, si Dios sacaba á todos con vida.
En el correr del tiempo y en menos de un siglo, cuatro veces en otras tantas generaciones, entrelazáronse ramas de tan buen tronco.
Allá por los años de 1668, errante lujanero don Domingo Isarza, avanzando pampa adentro descubrió por casualidad (como la mayor parte de los descubrimientos), la celebrada laguna Salinas Grandes, cien leguas distante, del otro lado de las sierras.
Tan grande fué la afluencia y continuados viajes de sus expedicionarios que, doscientos años después perdido una noche en medio de la pampa desierta el que esto escribe, volvió sobre la rastrillada á encontrar hondísimas huellas del camino por cientos de carretas tantos años frecuentado.
Y no era chico descubrimiento, si recordamos que hasta entonces la sal consumida en Buenos Aires no procedía de los salitrales del Norte, al parecer más cerca, sino importada de Cádiz.
El mismísimo Rey de España, por Real Cédula concedió privilegio y exoneración de impuestos al descubridor de la sal en Buenos Aires, y sus descendientes, y las familias de Isarza, de Colman y de González, avecindadas en el Lujan, gozaron por muchos años de ellos, sin que nunca las suyas fueran gravadas con la fanega y cuartilla de sal, con que lo eran las carretas para el consumo. Percibíase esta sisa bajo los portales de Cabildo en Villa Lujan, por el recaudador público, al regresar la expedición, que duraba cuatro y aún cinco meses, por bando anunciada en toda la provincia.
Las tres leguas de agua salada que hondas quebradas unían en una depresión del terreno, á cien leguas al Sudeste de la Capital de Buenos Aires, eran cuartel general de los indios pampas, por mucho tiempo sobre el camino á Chile.
Montes seculares de algarrobo blanco rodean la salina, y espinillos, chañares y acacias los limpiones de muy buenos pastos del abra. Barrancas rocallosas y á pique, hasta de treinta metros de elevación amurallan la hoya, y en sus fondos encuéntranse depósitos de sal común elaborada por la naturaleza, hasta de doscientos metros á la ribera del agua salada, y dilatada en sábanas, y más allá sal más fina, como flores sonrosadas, reflejándose sobre mantos de la misma, cuyos cristales chispean al sol cual facetas de brillantes deslumbradores.
Algo más de una legua cuadrada mide la Salina Grande, en cuyas mayores crecientes se extiende á tres...
El pesado convoy adelantaba de cinco á seis leguas por jornada, cuando marchaba, que no era todos los días, por lo que más de un mes retardaba en el trayecto buscando pasos en los arroyos para la tropa.
Todo era soledad y silencio, apenas interrumpido por el chirrido de la pesada carreta tucumana, monótono navío de la pampa, que parece no avanzar en su despacioso giro, pero que marcha, marcha y marcha sin cesar, al paso de hormiga de sus pacientes bueyes, hasta el fin del desierto.
Uno que otro indio bombero rodeado de perros cimarrones, solía asomar de vez en cuando sobre la cuchilla lejana, ó el avestruz veloz cruzaba en aquellas soledades, interrumpido apenas su silenció siempre igual por el graznido anunciador del chajá que parece anunciar: ¡allá va! ¡allá va!
Indios amigos iban de vanguardia exploradora. Las banderolas altísimas de los batidores flameaban á los costados, cuatro cañones rodaban en el centro, y carretas en fila interminable seguían, seguían sin fin unas tras otras, con sus tres yuntas de bueyes, plumeros colgando, largas picas, y el guía conductor adelante. Numerosa caballada cerraba el rodeo, levantando á la cola polvareda espesa.
Y así avanzaban poco á poco pasando sin dificultad ríos, arroyos y cañadas. Cruzaron el Salado, despuntaron el arroyo Las Flores, el Tapalquén, cuando al llegar como á mitad de camino la noche que pernoctaron cerca de la Blanca Grande, el jefe de la expedición se acostó, pero no se levantó.
Sin previo aviso, el Comandante Balcarce amaneció tieso y helado sobre su cama de campaña, que era el propio recado.
Se acercó el físico á tomarle el pulso, y vino el sangrador, y el sanguijuelero, y el Capellán Castrense y todos los que venían, pero ni curas ni sacristanes, ni sinapismos, ni agua bendita le volvieron á la vida, que ya la muerte había dado con él en tierra, volviéndole al polvo de donde salió. Padecía el achacoso Comandante de oculta y traidora afección al corazón, de la que han muerto la mayor parte de la familia Balcarce, y cuando mejor parecía, dijo ésta, hasta aquí no más.
Lamentable era tan inesperada pérdida. Llorado por sus soldados y sentido por cuantos le conocieron.
Entonces el Capitán Tejedor, segundo Jefe de la expedición, reasumió el comando de ella, siendo su primer acto dar cristiana sepultura á los restos del amado jefe, enterrándole con los honores de Ordenanza. Celebróse en el desierto solemne misa de cuerpo presente, á la que las mil quinientas personas acudieron, arrodilladas y contritas en media pampa, bajo la grandiosa bóveda azul, inmenso templo de la naturaleza, con corazón sencillo y lagrimoso semblante.
Bien marcado dejó Tejedor el sitio de su tumba bajo verde sauce llorón á la orilla de una laguna para rescatar de aquellas soledades, á su regreso, restos queridos, entregándolos á sus deudos en Lujan.
Así lo hizo, y al volver por el mismo camino, les exhumó con igual solemnidad y su familia dióles definitiva sepultura en el campo santo de los Domínicos, que por entonces caía sobre la calle á que posteriormente sus hijos dieron nombre, ubicada la casa paterna primera cuadra de la calle Balcarce.
En la segunda columna de la entrada, á la derecha de ese mismo templo se hallan los restos de su hijo, el General Don Diego, cuyas medallas de la Independencia incrustadas sobre su lápida, han posteriormente desaparecido por mano profana de ladrón anticuario, ó numismático.
Así acabó el viaje al país de la sal, con tanto entusiasmo y esperanzas lisonjeras emprendió al acabar la noche del doce de Julio de 1797, de imborrable recuerdo para tres de las más antiguas familias del Virreinato.